viernes, 12 de enero de 2007

Noche de Vampiros


Una rosa negra...

llora lágrimas negras...

sobre las líneas...

negras...

de sus ojos..

negros...


Avanza entre las calles sin mirar. Recuerdos. Piensa. Pero nada llega a su mente. Se ha bajado de la montura hace años. Pero no sabe bien, tampoco, cual es el nombre o el color de lo que siente. Una mujer se cruza en su camino y lo esquiva. Él no se da cuenta. Sólo escucha el sonido de la calle como si se tratara de un concierto. Sus ojos al mirar convierten cada detalle en una fotografía. Luego la guarda en algún lugar de la memoria. Sólo manchas. Formas. Cosas raras. El dolor lo ha anestesiado. Quieto. Quieto. Alguien a su lado hace ruido. Él mira. Siempre mira, aunque apenas recuerda quién es ese ser que lo acompaña.

Es Londres, 1985. Primavera.

Es primavera, eso lo recuerda, aunque recordar es un trabajo difícil, hace falta concentración y estar despierto, y él nunca está despierto ni concentrado. Le duele la cabeza. Por las tardes le ocurre eso, una punzada, justo sobre los ojos. Como un sombrero de copa afilado. Vamos, se dice tratando de ordenar un poco las cosas.

Su nombre es Mateo Alvear, eso lo sabe. Camina despacio por Trafalgar Square hacia Wardour Street en medio del aire tibio de una noche que recién comienza. Es Lunes. No sabe mucho más.

El rechinar de ruedas a su lado lo inquieta. Siente el roce de los cuerpos en el tumulto, tocándolo. ¿Ha dicho algo? Tal vez. No está seguro. A su lado, alguien se mantiene atento. No se logra alejar. Cree saber que su nombre es Paul. Lo mira con los ojos nublados. Paul es un chico pálido, maquillado, rubio y estúpido.

Sí. Tiene que ser Paul Rainer, piensa, y baja los ojos. Claro. Claro. Paul Rainer. El nombre queda flotando. Pero en realidad todo siempre queda flotando. Ruuuun. Se da vuelta. Un automóvil pasa cerca y siente una estela de aire sobre la oreja izquierda. Los ojos se le cierran instintivamente. Mira nuevamente a Paul Rainer. Él lo mira de vuelta con los ojos embrutecidos. Le dice algo, Mateo no entiende. Tampoco quiere saber más. Está bien. Que se quede ahí, a su lado, tampoco le gusta estar tanto tiempo solo.

Vuelve a abrir la boca. Este tipo es insoportable. ¿Comamos un Mc Donald? Dice. Mateo da vuelta el cuello y lo contempla. Ok, es cierto. Ahí está la tienda. A sus espaldas. Pero no puede siquiera pensar en masticar un pedazo de carne de vaca. Lo imagina. Manos. Pan tibio. Aroma a cebolla y pepiños. Carne de vaca estrujada y caliente. Siente como una bocanada de nauseas lo invade. Decide no contestar. Seguir caminando. Ya están cerca. Si Paul Rainer quiere comer cadáveres por él está bien. Pero nada ocurre. Simplemente giran en Wardour y Paul Rainer baja el rostro ofendido. Tu no me escuchas, ha dicho, pero Mateo tampoco responderá a eso. ¿Para qué?

II

Desde luego que hace falta, le habían dicho sus padres. Algo hay que hacer. Entonces surgió esta idea. Mateo la pensó durante semanas y luego consiguió que la psiquiatra lo recomendara. Así sería todo mucho más fácil, ¿No?. Para todos.

Después, cuando estuvo seguro, cuando supo que vendría a esta ciudad se prometió no hacer nada tonto. Nada que lo echara a perder. Suficiente había pensado. Suficientes palabras de adultos y explicaciones y psiquiátras. Mateo es casi un niño. Pero no lo sabe. Jamás lo ha sabido. Ahora tampoco. Ahora mucho menos. Sólo acepta las cosas. Buenos días. Buenos Noches. Muchas Gracias. Todo eso lo dice como un autómata. También a Paul Rainer, su improvisado hermano en este improvisado intercambio estudiantil. Mateo Alvear, el mejor alumno de literatura inglesa en un colegio caro y repleto de literatura inglesa. Mateo Alvear, el pequeño Mateo es enviado de intercambio a un prestigioso internado para jóvenes ricos en Londres. ¿Se entiende?

¿Algo así? Supongo. Es decir. Suponemos. Todo parece normal, aunque a Mateo Alvear nada le ocurre alrededor. Todo lo que pasa es sólo una replica de lo que le pasa a él, adentro, en algún punto de su voluntad que jamás sede. Le importa estar aquí, eso sí. Y escuchar como todo el mundo habla con ese acento rebuscado que él practicó día tras días, sólo por joder.

Este es un buen lugar para él. No quiere echarlo todo a perder. Aquí, su rostro blanco que contrasta con los labios casi morados está de moda. Muy bien, piensa, esto está muy bien. Aunque él nunca ha usado maquillaje, como los demás, como Paul Rainer, que se pasa horas frente al espejo para obtener esa palidez pegajosa, una copia apenas tímida del blanco fantasmal de Mateo.

Ya lo sabemos ¿no?

Dos adolescentes caminan por Wardour Streer. Mateo Alvear ha llegado a la ciudad unos meses antes, sus padres lo han enviado en un programa de intercambio estudiantil. Para ver si mejora, piensan, para ver si es posible. Mateo, en cambio, no piensa. Su mente pasa. Camina por la calle Wardour escuchando el sonido que producen las suelas de sus zapatos sobre la piedra y los adoquines. De vez en cuando mira de reojo a Paul, quien se detiene en cada vitrina, para confirmar su aspecto, para corregir los mechones de pelo que caen sobre su frente, y palpar el maquillaje blanco que cubre su rostro. El delineador que dibuja sus párpados para darle aquel aspecto lloroso que añora, y que a Mateo no le hace falta.

El cielo está despejado y corre un viento delgado y cálido. Londres no parece la ciudad brumosa de las postales, y el genero de las ropas negras que cubren a Mateo Alvear corre delicadamente por su piel. Lleva una camisa blanca, de seda, repleta de pequeños botones. Su cuello largo y lampiño se mantiene tieso, sosteniendo una cabeza cuadrada y simétrica. Mateo insulta las calles con su belleza. Nadie lo mira a los ojos. Escupe sus brazos largos y delgados, vomita en el rostro de los Punks, gritándoles justo encima de las orejas descubiertas, la angustia imposible de dos ojos perfectos, teñidos de petróleo.

Pero es completamente incapaz de saberlo. Su mente está apagada. No existen espejos que lo reflejen, hace años que no se mira. Es por eso que nada le importa, es por eso que ahora se siente bien, aunque tampoco lo sepa. Hay palabras que no tienen sentido, ha pensado antes, también, mientras reflexionaba acerca de los motivos por los que llegó tan lejos. Los mismos por los que sus padres de entonces no pudieron más. Pero ya sus pasos los han llevado hasta Meard Street, ese oscuro callejón por el que las tribus de adolescentes vestidos de negro hacen su aparición en la noche, el lugar se llama Gossip, the dark heart of Soho… en la esquina de la calle Dean. Es noche de Batcave.

III

Cuando Mateo subió las escaleras del Club respiró profundamente. El aroma a sudor lo fascinó, a pesar de su mutismo, a pesar de los ojos que lo atraviesan intrigados se siente protegido. Sonríe y mira hacia los costados. La multitud lo contempla, pero el no lo ve. Los cuerpos se mueven para dejarlo pasar. Las chicas murmuran y se hablan al oído, mientras él intenta que su cabeza despierte, que el sonido de la música lo atrape. Se queda quieto unos instantes, esperando algo y por fin, ahí está, los bajos se estrellan estridentes contra su pecho. Siente el sonido en la garganta, en las manos en los ojos y la música lo conduce hacia arriba, hacia el tumulto.

¡Mateo! Le dice una chica tomándolo del brazo. Es casi una niña, delgada y pálida, apenas maquillada. Lo mira con ternura, le habla al oído con voz infantil. Él por fin se da vuelta y la mira perdido, siente su mano aferrada a su brazo y recuerda por un instante las manos de su madre, sonriéndole despacio y llevándolo a la mesa del comedor para que comparta el té con la familia. Mateo no sabe quien es la chica que le habla. No recuerda nada de ese rostro, pero hay algo en ella que lo hace sentir mejor. Le sonríe y la toma de la mano. Si pudiera pensar, si sus ojos aún fueran capaces de traer a la mente imágenes claras, sabría que por la frente de la chica corren líneas de sudor salado que arrastran el maquillaje. Sabría que ha llorado. Que hace unas horas pensó en suicidarse. Si sus manos aún sintieran algo, podría saber que las manos de ella están húmedas y arden, pero nada de eso es posible. En su cabeza sólo resuenan voces que lo interrogan y una tristeza amarga que se le cuela hasta la garganta. Amarga y fría.

Suben juntos al segundo piso. Desde los enormes parlantes ocultos, suena la música de Sex Grang Children. Mateo mira a la chica a los ojos y la besa. No necesita hacerse preguntas. Mucho menos tratar de comprender algo. Toma con una mano el cuello de la muchacha y acerca su cabeza sin dejar de mirarla. La chica tiembla. Sus labios se abren y por un instante el sabor amargo de su propia boca se diluye. Trata de distinguir el sabor que llega a su lengua. Canela. Piensa..

IV

Paul los contempla apoyado en un muro, moviendo la cabeza al ritmo de la música y se arregla el pelo. Mira de reojo la mano de Mateo, que toma firme la delicada cintura de la chica mientras camina hacia el bar. Pide un vaso de agua mineral. Nunca ha tomado alcohol. En realidad jamás ha probado algo más fuerte que la leche. ¿Para qué? Lo que lleva dentro es más que suficiente, y tampoco quiere apagarlo.

Esta noche ha querido hacer algo distinto, aunque le es difícil saber de que habla. Tal vez se trate de la chica que lleva al lado. Tal vez otra cosa, completamente distinta. Si pudiera confiar en sí mismo, sabría que en realidad no la conoce. Que nunca antes han hablado, que la chica simplemente se ha vuelto loca por él y que después de llorar por horas ha decidido que si lo encuentra no lo dejará. Él no sabe que si la hubiera despreciado, ella habría caído al suelo frente a sus pies y se habría aferrado a sus piernas gritando y jurando que se mataría.

Pero nada está planeado. Eso sí lo sabe bien. Ese es su único consuelo. Ya no hay más cuentos largos que sirvan para llenar de sentido la estupidez de otros. Batcave huele a sudor, la chica a su lado huele a maquillaje. Mateo jamás ha olido a nada que se pueda reconocer. Quizá huele a sí mismo. No es posible saberlo.

Mira de nuevo a la chica, le grita algo al oído. Virginia, contesta ella sonriente, y lo besa en los labios. Él la toma por la cintura mientras intenta comprender cuanto depende la belleza de una cintura diminuta, de la manera en que las vértebras se quiebran bajo sus brazos. Tampoco lo logra y suspira impaciente. La besa con rabia. La lleva a un rincón y acaricia su cuerpo. No siente casi nada. Tal vez un sabor leve a canela. No le extraña que sus padres no entiendan nada. Después de todo, lo que ocurrió no fue tan grave. Pero para Mateo las palabras son toda. Las palabras tienen que tener algún sentido, y por eso ha leído toda su vida, sin parar. Por eso, hasta ahora, hasta que llegó a Londres, con su Inglés anquilosado de Macbeth, de Yeats, de Nabovok… de Williams, jamás se sintió parte de la realidad, jamás tuvo ni siquiera una idea de lo que eso pudiera significar.

lunes, 8 de enero de 2007

MIS CUENTOS


En esta sección, podrán encontrar algunos de los cuentos que he escrito a lo largo de varios años. Mostrar lo que escribimos, es una forma de desnudarse... pero también, es la única manera de que las palabras cobren vida...

Ojalá les gusten...

Un abrazo

Julián

Tras la puerta...

Tras la puerta, me han dicho. Me dicen, tras la puerta. Duerme. Los ojos que me hablan, despacio, también me aterran. La boca que me habla, dulce, también me aterra. A veces creo que se matan. Que se dejan matar el uno al otro. Me encierro en mi cuarto y escucho los gritos. No siempre los distingo, aunque a mis años debería. Pero en esta oscuridad en la que me quedo, sólo permito la entrada del miedo y los gritos. Sus ojos en llamas me hacen cerrar la puerta. Aún no gritan. Me hablan despacio, pero cuando yo estoy solo, ellos sí gritan.

Apago la luz y me siento sobre el piso. Bajo los pantalones siento la madera fría y hago rechinar los dientes. Me duelen, pero continúo, los muerdo, los choco unos contra otros hasta lograr que mis oídos . Los hago rechinar dando pequeños chillidos de ratón. Me frota las manos y luego toco la madera fría. El sudor las deja pegadas en el suelo, y las desprendo húmedas y me toco la cara y siento el olor de la cera roja que impregna todo. Me miro las manos, pero no hay manos, sólo oscuridad. Las pongo frente a mi nariz, tocando mis ojos, pero no veo nada. Más lejos está la luz. La luz viene desde allá. Miro a través de la rendija. No he hablado de la rendija. Hablaré luego de la rendija. La rendija por la que se escapa la luz de allá.

A veces me dan ganas de mear. Pero el baño está del otro lado de la puerta. Ella se queja de esta casa. Sólo una puerta. Si no fuera por esa única puerta, dice, ya estaría loca. Él se calla la boca, la mira y sabe que esa puerta ya es algo. En otros días, cuando yo era más chico, no había ni puerta, y ellos me dejaban tapado bajo las sábanas mientras se desnudaban. Yo no sabía aún mirar, pero en alguna parte de mi conservo el recuerdo de los primeros gritos y de los olores. En esa época, ella saltaba más. Mordía más. Chillaba más. Luego resollaba, como una vaca.

Todo está hecho de luz. Eso lo comprendí mucho antes de saberlo. Mis manos no existen cuando la ampolleta se ha apagado. Mis pies no existen, aunque los toque por debajo de los zapatos y los sienta, ahí, fríos y un poco hediondos. Existe el olor de los pies, también existe la humedad de mis manos. Pero nada más. Ni siquiera las manchas azuladas. Ni siquiera mis ojos.

Cuando me quedo quieto, en estas noches de grito, siento como si todo el universo viniera a enseñarme. Tengo miedo, porque los gritos son la verdad. Tócame, dice ella. Suplica ella. EL la toca. A veces lo veo. Otras veces sólo lo intuyo. Poco a poco he comprendido y a veces lo distingo. Un silencio largo. Siempre hay un silencio largo de las bocas. Las manos aparecen en mitad de ese espacio de no palabras. Tócame las tetas dice ella. Él las toca. Muérdemelas, dice ella. Él las muerde.

Sé que las toca y que las muerde, aunque no lo vea. Lo sé porque de otra manera, ella pediría más. El silencio se esparce, y los dientes se escuchan mordiendo la carne. Ella bufa. Se arquea. El la toma por los muslos. Aprieta los muslos por dentro, los rasguña, los abre y lame su sexo. A veces lo he visto, como si fuera una película. Arrodillado junto a la rendija. Luz. La luz me permite ver esa mata de pelos cruzada por una línea roja, espesa. Él se sumerge. La lame. Ella respira y late. Siento como su sexo late. Siento el sonido de los dientes que se restriegan contra el pubis...


A veces musito. Repito en voz baja las palabras que distingo, y las digiero sin agua. Las historias se repiten siempre. Ella se levanta la falda y él la toma por las ancas y se le acerca y le abre el escote y mete las manos hasta agarrar una teta blanca y con la punta rosada y transparente. Yo lo veo desde un rincón, sin que me oigan, y jadeo de miedo y de excitación. Me quedo callado, durante horas, musito. A veces repito las palabras en mi cabeza, o las muerdo, entre los dientes, y las palabras, ya sin sentido, se vuelven ruido. Así lo hago, los contemplo y los oigo. Escucho el sonido de las ropas que se abren y se caen.

Desde la oscuridad en la que me inclino, arrodillado, veo sus cuerpos y creo que se matarán. Una sola palabra de más, pronunciada por cualquiera, y las manos dejarán de buscar carne para buscar cuello, y traquea. Ella se reclina, mirando hacia mi puerta. Mi puerta está semi abierta. Veo sus ojos encandilados y respiro tranquilo porque sé que en esos momentos pierde el sentido. Se inclina y los labios espuman, y la nariz resuena como una vaca en celos, y él la toma por las ancas y levanta la falda y la ataca, la duele, la mata una y otra vez hasta que los latidos de mi corazón se detienen. Ella llora y sonríe y bufa.

Recuerdo las palabras. Odio, celos, lastre. El peso de sus cuerpos, describiendo, sílaba tras sílaba, aquello que no se dice. Me lo han dicho ya. Eso no se dice. Pero ellos lo nombran cada noche. Cada madrugada. Las formas de la piel apenas las conozco. Un pedazo de pierna apenas divisado a través de la rendija oscura que he dibujado con cuchillo en el borde mismo del marco de mi puerta. Eso es una pierna, la única forma de una pierna recortada por la rendija que he preparado para comprender los gritos. Un poco de sangre. Después de darse la mano. Después de morderse las orejas, como dos perros, un poco de sangre que ilumina el hueco delgado a través del cual contemplo el mundo. Su mundo.

La luz me permite saber por qué temo la noche. La noche es la hora del miedo, y de los gritos. Ellos son la luz, yo estoy a oscuras. Sólo hay luz en la noche. Sólo importa la luz en mi noche.

Debiera, tal vez, dejar una pequeña lámpara prendida sobre el piso. Sé que no lo notarían. Cierra la puerta, dicen, y con eso mi existencia también se cierra. Tal vez podría, entonces, dejar caer sobre las ropas de mi cama un brazo, y mirarlo, y luego compararlo con el brazo de él, que es mi padre, y saber que un brazo, desde este lado de la puerta, también puede iluminarse. Pero no lo hago. Tengo miedo de la luz sobre mi cuerpo, porque lo transformaría en algo conocido, y el cuerpo que conozco grita y bufa. Los brazos que conozco, toman y duelen. El espacio a veces se acorta, se desprende de un rincón y se adhiere a mi puerta. En ese instante, no veo nada. No veo la luz, aunque todo está más cerca. A ves se trata de la piel desnuda de ella, arrinconada contra mi puerta, tersa, blanca.

Sin luz, no puedo saber que es piel de hembra, pero lo escucho. Trac, trac, trac... el golpear del culo de mi madre junto a mi puerta. Los oídos se me aguzan, se me parten, lo sé, se exactamente lo que hacen. Lo he visto. Lo he visto cuando la luz y la distancia me permiten dejar el ojo pegado contra la rendija y sus cuerpos, allá, a metros, se preparan para morir, nuevamente.

Has estado con otra, dice mi madre. Y mi padre se ríe y da vuelta la cara y murmura... estás loca... y ella, aun joven, se muerde los labios porque decir aún, nombrar “aún”, es igual a decir antes, es igual a decir nunca.

Te huelo, dice. Hueles a vinagre.

Deja de canturrear, mujer, dice mi padre, y de pronto sus ojos se apagan.

Has estado con otra, repite ella,

Sí, dice él.

Dime quién, dice ella

Quién, dice él.

Eres una mierda, dice

Y él no dice. No dice nada.

Te amo, dice ella.

No ves que te amo.

No veo, dice él.

Mira, dice ella.

Pero el que mira soy yo. EL que siempre mira, aunque no lo sepan. Soy yo.

Has estado con otro, dice él.

Ella sonríe. Se toca las tetas.

¿qué crees tú, dice?

Y él la mira, despacio, cansado.

Has estado con otro.

No, dice ella.

Sí. Dice él.

Ella sube las faldas. Desde aquí, veo su culo. El culo de mi madre, y siento vergüenza.

¿Que crees tú? Dice ella.

Te han tocado, dice él.

Me han tocado, dice ella.

Por qué, dice mi padre. Y sus ojos lloran.

Por qué no, dice mi madre. Es que no me está permitido. Muchas veces, me tocan cada día. Cuando salgo de compras, cuando camino por la calle. Miles me rozan con sus cuerpos y con sus manos.

Eres una imbécil, dice él, ya entre lágrimas.

Tú eres un recuerdo, dice ella.

Él llora, a gritos.

Yo escucho. Me arrincono aún más. Antes no sabía bien lo que decían. Ahora lo sé, y por eso también lloro.

Vete a tu cuarto, me dice mi madre, cuando él llega.

Yo lo miro. Le sonrío.

Él me mira. Me sonríe.

Entro en la noche. Apago la luz. Me dejo caer sobre el piso y comienzo a besar la madera liza. La huelo. Cera, humedad, polvo. Pongo la lengua en las tablas, respiro. Huelo mi aliento. Mis ojos miran hacia la puerta cerrada, mi oreja se posa sobre el suelo. Iggggnnnnnn... una silla se arrastra... igggggnnnnnn...

Me has matado, dice él.

Has muerto, dice ella entre risas...

Sácatelos, dice él.

Ven por ellos, dice ella.

Quítatelos tú, dice mi padre...

Ella se ríe... tac, tac, tac...

Sus pies corren, se alejan...

Sácatelos mierda, quiero olerte...

Encuéntrame, dice ella...

Te dejaré matarme...

Mátame tú, dice él...

Yo no quiero escuchar más. Sé que alguna vez lo harán. Me inclino junto a la madera y continúo. Esta vez sé que lo harán. Han dicho, cierra bien, y yo he cerrado bien. Han dicho matar... y han reído.

Dios. El silencio. Dios.

Yo.

El silencio.

Ya no pueden. Ya no hablan. El se ha quedado bajo las faldas. En sus labios aún queda un rizo de pubis negro. La lengua afuera. Yo afuera.

La luz. Todo es por la luz.

No sé por qué.

Hay sangre en mis manos.

Ellos ya no se matan.

Yo mato.

Y desaparezco.

Los miro al salir. Desnudos. Juntos.

Sé que no hubo tregua.

Eran torpes. Yo no.

La luz, Dios. Como no lo supieron. Los amo. No podía dejarlos. Sonríen. Yo me condeno. Bajo las manos. Bajo las uñas. Somos todos iguales. A veces sólo nos falta luz.

Un parque entre las sábanas...

A veces puedo recordar los parques. Me recuerdo sentada, jugando con el pasto entre los dedos y dejando a las hormigas furiosas deambular por mis piernas como haciendo carreras, como buscando atajos, como recuperando tiempo entre mis muslos y mis pantorrillas. También a veces, cuando está nublado, puedo recordar las tardes de otoño en las que me sentaba en el parque y dejaba que el tiempo fuera el acortador de espacios, el exterminador de penas, el que deambula por mis ansias y por mi piel.
De pronto estoy en el parque sentada y a mi alrededor hay mucha gente que se arremolina a lo largo de los metros de pasto. Yo estoy jugando con palos de fósforo. Los prendo y contemplo como la llamita se desplaza, cae y se aleja por la madera. Miro el fuego y me pierdo entre las formas dibujadas como ciclos, como relieves, como desenfreno ambiguo que se estira y se encoge. A veces, mientras la llama termina de desplazarse, libre, por el diminuto pedazo de madera, me distraigo y me encuentro con un movimiento elíptico de mis dedos que al sentir la cercanía profunda del fuego, se contorcionan y arrojan lejos ese pequeño instante de infierno.
En el pasto, la llamita canta una despedida lúdica, como una bailarina, se encoge, saluda y se esfuma de todo. Se esfuma de mi realidad y de mis dedos y de mi carne apenas herida y me deja aquí, con los dedos en la caja cuadrada, buscando nuevo palitos para encender.
A veces en cambio, estoy aquí tan quieta que me largo a recordar historias imaginadas antes, historias desprendidas que me han atrapado o -resguardado- en días nublados, sentada en la cama deshecha, leyendo un libro o dibujando rayas con carbón o sólo mirando la televisión que me esparce.
De pronto imagino que deambulo por mi cuerpo, que me recorro, reconociendo espacios, cayendo. Imagino esos momentos y mientras lo pienso, en realidad me recorro, me encuentro, me atrapo en los pliegues que no conocía, me distraigo las manos y desahogo clases de murmullos que no habían existido en mi piel o en mi garganta.
Recuerdo entonces mi cuerpo tendido sobre la cama deshecha y me tambaleo sin prisas para intentar dormir, pero no duermo, mis manos insisten en reclamar mis brisas, mis manos insisten en recompensar mis escalofríos y mis vientos y tal vez la arena que se esparce entre mis ropas en algún día, casi inexistente, en el que me trepé sobre otro cuerpo y me llené de arena y polvo y pedazos de conchitas que se me metían por todas partes y me daban cosquillas.
Mi cuerpo está tendido sobre la cama deshecha, y mis manos insistentes me toman por las caderas para trasladarme lejos del sueño, hacia el montón de arena suave que me eriza y me tironea despacio las ropas ceñidas que bloquean mis sentidos.
Algo en esta cama deshecha me hace recordar el paisaje del que mis manos se inundan y con un ojo entreabierto puedo contemplar en el espejo mi cuerpo tendido. Lo observo despacio, con un cuidado distraído que me revuelve entera. Veo mi pelo negro y brillante atrapado en una cola apretada de las que me hago para dormir, y redescubro mi piel envuelta en una polera gastada, de un color impreciso que tal vez fue negro o gris oscuro y que ahora es de un color gris incomprensible, de un gris cualquiera, manchado, desteñido, con hoyitos redondos, como dibujados con compás. Veo como ese pedazo de tela cubre muy poco de mi piel tostada y por lo tanto vislumbro de inmediato mis brazos y mis manos tramposas que se pasean despacito por mi estomago, arremangando la tela gris y dejando ante mis ojos - que se buscan - la tela blanca (de un blanco hiriente), de estos calzones chiquititos que casi en broma aún me cubren.
Algo me pasa al mirarme así, tan como de lejos, tan como si fuera a otra a quien estuviera mirando mostrar los calzones blancos y diminutos a una cámara desarmada que filtra tonos, movimientos y deseos.
Entonces recuerdo. Recuerdo mientras miro de reojo mis dedos delgados escarbando en mis pliegues. Esta cama deshecha huele un poco a mar, a aire de mar y me revuelco entre las sábanas de la cama deshecha y siento las migas de unas galletas viejas que me trasladan de vuelta hacia donde mis manos insisten en llevar mis ganas.
Estoy frente al espejo y la polera que me cubría la descorrí a tirones, como telón, como enjambre pasajero y ahora, casi desnuda, me sorprendo de vuelta en la arena suave. Mi pelo está suelto y desparramado y se le han pegado un montón de ramitas. Siento el peso de un cuerpo ajeno sobre mi cuerpo completamente vestido y otras manos me recorren y me entreabren con dulzura, con cuidado, sin preguntar y sin necesitar respuestas. Siento como la tela áspera de una chomba gruesa me impide sentir el calor de esas manos y me estiro para ser despojada de esa frontera, de esa trampa que me oculta. Mi cuello está húmedo se saliva y de sudor y de los olores que ese otro cuerpo me cede. Quiero sentir ese cuerpo mas cerca, quiero que se desbaraten de pronto todos los conjuros de tela que me atrapan y que me esconden.
Las sábanas suaves las siento ásperas para recobrar esas sensaciones, y el espejo me devuelve un reflejo nuevo de mi cuerpo sudado y brillante. Veo mis piernas desnudas, mis muslos, mi vientre y mis manos que recorren circulares la curva de mis pechos redondos. Veo mis dedos flacos desordenar despacio mi pelo suelto y mis piernas que se estrujan apretándose con fuerza o abriéndose hasta sentir dolor.
Veo entonces en el espejo el dibujo de mis ingles tensas al abrir las piernas y veo ese pedazo de tela diminuto que de vez en cuando acaricio, con los dedos, con las manos, con el brazo. Tomo con cuidado el borde del elástico, lo estiro y lo desplazo un poco hacia abajo hasta que alcanzo a observar el nacimiento del pubis, - ese enjambre de pelos negros, húmedos, desordenados que se van volviendo mas y mas tupidos a medida que mis ojos bajan y se sumergen -
La sensación de mis dedos tibios se inunda de olor a mar, y me puedo ver estirada sobre la arena áspera. Unas manos suaves descorren por fin mis telas y siento como mis pechos liberados se anegan de besos y de lengua y de dedos. Me crispo completa, me estiro como gata, me sumerjo en mis sentidos y ahora soy yo la que busca piel, la que desplaza botones y broches y hebillas.
Estoy tendida sobre la playa suave y aun tengo puestos esos jeans ásperos. El otro cuerpo está sobre mi y mientras acaricia mi cuello y mi nuca y mi pelo puedo sentir el calor de su pecho sobre el mío. Mis piernas se abren con angustia para sentir mas, para sentir mas cerca, para desparramar los jugos que han mojado las ropas. Me siento vencida por todos los flancos, ya no soy capaz de refrenar las ansias atrapadas, - casi angustiadas - y apurada, descorro el cinturón y zarandeo el botón duro y reacio de mis pantalones. El otro cuerpo se retira un poco para darme espacio, para permitir que me arrastre, para descubrir el propio cuerpo.
Mientras mis manos bajan el cierre, él se ha levantado y sin cuidado se quita la ropa. Lo hace sin mirar, sus ojos no dejan ni un sólo momento de contemplar mi cuerpo, mis manos, mis cadera que se levantan para sacarme a tirones los pantalones demasiado ajustados. Levanto la cabeza y lo contemplo, está completamente desnudo y mis ojos recorren su cuerpo despacio, como sin querer terminar, como demorando instantes, apaciguando mi respiración encabritada.
Recuerdo que sobre la cama deshecha, mi cuerpo está cubierto sólo por la tela de algodón claro que cubre mi pubis. Mis manos, sobre la arena, sobre las sábanas desordenadas y brillantes de humedad, se arrastran hacia mi cuerpo anhelante. Muerdo las hebras de mi pelo y acaricio con fuerza el monte que emerge triunfante bajo mi vientre. Con ambas manos tomo los elásticos y con un movimiento suave me desprendo de los últimos escudos.
El espejo refleja mis piernas haciendo espasmos por abrirse aún mas y miro con deleite el tajo abierto que cruza mis pliegues. Mis manos recorren alternadamente la piel suave del mi abdomen, los pezones erguidos, maduros, erectos; la humedad selvática y olorosa que me cruza.
Mientras tanto, el ser frente a mis ojos, sobre la playa, se ha inclinado para besarme, para recorrer con la lengua sedienta los espacios y los huecos y los murmullos sordos de mi interior. Se ha desplazado entre mis piernas y con los labios besa la tela delgada y empapada que aún se enrisca, que aún me aleja. Sus dedos juegan con los elásticos y con mis premuras; me enloquece con las manos y con los dientes mordisqueando, lamiendo, pellizcando en pausas cada labio, cada pecho, cada hueso.
Sus brazos me levantan, me ponen de pie frente a ese mar que avanza y retrocede y con la mano extendida hunde los dedos en la tela suave, con cuidado. Despacito me gira y mientras estoy de espaldas a él, sus manos me recorren como nuevas, como ajenas, perdiéndose en cada orilla, en cada monte, en cada puente.
Yo ya no he podido mantener mas la calma y casi sin darme cuenta he arrastrado el algodón blanco hacia abajo, hacia las piernas, bajo los pies, a la arena. Ahora, libre, puedo sentir su piel, su ser completo sudando junto al mío, y aprieto mis caderas y mis nalgas contra su cuerpo, contra su montaña alta y tibia.
Quiero sentir sus manos por todas partes, quisiera encontrar mas huecos en mi cuerpo para que su cuerpo los colme, aferro sus manos y las restriego entre mis piernas; me abro, me flecto, la saliva escapa de mi boca y mi lengua busca esas manos húmedas para besarlas, para morderlas para lamerlas.
El cuerpo me separa, me retira con suavidad y me contempla. Mi cuerpo que aún está sediento se mueve, se retuerce, musita frases cantadas, me enreda. Él, el otro, me contempla en silencio, me da la espalda desnuda y se dedica a recoger las ropas. Despliega chalecos y abrigos sobre la arena y se tiende. Se esparce sobre el camastro improvisado y me estira la mano. Yo delirante me aproximo. De pie sobre su cuerpo lo miro y despacio me monto sobre él. Al principio no se que hacer, por donde empezar, donde morder, que hueco llenar. Al poco rato el me toma por las caderas, me inclina y me penetra. Siento como todo en mi cruje, se arremolina, hierve, despega. Su boca repite murmullos y confesiones y signos, la mía sólo es aire, aire escapando de prisa, aire que se vuelve jadeo mientras siento su cuerpo entrar en mi. No quiero perder ni un segundo, mis ojos, los mismos que recuerdan el espejo que me refleja desnuda y delirante, me devuelven luces que encandilan. Mi cuello está torcido para observar mi carne que se abre bajo la mata de pelos negros, viendo como ese ser abstracto, con vida propia, se escabulle hacia adentro. Cierro por un segundo los ojos y el placer me mata, me tortura, me hace reír y llorar. Siento como ese cuerpo que está dentro de mi se encabrita y yo, domadora despierta, voy buscando ritmos, encontrando frases, recobrando augurios. Sus manos acarician mi cuerpo, sus labios besan mis pechos, mi cuello, sus dedos se clavan en mis nalgas, las amasan, les dan forma. Descubro mis labios pidiendo fuerza, pidiendo gritos, pidiendo escapes; descubro mi pubis restregándose, dichoso, abriéndose, girando.
Los gritos y los gemidos llegan hasta el mar, el ruido de las olas se confunden con el ruido húmedo de mis entrañas y siento como si todo el mar estuviera en mi vientre, dentro de mi cuerpo, descubriéndome, alimentándome hasta que ya no puedo mas de placer y confundo mi último suspiro con el suyo, con las rocas, con mi cuerpo que se queda tendido junto al otro, junto a la cama desordenada, frente al espejo que me refleja desnuda y laxa, dormida sobre el pasto asoleado del parque que a veces recuerdo.
Parques, Santiago,

Parque Lezama...

I

Tengo las manos manchadas y ásperas. El vaso con whisky también está manchado y casi se me resbala de los dedos. Me duele tanto el cuello que por poco me mata y entre los ojos se me ha fijado una luz blanca y redonda que hace rato empecé a usar como teleobjetivo.

No duermo. Ya no duermo desde que partió todo esto. Pero esa no es la peor parte. Miro de nuevo por la ventana y frente a mi el Parque Forestal relata un par de historias conocidas. La mujer del retrato me angustia.

II

Ayer me pasé un par de horas sentado frente a la tela. Puse al lado el dibujo original. El carbón se ha manchado mucho en estos años. Las facciones casi no se distinguen. El pie está. También está la cadena en el tobillo. El pelo largo se distingue entre borrones y de algún modo me permite resituar su rostro completamente desfigurado por el tiempo.

Después salí a caminar por el barrio. Hace frío. No se me ocurrió ponerme algo un poco más grueso.

He dado varias vueltas por el Forestal. Desde Pio IX hasta el Museo. Finalmente me senté en un banco, mirando hacia el río. Deben ser las 7 de la tarde y la gente comienza a sacar a sus perros. Recuerdo los parques de mi infancia y sin darme cuenta eso ordena algunos datos.

III

Soy un niño. Estoy con mi madre sentado en un banco de plaza. Detrás de mí, un hombre hace correr a un perro desde un extremo al otro del parque.

El hombre es viejo, debe tener más de setenta años y cojea del pie izquierdo. Casi no se mueve. Hace pequeños gestos, amagues, pero eso basta para que el perro largue un galope rápido en esa misma dirección.

Mi madre me dice que juegue en los columpios, pero yo estoy fascinado con el viejo que hace correr a su perro desde Defensa hasta casi llegar a Paseo Colón. No me atrevo a dar la vuelta, por eso lo miro de reojo, girando el cuello. El viejo me ve a mí. Sé que me ve cuando me giro para seguir el trote de su perro. No sé si es un vagabundo. Los linyeras no juegan con sus perros. Sólo los tienen. No hay linyera sin perro.

El parque Lezama se llena de viejos a esta hora. Son las cuatro de la tarde. Los viejos toman sol; Leen el diario; Juegan partidos de ajedrez, pero sólo un viejo sucio y medio linyera juega con su perro. Tal vez por eso me lo quedo mirando por tanto rato. Mi madre se enoja. Me dice que juegue en los columpios. Yo le digo que no la molesto en nada, ella me mira, creo que me va a retar, pero no me reta. Sonríe triste. No sé por qué quiere tanto que juegue en los columpios.

El viejo se fue. Caminando lento y con el perro correteando a unos metros de él. Atravesó despacio el Parque Lezama por el medio del pasto y cruzó la calle.

Yo lo miro fijo porque sé que se va a dar vuelta. El viejo cruza la calle. Justo cuando comienza a desaparecer por Caseros se da vuelta. Ya está muy lejos. No sé si me mira a mí o sólo al parque. Pero yo creo que me mira a mí.

IV

Desde que nos cambiamos de la casa de Caseros a Caballitos ya no volví más al Parque Lezama. Tenía diez años y aún no me dejaban tomar el colectivo solo. Ahora pienso que pude haberme escapado mil veces, sabía perfecto donde subir y bajar, pero esas cosas no se me ocurrían en ese tiempo. En cambio, a veces iba solo a Palermo. Me demoraba un par de horas en llegar, pero no tomaba colectivo. Enfilaba desde Goyena y Thompson pasando Nuñez hasta los parques. Me gustaba caminar solo por la orilla de los laguitos. Especialmente en Invierno. A veces, cuando tenía tiempo, llegaba hasta Belgrano. Me iba derecho por Pampa, y si tenía unos pesos me compraba un helado en Tucán. No eran buenos los helados, pero sí muy baratos. La heladería quedaba cerca de la línea del tren, y la línea del tren marcaba la frontera entre Palermo y Belgrano.

Fue en Belgrano cuando me di cuenta de lo del Parque Lezama. En realidad, no importa que sea el parque Lezama. Más bien es la mezcla de mis recuerdos del Parque con las cosas que me pasaron años después.

V

No sé bien por donde partir. Tal vez lo más claro sea continuar cronológicamente, pero si lo hago, me vuelvo a perder.

Hace unas semanas me llamó una galerista conocida para hacerme un encargo rarísimo. Tenía que retratar desnuda a una mujer a quien ni siquiera ella conocía. Era un trabajo para un coleccionista importante. El problema es que la mujer no podía darse cuenta. Debía hacerlo sin que ella lo notara.

¿Por qué acepté? También es largo, pero en ese momento lo principal fue la plata. La oferta era increíble.

VI

A la mujer que me pidieron retratar, la conocí mucho antes, sentado en un banco de Barrancas, en Belgrano. Yo debía tener quince años o algo así. En todo caso no mucho más que eso porque a los dieciséis mis padres decidieron regresar a Chile.

Estaba sentado en un banco, frente a la Iglesia que queda en el extremo de Barrancas, más allá del sector destinado a los perros. A mi derecha está Juramento y los autos se atochan. Deben ser las seis de la tarde. Yo dibujo la iglesia en un block de papel marrón. No sé si ya lo he dicho, pero en esa época quería ser arquitecto y me pasaba horas dibujando casas y edificios. Nunca dibujaba personas, me aterraban.

Salía de mi casa en Caballitos con los lápices y el cuaderno hasta encontrar un edificio que me interesara. Tampoco dibuja lugares conocidos. Me parecía un poco blasfemo. Cuando lo encontraba, me sentaba en un banco o en la misma calle y comenzaba a rayar y rayar, con cuidado. Desde muy chico he sido un obsesivo de las proporciones. En esa época me parecía lógico. No se me ocurría que las líneas hicieran algo distinto que reflejar la realidad como si se tratara de un modelo a escala. Hoy, en cambio, esa obsesión que de algún modo conservo me pesa como un tic.

Entonces estoy yo, el banco de la plaza y los autos del atochamiento. Se me está por ir la luz. También está la iglesia y sobre todo está el recuerdo de un libro. Quizá pocos recuerden este detalle, pero yo acababa de leerlo y no podía sacar de mi cabeza la Iglesia de Juramento. En el libro también está el parque Lezama y por eso lo menciono, sólo como una manera de notar las coincidencias, aunque el hecho de estar frente a la Iglesia no tuviera nada de casual.

Fue cuando me di cuenta que ya no podría seguir dibujando que la vi. Creo haber comentado que nunca había querido dibujar personas. Las cosas se quedan quietas y las personas, en cambio, siempre se están moviendo. Me confunden demasiado, hasta ahora, pero con los años uno aprende a vivir de otro modo con sus fantasmas. Para no joder, quedan sólo dos caminos, o los superas o te vuelves masoquista. En mi caso creo que las dos cosas vinieron juntas.

No hay más luz sobre mi cuaderno. Lo cierro y miro a mi alrededor para ver si encuentro un foco o algo. Me queda muy poco para terminar el dibujo y no sé cuando pueda volver. Podría tratar de inventar el resto, pero ya les dije, soy obsesivo con estas cosas.

A diez metros veo un banco sobre el que cae una luz redonda y amarilla. Camino hacia él pero a los dos pasos me doy cuenta que el banco está ocupado. No distingo muy bien la figura, pero si veo que es una mujer. Está sentada en la esquina, casi cayéndose. No puedo ver su rostro desde aquí, pero lleva una pollera larga y delgada que le cubre las rodillas y deja ver un pie blanco y apenas calzado por unas tiras de cuero. La falda es azul oscuro y lleva un sweater de cachemira crudo. Es otoño y Buenos Aires está húmedo. La mujer lee un libro, concentrada, no se mueve. Yo casi me arrastro hasta un costado. Nos separan unos tres metros. Veo su rostro. Un rostro que no podría haber olvidado.

No tengo ya memoria de cuantas mujeres he retratado, vestidas o desnudas desde ese día. No la volví a ver nunca más. Terminé mi retrato en pocos minutos y con la respiración entrecortada me escapé corriendo.

VII

La llamada fue un martes. Casi todo parte un martes. El lunes es día de muertos, sólo el martes parten las agonías.

Miro por la ventana de mi departamento hacia el Parque Forestal y respiro el aire frío de julio. Tengo en la nariz, pegado, el olor de los pomos de óleo. Estoy agotado. Llevo un mes casi sin salir del departamento, pintando por horas, pero sigo atrasado. Suena el teléfono. No sé si contestar.

- ¿Diga?

- Alberto, como estás, habla Ximena. ¿Cómo va la exposición?

Nos pasamos quince minutos hablando. Yo tratando de tranquilizarla y ella jugando a estar nerviosa. Ximena Cueto es la dueña de la galería en la que expondré mis primeros trabajos desde la vuelta a Chile. Debe andar por los cuarenta y tantos pero se conserva bien. Una vez le propuse pintarla y casi se murió de la risa - ¿Estás loco? Mi marido se separa ese mismo día- me dijo con una cara que duplicó mis ganas de verla desnuda.

- Alberto. Necesito juntarme contigo hoy. Tengo un encargo de un cliente. Es algo un poco rebuscado pero si llegamos a un arreglo los dos podemos ganar mucha plata.

VIII

La galerista acaba de salir por la puerta. Yo tengo en la mano una foto y un cheque. Me acerco a la ventana y la veo caminar hacia su auto estacionado justo bajo mi balcón. Hay gente que tiene suerte para todo, me digo, mientras ella abre la puerta y me hace chao con la mano. Debí bajar hasta el auto, la Ximena es muy fijada en esas cosas, pero yo casi no puedo respirar con la foto en mi mano.

VIII

La cosa después de todo no requiere tantas explicaciones. El coleccionista quiere un desnudo de la mujer de la foto. La mujer en la foto, sin ninguna duda es la mujer de Barrancas de Belgrano. Yo sudo y pienso que todo esto es un mal sueño, pero aquí tengo el cheque. Las instrucciones también son claras. No puedo intentar hacer trampa. No puedo inventar su cuerpo. El coleccionista la conoce muy bien y se daría cuenta de inmediato. Ximena dice que no sabe nada, pero es evidente que se trata de un ex amante.

En la foto ella está sentada en un café y se distingue perfectamente su rostro. Pero eso no importaría, también en la foto lleva una falda y veo su pie blanco a través de unas sandalias delgadas. Creo que es invierno.

Doy vuelta la foto, por instinto, y ahí está. Un nombre y una fecha escritos con letra desordenada. María Ines S. 26 de agosto de 1997. La Recoleta.

Se lo había preguntado a Ximena sin siquiera pensarlo. ¿Vive en Chile? Sí, pero tienes razón. Ella es argentina, lo único que sé es que vive acá desde hace unos 3 años. El cliente me dio una hoja con datos personales de ella, horarios, dirección todo lo que puedas necesitar. Es tan detallado que yo diría que contrató a alguien para que la siguiera. La Ximena estaba nerviosa. Super nerviosa. La hoja me la olvidé en la casa con el apuro, me dijo, mañana te la mando por Fax ¿tienes fax?

IX

Cuando algo me supera me tomo un Whisky. No es muy sano pero funciona. Hoy me he tomado tres.

Esta tarde la seguí. La esperé cerca de la puerta de su departamento desde las 6 hasta las siete y cuarto. Sabía que saldría.

No quiero hablar de ella. Si comienzo a describirla ya no podré hacer nada más. Ella es sólo un objeto. Un animal para el cazador. No me importa si existe o no. Yo tengo un encargo y un cheque que ya cambié. No importa que sea la mujer de Belgrano. Tampoco importa que sus tobillos se asomen bajo las faldas.

La mujer camina unos pasos hasta su estacionamiento. Yo prendo el motor de mi auto. Esto es absurdo. La adrenalina me sale por los poros. Estoy excitado y triste. Nada importa.

XI

La mujer de Belgrano, a quien aún no puedo llamar por su nombre, maneja despacio y con cuidado. Se nota que las calles no le son del todo familiares. Duda en las esquinas, se confunde y por fin estaciona el auto en Andrés de Fuenzalida. Yo me apuro en intentar un espacio, pero todo parece ocupado. Siento en el cuerpo una impotencia sorda. Se va a perder entre las calles. No sabré donde encontrarla.

Los minutos se alargan. Mis manos maniobran torpes. Casi en la esquina veo un auto salir. Ese es mi estacionamiento. Espero. A mi espalda un taxista se pega a la bocina para que avance.

¿Dónde estará?

Intento lo más obvio. El Tavelli del Drugstore. Camino despacio por la calle. Estoy tranquilo, ella estará ahí. Le gusta el café.


XII

Las primeras líneas sólo tratan de capturar lo evidente. Esa es la manera, aunque después todo cambie. Me dejo conducir por las primeras impresiones, los gestos, una mano que se mueve rápido para atrapar un mechón de pelo desde la frente y dejarlo suave tras la oreja. La inclinación del cuello, unos grados a la izquierda para rascar la barbilla contra el hombro.

Pero muy luego, ya todo eso se vuelve desechable. Cuando ya está en mi retina, puedo olvidarlo o recordarlo. Eso depende de muchas cosas. En cambio siempre me quedo en los detalles, los detalles me obsesionan. Una mano toma las hebras de pelo y las deposita leves sobre la oreja derecha. Los dedos, las uñas, los huesos de cada falange cobran vida.

Ella muerde el lápiz y anota datos en una agenda gruesa y forrada en cuero. Frente a sus ojos, un cortado doble y galletas. Está sola.

Yo me he sentado a tres o cuatro mesas de distancia y la repaso con cuidado. Desde aquí, estoy seguro, no me puede ver. Sin embargo no me atrevo a sacar la croquera para intentar algún perfil. Además, no vale la pena.

Al poco rato llega otra mujer a su mesa. Es muy alta. Se sienta dándome casi la espalda por lo que no puedo ver su cara. Tiene el pelo negro y largo, espalda angosta. Piernas extremadamente flacas.

Sin darme cuenta, comienzo a dibujar a la mujer de espaldas. La dibujo sin ropa simplemente como un ejercicio. Sus huesos se distinguen bien a través de la lana delgada. Los brazos, las manos, las piernas. Falsifico gran parte del dibujo, sin embargo mantengo su gesto. Sus dedos enlazados sobre la rodilla izquierda. La mujer tapa casi completamente el cuerpo de su amiga. Tal vez por eso me he dedicado a este ejercicio inútil.

De pronto, la mujer de espalda se da vuelta y me queda mirando directamente. Yo cierro la croquera con el mayor cuidado del que soy capaz y sostengo su mirada en un gesto completamente irresponsable y absurdo. La mujer me sonríe, como si me conociera. Tiene entre los labios un cigarrillo y desde su mesa me hace un gesto para que le preste fuego. Yo tomo el encendedor y me pongo de pie. El corazón me late, siento que es la oportunidad para acercarme a la mujer de Belgrano, para escuchar el timbre de su voz. Pero la mujer de espaldas se pone de pie ella. Avanza hacia mi y con el cigarrillo entre los labios delgados inclina la cabeza hacia la izquierda, se recoge el pelo y recibe con un suspiro lento la llama sobre el tabaco que cruje al prenderse. Yo miro a la mujer de Belgrano. Ella me mira y me sonríe como un gracias. La mujer de espaldas me dice gracias con voz ronca y vuelva a su lugar. Yo me quedo parado como un idiota por unos pocos segundos y vuelvo a mi silla.

Me siento un imbécil. Necesito conocer a esa mujer. Necesito una excusa. Pero no se me ocurre. Sería tan fácil si pudiera sencillamente pedirle que pose para mi. Podría decir que no, y yo podría insistir. Tal vez posaría, tal vez no posaría.

XIII

Aquí estamos. Por la cresta que tengo calor. Es casi las 9, la hora en las invitaciones decía las 7, espero que haya alguien. Entro a mi exposición. En la puerta veo a la Ximena con un vestido negro ajustadísimo. Los huesos de las caderas se le marcan sobre la tela y entre ellos puedo vislumbrar el monte de Venus bajo un vientre apenas agredido por la celulitis. Hay algunas cámaras de fotos. Hay harta gente conocida y otros clásicos desconocidos. La Ximena se me tira al cuellos y me dice al oído, un éxito mi amor, un éxito, tu quédate tranquilo que ya está vendida más de la mitad de la exposición.

Avanzo despacio palmoteando a los conocidos e inclinando la cabeza ante otros personajes, efusivos e ignotos . Frente a mi, junto a un cuadro grande que representa a una mujer vestida, una chica repasa el nombre y toma notas. Miro sus pantorrillas bajo la falda y siento una erección perfecta. Me acerco a ella, la saludo. Ella me reconoce. Yo me siento poderoso. Comenzamos a hablar idioteces. Yo me entero de datos irrelevantes sobre sus estudios mientras tomo notas mentales de su clavícula. De sus hombros. Su nombre es Francisca, lo que me cae bien. Me gusta ponerle a mis cuadros el nombre de la modelo y sólo tengo una Francisca. Ella será Francisca II. Me gusta como suena.
Por supuesto, no me acuesto con todas mis modelos. De hecho, me he acostado con pocas. Pero a veces funciona. Luego de hacer el amor me levanto y las dibujo mientras duermen. Se quedan quietas. Tan quietas.

Le doy a Francisca el brazo y comienzo a recorrer la exposición con ella. Hablo con la gente. Actúo. Me muevo bien. La presento a todo el mundo como si fuera alguien importante. Ella no cave en sí. Saluda. Contesta. Francisca es perfectamente adecuada. Su presencia no incomoda a nadie. Su voz fue ajustada por un maestro de música. Pongo mi mano sobre su cintura y siento en la yema de los dedos la textura de sus caderas. Respiro el aroma de su excitación.

Le pregunto a la Ximena. La Ximena me dice que sí. Que está todo bien. Soberbio. Que me puedo ir, que ya va quedando sólo el grupo de los que vinieron a comer. Que sí, que casi las tres cuartas partes.

Yo le sonrío a la Francisca y le pregunto. ¿Vamos?

Ella, toda perfección, contesta dulce y simple, sin que el aire le falte por un segundo... Claro. Vamos.

Caminamos juntos a través de la calle. Algunos últimos invitados se despiden desde la puerta. Abro la puerta de mi auto, Francisca se sienta. Me subo, prendo el motor y comienzo a moverme. En ese instante la veo. La mujer de Belgrano saliendo de mi exposición tomada del brazo de un hombre joven.

Ya es tarde para cualquier cosa. Simplemente no la vi. Llamo a la Ximena desde el auto. No sabe. Tal vez con alguien. No, no puede sospechar nada. Si, también ella lo encuentra raro. No, ella está completamente segura de no haberla invitado. Revisó personalmente todo. Bueno, tratará de averiguar, pero ella no quiere enredarse mucho en este cuento... Si, hablemos... felicitaciones... felicitaciones a ti, fue un gran éxito... disfruta tu noche... Si claro... un beso.
XIV

La Francisca es una delicia de mujer. Si yo no fuera tan pelotudo debería amarrarla a la pata de mi cama y no dejarla escapar nunca. Pero los fantasmas de cada uno son una carga con la que no queda más alternativa que lidiar.

Me quedé con su retrato en blanco y negro y la promesa de algún otro más sofisticado.

La Francisca sonríe desde el carboncillo con labios perfectos y cuello perfecto y cejas perfectas. A mi me duele la cabeza y me tomo un whisky.

La Francisca se fue temprano. Tenía clases a las 10.

Yo me levanté a las 4 de la tarde y llamé a la Ximena. Le voy a decir que renuncio. Que le voy a devolver la plata. Quiero dormir un año. Quiero retratar a una mesera del café del patio que me trató como las pelotas hace un par de semanas. Quiero dedicar algunas horas al día a mirar el techo y masturbarme con el retrato de la Francisca frente a los ojos.

XVI

Traté, pero no pude. La Ximena me rogó y me rogó que lo intentara. Y yo... que soy un pelotudo masoquista, no supe negarme con convicción, nunca puedo, ni siquiera en casos como este en que de verdad me hace mal comprometerme. No tengo la menor idea de cómo podría lograr ese retrato. Las coincidencias han comenzado a parecerme absurdas. Tal vez ni siquiera es la mujer de Barrancas. Tal vez ni siquiera me interesa el proyecto. Quiero recuperar la razón. Quiero ser el que soy cuando no estoy pensando en ella.

Pero aquí estoy, repasando la hoja que me envió la Ximena por fax para trazar el plan del día. Ella fue a mi exposición. Puedo volver a encontrarla y sencillamente acercarme. Decirle que la vi en la Galería, tratar de buscar una excusa. A estas alturas la única alternativa cuerda es llevármela a la cama. Todas las otras hipótesis implican un nivel de sofisticación que me supera o sencillamente están penadas con cárcel. Pero de verdad no creo que me la pueda. Esas huevas dependen de demasiadas cosas.

XVII

Sábado en la mañana. Poco más de las 9. Gimnasio. ¡¿Gimnasio?! Creo que desde que estaba en el colegio que no piso uno.

Este lugar no parece un gimnasio. Es una mezcla entre club de campo, mall y bar tecno. Nadie puede pagar esta cantidad de plata por hacer abdominales. Menos mal que no ando tan mal vestido. Creo que aquí podrían prohibirme hasta la entrada al edificio.

Desde el comienzo, todo es surrealista. Los muebles son de plástico, las escaleras y los muros son de plástico y las personas, también parecen lacadas, brillosas, untadas en aceites y sudores.

Una perfecta rubia platino me atiende desde un mostrador de diseño. Me explica que más que un gimnasio este lugar es un nuevo concepto integral, en que todo está pensado para incentivar el cuidado del estado físico y mental de los socios. Yo trato de pensar en mi estado físico y mental y se me revuelve la guata al recordar mi whisky al desayuno.

Mientras escucho, miro con recato los pechos de la mujer para sentenciar, luego, que los mismos son más producto de la tecnología médica que de las más avanzadas técnicas en materia de ejercitación de los músculos pectorales.
¿Podría conocer el lugar? Pregunto con aire indiferente.

Por supuesto señor, le pediré a alguien que lo acompañe.

No es necesario, puedo dar una vuelta solo.

No se preocupe señor, es nuestro trabajo. Por favor Ignacia, acompaña al señor a conocer las dependencias.

Las dependencias son metros y metros de salas de ejercicio. Mientras camino me siento en medio de una película de ciencia-ficción rasca. Miro hacia los lados y sólo veo maquinas psicodélicas, aparatos llenos de luces y pitos y miles de selenitas que se turnan respetuosos para usar los artefactos como si se tratara de un ritual milenario. Entre los pisos, rodeadas de espejos, se extienden grandes salas de aeróbica donde decenas de mujeres (y unos pocos hombres) se mueven, más o menos coordinadas, al ritmo de una música afro que por poco me induce a mover el cuello y las piernas hechizado por el compás.

Camino sin pensar. La mujer de Belgrano no calza en este lugar, y sin embargo ahí estaban las instrucciones. Miro, miro a mi alrededor devorando rostros y piernas y brazos, tobillos y pantorrillas, abdómenes lisos y cóncavos hasta que comienzo a marearme por la sobrestimulación de mis sentidos. La música continúa, yo camino.

En una de las vueltas en redondo por el piso, la famosa Ignacia se queda conversando con un tipo cuadrado y ancho. Yo aprovecho de escapar disimuladamente de su presencia. A ella no le parece importar mucho lo que pase conmigo y yo continúo caminando entre murallas redondas hasta que la pierdo de vista.

Doy varias vueltas por todo el lugar, hasta que mis ojos se quedan fijos en unos bíceps femeninos que levantan una pesa pequeña. Es ella. No hay duda. Siento que me falta el aire. Está sentada en una suerte de camilla angosta y negra, con los pies colgando hacia el piso y levanta concentrada una pesa azul de plástico. Su rostro está inclinado hacia el suelo y cada cierto rato sus dedos delgados corrigen mechones de pelo que caen sobre la cara. Toda ella es una persona nueva, aislada de este lugar. Completamente sola consigo misma. Al principio me costó reconocerla, lleva unos pantalones de lycra ajustadísimos y una polera sin mangas que deja al descubierto unos brazos delgados. Sin embargo su gesto es el de antes, el de los parques.

Me alejo un poco para mirarla sin ser visto. Ella continúa con su ritual por varios minutos, cambiado de mano de acuerdo a cierta lógica que no trato de comprender. Concentrada. Finalmente deja la pesa azul sobre la camilla y recoge una toalla blanca y chica que ha mantenido sobre la falda. Se seca el sudor y toma agua desde una botella blanca que dejó en el suelo. Estira las piernas y los brazos y se para. Yo me quedo distraido en su cuerpo. Esta pseudo desnudez de las telas delgadas y ceñidas me develan un cuerpo desconocido. Delicioso.

La sigo con la mirada sin moverme. Me he sentado en otra de estas tablas de ejercicio, tras una columna. Ella continúa su rutina seria. No habla con nadie, casi no se detiene. Pasa de una maquina a otra sin descansar. Yo a ratos creo perderla, pero no. Por ahí me encuentro con que en mi campo visual aún queda un brazo, y observo sus movimientos como si se tratara de una danza, hipnotizado por la precariedad de la imagen, por la infinidad de datos que obtengo de esa observación parcial, mínima, que hacen que por varios minutos toda ella se vuelva brazo. La miro, y mientras lo hago tomo miles de notas sobre cada músculo, sobre cada cambio en la tensión de su piel. Me detengo en sus dedos empuñando una barra, aferrándose. Luego, todo es abdomen, un abdomen que se contrae y relaja despacio, sin esfuerzo. Adivino cada marca en su cuerpo, cada destello. Las caderas se me han vuelto obvias, tengo en la mente un diagrama perfecto de cada curva de su cuerpo y mientras la miro, me miro. No sabe que estoy aquí, sé que no lo sabe. Nada importa. Podría correr al taller y dibujarla de memoria. Los errores serían mínimos. No necesito más para dibujarla, y sin embargo eso no sirve.

XVIII

La esperé tomando un batido de jugo de naranja, piña, plátano y hielo picado. De algún modo sabía que ella me vería. Me vio. Caminó desde un pasillo hacia la cafetería con el pelo mojado y un vestido violeta. Viene sonriendo. En las manos, un bolso de cuero en el que supuse, se escondían los vestigios de la mujer que había visto hacía un rato haciendo ejercicio. Cuesta entender como puede ser la misma. La miro mientras se acerca y mis sentidos logran intuir sus huesos.

Se me acercó y me saludó con un beso. Yo me paré para saludarla. Es esxtraño pero me siento tranquilo.

Estuve en tu exposición.

Sí, me parece haberte visto cuando me iba.

Si, saliste con una chiquilina muy lida.

Sí, Francisca se llama.

Yo me llamo María Inés.

Ya sé.

Un placer María Inés. Yo soy Alberto.

Ya sé.

Alberto el pintor.

Alberto el pintor, repetí.

Me gustan tus pinturas Alberto. Creo que tienen algo, como decirlo, como los indígenas que creían que las fotos les robaban el alma, entendés.

Entiendo.

Bueno, che, venís siempre a este gimnasio, me dice con ironía del plata.

No, es primera vez.

Por ahí te inscribís, me dice riendo.

No lo creo.

Bueno.

Andás en auto.

Sí.

Me podés llevar.

Claro.

El mío cayó al taller.

No hay problema.

Vivo cerca.

Aunque vivieras lejos.

Podría vivir muy lejos.

Ya sé.

¿Vos sabés todo no?

La que parece saber todo eres tú.

¿Me vas a pintas?

No sé si pueda.

Podés. Hoy habrías podido. Dejé abierta la puerta del camerino y estuve sola un buen rato.

No te entiendo, le digo mientras me sudan las manos y comienzo a entender.

Que ya no te queda tiempo y yo quiero mi cuadro, me dice con voz seria.

¿Tiempo?

¿Tiempo para qué?

¿Para pintarme?

Me voy mañana a Buenos Aires.

No te entiendo.

No importa, yo me entiendo. Además, vos también me entendés perfectamente.

Estoy re cansada. Mi idea es dormir un rato. Después podés entregarle el cuadro directamente a Ximena.

Osea,

Claro.

No me gusta estar consciente mientras me roban el alma, pero ya no nos queda tiempo. Por eso. Sos un poco lento.

¿Así que de eso se trata todo?

¿Te parece mal?

Raro

Raro, dice ella como si la palabra le pareciera curiosa. Rr..a..r..o..., raro

Sabés. Tenés que esperar a que me duerma.

Claro. Tu no te preocupes.

(continuará)

Naturaleza Muerta

I
Me carga relatar, me carga tratar de poner las cosas en palabras, porque al mismo instante en que las cosas salen de mi, dejan de ser lo que fueron. Distinto si quisiera hacer arte, ese es otro cuento, pero no, no me interesa, yo sólo tengo las cosas dentro de mi y las pienso y las rearmo. Pero a ratos ya no sirve, a ratos no funciona, y una se ahoga si no trata de sacar afuera lo que se queda atascado. Es buena metáfora. Imagino mi cuerpo o tal vez sólo mi traquea, con un pedazo de pan atascado y me doy cuenta que si no intento toser o levantar los brazos o tomar agua, me voy a morir ahogada por el pedazo de pan. Del mismo modo, tratar de ir adelante con estas palabras, es algo así como una terapia radical. Un levantar de brazos al mismo tiempo que se tose y se embucha el agua por el gaznate y se golpea el pecho. Dios, si sólo pudiera evitar que la mitad del líquido se me fuera hacia la nariz llenándome de mocos la garganta y los ojos.

No estoy llorando, es sólo el agua.

Me cuesta recordar los primeros días con Laura. Se me confunden sus ojos con el resto de las vivencias y con demasiadas palabras. Las dos casi adolescentes en nuestro primer día de Universidad. Los Jeans más gastados posibles, sin poleras blancas - por eso de las transparencias - y un montón de preguntas que creíamos listas para ser resueltas. Las resolvimos, estoy segura que contestamos todas y cada una. Pero ahora, vistas las cosas con un poco de espacio, no me queda tan claro si me repetiría el plato.

Eran otros tiempo, me repito para tratar de justificar tanta huevada junta, pero ni siquiera se trata de eso. Nada justifica haber estado tan equivocados, nada puede explicar que cada pregunta hecha tuviera adentro, desde el principio, la respuesta incorrecta. El hambre de existir era hambruna en esos años y algunos de nosotros no quisimos perdernos ni una miga. La bacanal fue corta y plana, sin bemoles, sin oberturas ni contrapuntos. Una sola pieza deslizada en pocas líneas y dirigida por el imbécil de turno.

Pero nada de eso tuvo que ver. Estoy segura. Esos tiempos pasaron y las heridas nos volvieron fuertes. Nadie se muere de farra ni de relativismos, porque lo nuestro no fue mucho más que eso, una pasadita por el relativismo total, justo a la hora en que se caían los muros y las murallitas.

Ahora estoy triste. Mucho más triste de lo que creí. El agua en mi nariz y en mi boca lleva brotando desde hace horas y mi cara parece un tomate rojo y amoratado. Traté de meter la cabeza en el lavatorio para despejarme, pero me asusté. Yo no. Laura siempre fue tan fuerte, pero yo no.

II

Me dejé caer sobre la cama como muerta. La cabeza me retumbó de inmediato, como si estuviera llena de gas, de agua. Como si no pudiera soportar esa presión sobre las sienes. Pero al final una siempre lo soporta. Esa es una parte bien jodida de todo esto. Hay ratos en los que las sensaciones físicas son tan intensas que una de verdad cree que de pronto simplemente no será capaz de aguantar más y el dolor se va a acabar. Pero no, la mayoría de las veces no funciona así y una se da vueltas y hasta se pega en el cuerpo para ver si desaparece esa sensación y cuando vuelves a probar, ahí está, igual que al principio.

El teléfono sonó por horas y horas pero no tuve ánimo de contestarlo. Apagué la grabadora anoche, no sé por qué pero menos mal. No quiero escuchar la voz de nadie tratando de levantarme. Mierda, las puedo oír .... Fernanda .... Fernandaaa, contesta ......te llamé a las 7 ... te llamé a las 8 y cuarto ..... feliz cumpleaños ..... ¡¡No!!, por Dios que no tengo ganas.

Como a las 9 y media me levante para tomar un vaso de agua. No había agua fría en el refrigerador así que me llené un vaso directo de la llave y le eché unos hielos. Cuando iba por la mitad me di cuenta que en fondo del vaso se había agrupado una especie de sarro espeso y medio blanco. No sé si del hielo o del agua. Esta huevá me podría matar, me dije tratando de tomarlo con buen humor y me prendí un cigarro. Puta la huevá, no me parece justa esta depresión. No quiero terminar igual que ella, de verdad no tengo sus motivos, aunque quisiera .... Pero es mi cumpleaños y no soporto estarlo viviendo.

III
Cuando Jorge se estaba vistiendo, anoche, no pude aguantar las ganas de decirle que en ese instante estaba cumpliendo 31. Miré el reloj y vi como los punteros nítidos tocaban paralelos las 12. Se lo largué como un comentario cualquiera, con humor, como si se tratara de una maldad de niña o de un desafío. Él me quedó mirando con ojos redondos, se sentía totalmente incomodo y trataba de buscar una manera de darme explicaciones por haberlo olvidado. Este tipo es un imbécil, pensé con pena, nos hemos visto 5 veces y obviamente no tenía como cresta saber que era mi cumpleaños, pero el muy huevón se quedó ahí, con su pelo corto, su cuerpo largo y flaco mirándome, con cara de ingenuo, dando explicaciones.

Se fue a los minutos, mirando la hora como una justificación y prometiendo flores. Yo me tapé con las sábanas, a pesar del calor y traté de entender por qué mierda había estado hasta hace unos minutos montada arriba de ese ser, soportándolo dentro de mi cuerpo.

Me pasa a veces que soy capaz de reproducir algunos instantes con exactitud. Nunca son largo, no más de 4 o 5 minutos de la película, pero lo logró en cada detalle, con sensaciones físicas, con aromas con tactos .... Jorge extendido sobre la cama. Mis manos un poco crispadas sobre su pecho, mis pechugas apenas colgando y con restos de sudor y saliva, mis piernas abiertas sobre ese cuerpo y mis caderas danzando y sintiendo el roce de sus pelos sobre mis nalgas. El huevón es bueno en la cama, eso es innegable... Pero me da tanta rabia que ese sea un motivo suficiente para acostarme con él.

Mi estomago siente que voy a acabar y me encanta saber que este huevón no es de los que arrugan. Me preparo, acomodo mi cuerpo para sentir más roce y aumento el rítmo. Él me toma las caderas con las manos sudadas y mueve mi cuerpo sin desconcentrarme. Cuando estoy a punto sube un poco sus piernas y quedo clavada, literalmente clavada ... Por un instante corto creo que la cagó, que voy a perder mi orgasmo, pero no, el muy maricón sabe hacer esta huevá y a los segundos siento esa sensación que me parte en el abdomen y que baja y se va desbordando por mis pechos y mis piernas ... siento que mis ojos están en blanco y que Jorge me mira ... me observa mientras acabo como quien observa una película porno ... Este huevón tiene una manera de mirarme que me calienta ... que me hace sentir ....

El huevón termina de arremeter y con una sincronía imbécil me pregunta si quiero seguir ... yo muevo un poco las caderas y me doy cuenta que no ... que estoy lista ..... termina le digo un poco jadeante ... y él me vuelve a acomodar ... me baja un poco y me penetra profundo y despacio dos o tres veces .... me duele un poco pero sé que no se va a demorar mucho ... a la quinta o sexta siento dentro de mi sus latidos y el semen que rebota contra el latex .... saca su pene con cuidado y me baja ....

Si Jorge se fuera corriendo, si fuera uno de esos parias que se dan vuelta y prenden la tele ... pero no ... el huevón se acomoda ... me hace cariño en la cabeza y juega un rato con mi pubis ... me hace cosquillas ... me da un beso largo ... espera que yo me relaje y me ofrece un cigarro ....

IV
Me metí en la tina por instinto .... tal vez como una manera de camuflar la necesidad de tocarme .... o de llamar a Jorge para decirle que nos veamos ....

Son las 10 y cuarto .... Dejé la puerta abierta para escuchar la radio .... Jorge no me interesa ... no es una excusa, lo juro, le he dado mil vueltas y sé que no me interesa. Pasarlo bien en la cama puede ser una buena razón para seguir viendo a alguien, pero no es la razón que me inspira ahora. El agua está exquisita, me podría quedar aquí un siglo ... mi piel blanca está super roja y no me importa que se me moje el pelo, que se esparza como una maraña de briznas amarillentas flotando en el agua... me encanta sentir que me quemo un poco ... me relaja.

Aquí en la tina me di cuenta de lo de Jorge. No se trata de que él esté casado, eso daría lo mismo, el problema es otro. Mientras pensaba en mi cumpleaños y en tratar de pasar un rato con él me di cuenta que si no lo llamara más ... o si me negara un par de veces él no insistiría . Eso está bien, claro, son las reglas del juego y fue bueno mientras duró, pero simplemente no tengo ganas de seguir jugando.

V

Ahora recuerdo que unas semanas antes, me encontré con Laura en el Café del Patio. Raro, se le veía bien pero andaba poco comunicativa. Me contó que había conocido a un Lama de verdad, ese día, a la hora de almuerzo y parecía completamente extasiada en la conversación que tuvieron. No entendí muy bien la manera como llego a conocerlo, al parecer la Ximena, que trabaja allá se lo instaló en la mesa. Un par de palabras, algo así como... este es el Lama ¿puede almorzar contigo? Parece que a Laura le pareció entretenido el personaje, aunque jura que era muy feo.

No hay nada peor que las fiestas de fin de año. Yo decidí que no iba a hacer ningún regalo, a nadie. Pero claro, que a mis sobrinos, que los niños no tienen por qué entender las manías de una y que después de todo mi mamá seguro me va a tener algo y cómo no llevarle por último una tontera ... y .... nada, como siempre me termino gastando la mitad de sueldo y el suculento aguinaldo de 20 lucas.

Las cosas pasan rápido. A veces demasiado rápido y quizá por eso es que no nos dejamos tiempo para sentir. No sé que puede tener que ver eso con mi encuentro con Laura pero ... la sentí lejos ... aún más lejos que de costumbre, como si el hecho de hablar con el famoso Lama la hubiera convertido en un ser especial, también a ella ....

Me imaginaba bien la escena. Laura sentada en el Restaurante con su vestido café, ajustado, a través del cual se dibuja nítida la forma de su cuerpo grande y bien hecho. El traste en su lugar, no perfecto ni duro, pero construido con las técnicas de antes y demarcado con unos calzones chicos que apenas se notan a través de la tela. Laura, sentada; Laura con un libro en la mano y almorzando sola, Laura arreglándose de vez en cuando el pelo castaño y lacio y ... el joven Lama, que según ella era joven y muy moreno, con rasgos orientales, hablándole del Everest como quien habla de un barrio en el que vivió de chico. Según Laura, el Lama sólo le daba importancia al frío del lugar .... O, si , Everest, yo estuvo muchas veces ... es lugar frío .... muy frío .... uno se acostumbra ....

Sé que hay una conexión entre la lejanía de Laura y el Lama, pero todavía no logro descubrirla completamente. Puede que no tenga nada que ver, que al contrario, esa haya sido una pequeña luz en mitad de todo, pero no sé. Ese día lo tengo marcado como el principio y me cuesta no culpar al enanito budista.

VI
¿Dónde encaja Santiago? No tengo idea. Antes del funeral de Laura lo había visto un par de veces. Ella me hablaba de él con un amor infinito, pero como si se tratara de un hermano chico. De uno de esos seres que sólo tienen sentido cuando sus vidas son relatadas por alguien fuerte, como Laura. Pero es raro, ese día en el cementerio hacía tanto frío y Santiago se me acercó desde atrás y me puso su chaqueta sobre los hombros. Dios sabe como me cargan esas huevadas, pero .... Puta, hacía tanto frío.

VII
Jorge se acaba de ir. Creo que esto fue una ruptura definitiva. Me da tanta risa. No tenía ganas de conversar así que me metí con él a la cama y me dejé arrastrar por mi cuerpo. Era delicioso saber que esa sería la última vez y jurármelo mientras cabalgaba ese cuerpo ya conocido me excitaba más. Saber que la próxima vez que lo viera lo trataría como a un conocido lejano, hacía mucho más sórdidas las imágenes de mi misma. Cuando estaba a punto de acabar pensé en Laura, en las piernas de Laura, en sus pechos, en sus caderas anchas, en su pelo castaño y la imaginé montada, como yo, sobre Santiago.

... Preferiría que no me llamaras más ...

Solté las palabras con toda tranquilidad mientras me lavaba la cara en el mismo baño en el que él, con el arma en la mano, trataba de apuntar al agujero y sostener la tapa del baño al mismo tiempo.

... ¿Qué dijiste? ...

El pobre hombre no podía verse más ridículo. Con el pene flácido entre los dedos y la mano agarrada de una tapa de Water celeste ...

... Que preferiría que dejemos esto hasta aquí ...

Me da lata darle más vueltas al resto. Sólo sé que disfrute cada segundo a partir de ese momento. Jorge sacudiéndose el pene ... Jorge lavándose las manos ... Jorge hablando ... Jorge preguntando ...

Yo con ojos de pena ... No me hagas preguntas, por favor. No tiene nada que ver contigo. Al contrario, he pasado momento lindos, pero creo que ya no me hace bien ...

El resto fue patético, como todo en Jorge... Se fue sin prisa. Me beso en los labios sin ganas ... miró de reojo mis tetas como un perro que quiere comer pero que no encuentra más hambre y ... salió. Han pasado dos meses y no he vuelto a cruzar una palabra con él. De vez en cuando me tiento a llamarlo, es cierto, pero sé que es gula y la gula es un pecado ¿o no?.

VIII

No quiero despertar y darme cuenta que nada ha cambiado desde la noche. No quiero tratar de abrir los ojos y darme cuenta que las palabras que dije o las que dijimos no sirvieron de nada. Me sentí culpable. Es tan cierto. Pero no me puedes pedir que me siga tratando como una cobarde. El día que lo supe no sentí pena. Eso vino después. Sólo sentí asco y culpa. Sé que no es justo, pero recuerdo que en alguna época nos dijimos la una a la otra que no nos mentiríamos. Tu ya no estás para decir nada. Pero yo aún te sigo hablando, aunque sólo sea desde una calle en la que de noche nos besamos borrachas y que sigue apareciendo en mis recorridos como si fuera nuestra iglesia.

No sé por qué lo hiciste. No quiero saber, aunque a cada rato me traicione y trete de imaginarlo, de buscar respuestas. ¿celos? No lo creo, nunca nos habíamos detenido en cosas tan vanas. Me tratas de decir que no tengo nada que ver con tu decisión. Te puedo ver sonriendo y chillando ...” no seas soberbia Fernanda, el mundo entero no gira para tus ojos” ...

Aprecio tu gesto, me encantaría estar segura, pero ¿como saberlo si te fuiste sin dejarme una señal? Sólo esa conversación absurda sobre el monje budista.

¿te habrás acostado con él?

Durante años nos reímos de nuestros amantes. Metidas en la cama tibia y con un café con leche nos pasábamos horas describiendo algún detalle sórdido; alguna novedad recién aprendida. Tu cuerpo grande y siempre ardiendo rozando mi piel delgada, casi transparente y mis pechos en punta. Dios, como disfrutaba el sabor de tu cuerpo. Nada, nunca, se le podrá comparar.

¿Te habrás acostado con el Lama joven y bajo y feo?

Por desgracia creo que no. Te faltó tiempo, te faltaron manos, el pobre se habría muerto ante la sola propuesta. Pero me encanta imaginar que sí, que te acostaste con el pobre Lama y que tuviste que indicarle con las manos y con gestos cada paso. Me lo imagino metido en tu cama, sudando como un perro, revolcando su cuerpo pequeño y tirante sobre tus carnes.

¿Si te hubieras acostado con el Lama habrías pensado en mi?

¿Te acuerdas que era parte de nuestro trato?

No existe la infidelidad entre tu y yo, me dijiste, sin quitar la mano perdida entre mis piernas. No te puedo dar más de lo que tengo. No me puedes dar más de lo que tienes, pero cuando estemos con un hombre, pensaremos en nosotras.

Puedo sentir tu voz en mi oído ese día. Puedo sentir aún tu mano devorándome por dentro, recorriendo mi interior con un mapa mental que ningún hombre es capaz de concebir ... Te lo juro, dije en éxtasis, y al acabar pensé en ti, con los ojos extraviados y montada sobre un macho.

IX

Santiago me invitó a comer el sábado. No sé por qué acepté. No tuve fuerzas para inventar una excusa y a él se le oía tan fresco, tan vivo. Faltan diez minutos para la diez y estoy sentada junto a la ventana con una copa de vino frente a mis ojos y un cigarrillo en los labios. Me costó mucho elegir la ropa. Pensé en ti mientras me la probaba. ¿Que te habría gustado?, ¿como habrías mirado mis tetas?
Sólo al final, cuando elegí la pollera larga y la blusa transparente pensé en él.

¿Te habrías puesto celosa si hubiéramos salido antes? Me gustaría creer que no, que no había nada vedado entre tú y yo, pero con Santiago siempre fue distinto. Nunca supe si fueron amantes. Conociéndote pensaría que sí, pero ustedes se veían tan distintos juntos. Yo siempre supe cuando un hombre había estado dentro de ti. Se les notaba en la cara, se les notaba en la manera de mirarte, pero con Santiago era difícil saberlo. Te tocaba como si supiera de tus rincones y, sin embargo, había demasiada belleza en sus ojos, demasiado desinterés. Puede que la respuesta sea el amor, pero esa palabra ha quedado tan atrás en mi vocabulario que me cuesta considerarla entre las alternativas.

Debo reconocerlo. Te mentí. Te mentí cien veces cada vez que me preguntaste. Sentí celos de Santiago, unos celos opacos y fétidos. Te odié por quererlo, por permitir que un hombre te mirara de esa manera, por abrir para él tus ojos y dejarlo entrar como si pudiera entenderte. Te odié por no haberme hablado de él como de todos los demás, por no atreverme a preguntar. Perdóname, tenías derecho a sentirlo, es sólo que yo me volví demasiado amarga con los años y a veces se me ocurría que cuando hacías el amor con él, y lo mirabas a los ojos y veías algo de lo que yo también he visto en sus ojos, tú ... tú no pensabas en mi.

X

Ya van 10 metros juntos. Santiago me saludó con cariño, sin corazas. Habría preferido una aproximación un poco más cruda pero él no parece saber de estas cosas. Me miró, de eso si estoy segura, me miró de arriba abajo antes de decir algo. Yo intenté atacarlo ... ¿qué pasa? ¿Tengo algo?

Pero no hay nada que hacer. Con razón Laura lo tenía como un monje, como un confesor, como un ángel de la guarda.

“Nada, ¿por qué? Estás muy linda, siempre me gustó esa falda. A Laura también le gustaba, me acuerdo que cuando te veía con ella me pegaba codazos para que te mirara el traste”.

Me gustaría odiar esa manera de refregarme su intimidad con Laura. Me gustaría estar enojada, despreciarlo, pero, cresta, en sus ojos veo que al hablar de ella su vida se nubla, igual que la mía, y eso nos acerca demasiado.

Auto ... puerta ... ventana ... cigarrillo ... radio ... silencio ... su mano sobre mi hombro ... sus dedos tocando mi pelo vuelto una maraña de paja amarillenta ... sus labios sonriendo ... mis labios sonriendo ... nuestros labios juntos en una luz roja ... sus ojos húmedos ... mis ojos estilando ... auto ... puerta ... su mano y la mía tomadas hasta llegar a la puerta del Restaurante ... pañuelo ... nariz ... ojos ... su brazo tomando el mío ... mi cabeza reclinada ... sus manos depositándome sobre la silla ... una risa natural desde sus labios... un remedo de sonrisa desde los míos.

XI

Las ideas de Laura sobre casi todo me asustaban. Lo de irnos juntas, irnos a vivir juntas, me parecía una locura. Nunca he estado con otra mujer y me cuesta pensar en otra. Con los hombres es diferente. Siempre he pensado que después de todo, una está hecha para recibir a un hombre dentro. Lo quiera o no. Pero estar con una mujer, en cambio, es algo espiritual. Es un abrir los ojos y lanzarse a un precipicio sin escalas, como si de pronto ya no hubiera otra alternativa y sólo lo disfrutas cuando ya es demasiado tarde para arrepentirse. Creo que fue la Durás la que habló de esto. Pero para ella era justo al revés. Los homosexuales no aman a nadie, sólo aman la homosexualidad. Que mierda sé yo. No sé si soy lesbiana, no sé si soy tan puta, sólo extraño a Laura. Cuando sueño, sueño con las piernas de Laura, con su piel sudada, con sus manos grandes que me recorren. Pero a veces, de noche y sin querer, sueño también con amantes de Laura. Le gustaba recomendármelos y disfrutaba como una niña cuando después, en la cama, podía compartir conmigo sus impresiones, sus teorías sobre cada uno.

Sé que ella dormía con otras mujeres. Pero ese era un tema del que no hablábamos mucho. Laura tenía una idea implícita de la intimidad que nunca pude entender del todo.

- Cuando estoy contigo, te amo más que a nadie. Eres mía hasta los huesos –

Palabras como esas salían de los labios de Laura sin explicación, sin rebalses, como si decirlo fuera un acto de honestidad pura, una variable de comunicación mínima. Pero para mi todo era diferente, para mi ella era mi lazo conmigo misma, mi razón de ser.

¿Si me pervirtió?

No lo sé. Si no me hubiera besado borracha en la entrada del pasaje Rosal, probablemente no habría conocido el sabor de una mujer, eso es cierto, pero que mierda ... Una no anda por la vida como una guagua de cuna ... A mi me gustó ... A mi me volvió loca ... Mi cuerpo se pegó al suyo con mucha más fuerza de la que soñé siquiera y entre mis piernas sentí de inmediato una humedad viscosa que se convirtió, muy luego, en mi homenaje para sus dedos.

XII

Me gusta dejarme llevar por las primeras impresiones. Adoro los prejuicios, me encanta dar una ojeada y apostar. ¡Te debes haber perdido un millón de cosas! Me decía Laura, pero no. La única manera de perder algo es saber, de algún modo, que se ha perdido, y yo jamás acepté nada de eso. Si me arrepentía de un juicio, lo reformulaba y listo. Pero me arrepentía poco y así no me perdía nada.

XIII

Trató de explicarme. Le dije que no hacía falta, pero insistió. Y hacía falta, por supuesto que lo necesitábamos. No llegamos a ninguna conclusión seria, pero desde esa primera vez comenzamos a intentarlo con sistematicidad, reiterando, repitiendo.

Él, Santiago, trataba de unir cabos sueltos con hilitos de información que yo no manejaba. Yo, al principio, hacía todos mis aportes desde la más descarada soberbia, dejando en claro que mis recuerdos y percepciones se basaban en una vida en común, en una comunión espiritual que él no podría soñar. Pero con él esas cosas tampoco resultan. El huevón no me competía, no entraba en mi juego y se limitaba a asentir cuando estaba de acuerdo con alguno de mis juicios o a suspirar con pena cuando mis recuerdos gatillaban sus propios recuerdos. Fueron tardes y noches largas. A la salida del diario yo recogía mi cartera apurada y casi no me despedía de mis compañeros. Nos juntábamos apurados, tratando de llegar siempre a tiempo, como si se tratara de un rito. Una colega nueva, casi recién salida de la escuela, nos encontró juntos en el café de siempre. Al otro día, un poco tímida, me preguntó si Santiago Matta era mi pololo. No pude aguantar la risa. De algún modo se me había olvidado que este huevón es un músico conocido, pero por sobre todo, se me había olvidado que los hombres y las mujeres tienen la costumbre de relacionarse como parejas. Ese día le comenté el asunto a Santiago y él también se río. Se río mucho, pero después me miró con ojos tristes, me tomó la mano y pude ver como le caían unas lágrimas delgadas por las mejillas.

XIV

Santiago está frente al piano. No conocía su casa. Es raro que no la conociera después de todo este tiempo, pero ya está. Aquí estoy frente a él. Una sala enorme en un barrio viejo y de moda. El piano de cola, sus dedos delgados, su rotro hermoso, infantil. Verlo tocar es una experiencia increíble. El par de veces que lo vi en el Municipal estaba frente a la orquesta, con una baqueta como único instrumento y si bien entiendo, porque no soy tonta, que el tipo influye en la música que oigo, es distinto.

Santiago me mira de vez en cuando. Se ríe. Le parece raro estar tocando al viejo Ludwig para mi. A ratos se detiene para hacerme algún comentario. Me explica y yo lo escucho. Continúa contando los compases, musitando, recorriendo cada peldaño hasta encontrar el tono. Tocando de memoria.

Había llegado de vuelta a Chile hacia un par de años, después de pasar 8 en Alemania. Llegó contratado como segundo director residente de la orquesta filarmónica de Santiago. Me cuenta que en esa época era feliz. Recién cumplía los treinta años y el aroma del viejo teatro le parecía delicioso. Tenía una gran cámara como estudio. Un buen piano. Envidia y respecto, en ese orden.

Desde el principio, una vez más... fíjate. La célula rítmica fundamental, cuatro notas, unísono, cuerdas, clarinetes, imagínalas en tu cabecita Fernanda, me dice con una ternura autoritaria que me hace sentir niña... La progresión ascendente terminará por estrecharse, fíjate, así, hasta penetrar en el tema... Santiago toca las teclas dejando espacios de tiempo, esperando cuerdas y vientos que sólo existen en su cabeza ... este es el tema segundo, Fernanda, violines y clarinetes, cuerdas graves, desgaste ... hasta el final. La misma célula, agravada, subrayada, femenina. Sí, femenina, Fernanda... Viejo sordo de mierda, dice entre resoplidos, mientras, como un destello, sus ojos se clavan en mi.

Santiago dejó de tocar... sin esperar una pausa ... se paró del piano. Caminó hacia mi. Me tomo por la cintura. Me llevó casi en andas hasta un sofá distante. Me besó. Era la segunda vez que nos besábamos. Me miró a los ojos, despacio, luego se inclinó hasta ponerse de rodillas y tomó con las dos manos el broche de mis pantalones. Yo lo miraba temblando... esperando... ardiendo....

Me desnudo con fuerza, casi sin cuidado. Yo, entre mordiscos, disfrutaba su crudeza. Desde hacía mucho que necesitaba que este huevón me tratara como una mujer. Pensé que incluso, si paráramos en este instante lo habría conseguido, tenía a Santiago como ella. Pero entonces lo miré a los ojos. Me quedé ahí, pegada, mucho rato, mientras el comenzaba a lamer mi cuerpo, y de pronto lo vi. Vi en sus ojos a Laura. Vi en sus facciones a Laura. Me sentí tan idiota. Me lo dije casi riendo, casi feliz... Huevona idiota, imbécil. Por Dios, sus facciones, su cara, sus gestos. Ella estaba por todas partes. ¿Por qué mierda nunca me lo dijo? Si era tan fácil. Alguna historia familiar extraña, algún pudor que se volvió misterio. Pero, cresta, si era tan fácil saberlo, tan fácil adivinarlo. No dije nada, me quedé muda pensando en tonteras. Los apellidos son puras huevás. Quien sabe como llegaron a ellos. Que vuelta de tuerca, que nombre supuesto...

Santiago me hizo el amor con fuerza. Mirarlo así, sobre mi cuerpo, me tenía enloquecida. Cambié de posiciones mil veces, lo disfruté como una niña. Creí amarlo, aunque eso no importara. Me sentí amada, y eso sí que importaba. Luego, me beso despacio y se paró desnudo. Caminó hasta el piano y se sentó.

¿Qué te pasó Santiago? Quise preguntar. Pero él ya estaba de vuelta sobre las teclas. Ya no tocaba a Bach. Tocaba una obra suya. No me lo dijo pero, a pesar de mi oído de tarro lo supe. Me había hablado de ella un par de veces pero yo no le había dado importancia. Supe que al hablarme de su obra estaba tratando de confesar este misterio un poco ridículo, pero nunca me gustaba dejarlo entrar en su terreno. Que idiota.

Los sonidos se repetían intensos. Con pasos dramáticos. Ternura, pasión, odio, miedo, fuego, infierno, cielo, paz... sus dedos. Sus dedos.

Junto al piano, una partitura escrita a mano. Su letra nerviosa. “Naturaleza Muerta: Opus 0”. Por Santiago Matta. En memoria de mi hermana Laura.


FIN

Primos segundos...

Era una tarde de Septiembre en un amplio departamento de Santiago de Chile. La familia sentada frente a la mesa toma el té. La niña mayor - que ya es mirada por los invitados del padre con ojos oblicuos a través del escote – no ha querido unirse a los hermanos menores que, gimoteando, han ido a parar a la mesa del pellejo...

El padre, hombre aún joven, mira hacia la ventana y respira el aroma verde del pasto mojado. Recuerda a través de ese aroma, el sabor de su tranquilidad. La madre... rubia y hermosa, camina despacio hacia la cocina moviendo con cuidado unas caderas por las que parece imposible imaginar que han pasado ya cinco hijos, gordos y rosados.

En la mesa hay hermanos de la madre, y amigos cercanos del padre. Hay un abuelo y ninguna abuela. Una de ellas está en la playa, visitando a una amiga. Las otras no sabemos.

La hija mayor ha conseguido por primera vez un lugar en la mesa grande y se ha mantenido muda y concentrada para no perder por ningún motivo su calidad de grande. Los tíos y tías le preguntan, y ella sonríe. Todo es perfecto. El padre habla a la madre con voz grave pero dulce, y la madre responde desde la cocina, o el pasillo o el borde mismo de la mesa... te lo traigo...

La sirvienta casi no ha mostrado la nariz. La madre sabe muy bien que este es uno de esos momentos íntimos en que es la dueña de casa quien debe servir la mesa. De pronto encuentra los ojos de su hija. Delgada y rubia, como ella, y le sonríe. La hija responde con los ojos abiertos y una sensación leve de sorpresa. No puede creer que le produzca placer el ser invitada a servir la mesa con su madre, y sin embargo, respira profundo y siente como la delgada piel del pecho se levanta inflamada de sensaciones.

La chica lleva una blusa celeste cerrada con hebras de hilo. La ha abrochado con prudencia, y sin embargo deja ver el nacimiento de dos pechos tiernos. La madre lleva un sweater oscuro, ambas, como si se tratara de un trato, llevan pantalones blancos.

Han comenzado a llegar unos pocos primos. Uno de ellos, de la edad de la hija mayor, viene como anfitrión de los menores. Han venido en busca de sus padres, pero se quedarán un buen rato hasta que estos decidan volver a sus casas. El muchacho mayor se encuentra con los ojos de la chica y sin casi darse cuenta, la recorre de arriba abajo, turbado. La muchachita se da cuenta de la mirada y sonríe con algo de vergüenza. El padre golpea al sobrino en el hombro y lo invita a sentarse en la mesa de los adultos. El chico casi se derrumba, aliviado, y ve cruzarse entre los hombres una mirada llena de orgullo. El muchacho viene de su entrenamiento de Rugby, recién duchado, pero aún con rastros del esfuerzo físico. Los más pequeños también han estado entrenando y se mueven a través de la sala rojos y sonrientes.

La hija mayor es enviada con un vaso de leche para el primo. El primo lo recoje de los dedos de la prima y mira hacia arriba para no encontrarse con esos ojos celestes. El padre sonríe a la madre. Son primos segundos. ¿Quién sabe? Pero es pronto. Por ahora sólo importa que crezcan sanos. Hermosos. Inmaculados.

La madre por fin se sienta. La hija termina de ajetrear hasta que se encuentra con la sirvienta, quien ha puesto una tetera con leche sobre la bandeja y se dirige a la mesa. La chica la toma con dulzura y se dispone a servirla, cuando encuentra gotas de leche en el borde, chorreando. Se da la vuelta, y con voz tranquila y dulce le dice a la sirvienta... Juanita, este jarro está sucio... cambie la leche por favor.

La madre sonríe sin decir palabras... el padre respira de orgullo... la chica no se da por enterada y simplemente espera el nuevo jarro, de pie junto a la cocina. Cuando llega a sus manos, da las gracias... Se devuelve... todo su cuerpo exhala perfume. Los adultos la observan con una mezcla de morbo y deleite... La pequeña, que jugaba hace unas horas con muñecas, comienza una metamorfosis lenta pero implacable frente a la mirada curiosa de los adultos.

Pero ella parece no darse cuenta de nada. Camina de vuelta hacia la mesa y vuelve a ocupar su lugar, junto al primo. Lo mira a los ojos y habla. Su voz se despierta. Canta y simplemente pregunta: ¿Jorge... quieres más té?

El chico se da vuelta y encuentra el rostro perfecto de la muchacha. Sólo en este instante es consciente de la belleza sobre humana de su pariente. Los demás hombres se dan cuenta del instante que está viviendo el chico y lo animan con cuidado... Tomate un té, cabro... Jorge inclina afirmativamente la cabeza y respira el perfume de las briznas doradas de cabello que caen sobre los hombros de la niña... mira de reojo a su propio padre... a su madre... todos hermosos, y piensa en los hermosos hijos que podrían tener juntos...

La chica, en el intertanto, ha vuelto a preocuparse de la cocina, pero esta vez, con gran ternura, ha caminado ella misma a atender a los primos menores... y mientas camina, mueve con prudencia las caderas, extiende los brazos... busca bandejas y escala almohadones...

Todo es hermoso en la tarde de Septiembre. Sin embargo, en medio de la serenidad parece abrirse una grieta enorme. Un movimiento que no dejará nada en su lugar. La madre se para de pronto, su rostro refleja el terror y la vergüenza de quién no sabe de terror ni de vergüenza. Corre al encuentro de la hija, la abraza y la lleva en vilo fuera del alcance de las vistas. El padre se vuelve pálido, y los invitados no saben que hacer. Al principio no lo notan, pero de pronto se vuelve evidente. El primo se para y se aleja de la silla antes usada por la Niña. Los tíos carraspean, las tías medio ríen hasta que una toma el sartén por el mango y exclamando algún rosario estira una servilleta sobre la mancha roja, dejándola yacer como un cadáver sobre el fondo blanco y mullido de una silla de caoba.

Dead Man Walking...

Lejos de la avenida el ruido de las calles se esparce como un murmullo de abejas. Un segundo antes de dar la vuelta por 27 Poniente, los transeúntes pueden mirar atrás y desde lejos divisar el mar humano que se reúne en Trafalgar casi esquina de La Rosa. El instante tiene algo de magia si el observador es detallista, pues casi al mismo tiempo que la vista pierde el sentido de la multitud, el oído deja de reconocer las voces para caer en ese zumbido informe que asemeja a un panal.

Lucas camina con paso lento por una calle lateral y el tumulto queda rápidamente oculto tras un pasaje pequeño en el norte de la América 4. Su paso quieto no permite distinguir a primera vista que el hombre que camina sabe que morirá en pocas horas. Es parte del juego, piensa en silencio. Nadie me pidió que lo intentara, nadie me ocultó las reglas, es sólo que de todas maneras nunca resulta fácil esta conciencia monótona.

Detrás de los muros que se van juntando en la zona de frontera, se escuchan sonidos nuevos. Tres cuadrantes al norte, más allá de la línea de despegue Lucas apura el paso y avanza casi corriendo hacia la entrada de un edificio de los nuevos. Frente a la puerta se detiene para mirar hacia arriba. Su cuello se estira tenso y con dificultar consigue vislumbrar el final de la edificación. Las puertas de cristal están abiertas de par en par lo que le produce una desconfianza, extraña, considerando las circunstancias irremediables.

Dentro del depósito de créditos, ubicado en la manga derecha, Lucas busca una tarjeta en la que ha anotado un número a la rápida. Programa la tarjeta con prisa y se dirige a tropezones a la entrada. Entre las puertas abiertas busca el lector óptico pero no lo ve por ningún lado. Revisa la tarjeta con cuidado, tratando de hacer las cosas con cautela. La dirección es correcta, el cuadro de comandos coincide, el área de lectura está flamante. El hombre mueve la cabeza hacia los extremos buscando una señal pero no ve nada. En circunstancias normales jamás se habría arriesgado a ingresar a un edificio de la Zona de Frontera sin el pase pero, después de todo, este es un día especial piensa sonriendo.

Camina despacio entre las hojas de cristal y cuando su cuerpo ha traspasado completamente la puerta, siente un leve zumbido en su medidor de presión. Dios, esto va en serio, dice en voz alta. El aire descomprimido le cierra un poco la nariz mientras avanza, pero aún está en uno de sus cuadrantes por lo que no debiera haber dificultades mayores. El piso del edificio es de genatrol, como en la mayoría de los edificios nuevos y la plantas de sus pies se deslizan con suavidad sobre los relieves que dan paso a las murallas circulares. Desde hace tiempo que no caminaba por muros de linalio por lo que los primeros pasos le resultaron algo incómodos, pero luego de unos veinte metros de duda prosigue la marcha con naturalidad. Al frente, justo antes de la clásica cámara de descompresión advierte una puerta abierta al costado derecho. Instintivamente se escabulle hacia el interior. El contratista le había advertido que tomara la puerta que está antes de la cámara. No dijo derecho izquierda pero ante la falta de alternativas le parece que las instrucciones fueron suficientes. Tras el marco de metal se abre un pasillo angosto y mal iluminado. Lucas camina despacio mirando los muros plateados mientras avanza hacia un débil resplandor que se vislumbra a unos 50 pasos.

Desde hace días que se ha conformado. De cierta manera no siente derecho alguno a culpar a alguien. Ni siquiera cree justo culparse a si mismo. Después de todo sus estudios en teoría clásica del comportamiento no sólo lo llevaron a condenarse de este modo absurdo, sino que a la vez debieran facilitarle los instrumentos para racionalizar este instante como corresponde.

No soy un subversivo, se dice con ironía. Nunca lo intenté aunque se me juzgue de otro modo. Todo lo que he hecho ha estado estrictamente dentro del sistema, jugando en el borde, recorriendo dudoso la frontera, pero por lo mismo confirmando aún más las reglas que nos rigen.

El Código de Procedimientos de emergencia fue necesario. Me parece del todo insoportable pero no niego ni por un segundo su utilidad. Por eso, para eso, trabajé tanto tiempo en las condiciones para su modificación. ¿Qué se creen? Nadie se pasa 15 años haciendo estudios sobre las consecuencias de la liberación de conductas si quisiera de verdad abolirlas sin más ni más. No, no fue así, aunque nadie me crea, reconozco su mérito, sé que la transición es difícil y que estamos expuestos a una anarquía inmanejable. ¿Qué puede tener que ver esa conciencia con la sensación física de agobio?

Frente al pasillo, justo antes de girar, Lucas encuentra una puerta cerrada. Toca instintivamente la manga para buscar la tarjeta pero se ríe de sí mismo. La puerta estará abierta, había dicho el contratista, y en efecto pudo abrirla sin dificultad. Al traspasar el umbral, recordó que debía respirar una última bocanada de aire limpio. Se lo había prometido. Tras su paso, la puerta se cerró sin ruido. Lucas pensó en confirmar si podría abrirla pero antes de hacerlo se dio cuenta que ese era un acto innecesario. Avanzó por el nuevo corredor hasta una sala vacía. En el centro, una mesa acolchada. Una especie de camilla enorme y sobre ella una joven vestida con una bata de hospital.

Lucas se detuvo un instante frente a la mesa y observó los ojos abiertos de la mujer. Su cuello recto y diminuto, sus manos apoyadas sobre la mesa en ángulo recto con los brazos y el pelo castaño y lacio que cae sobre los hombros blanquísimos. Por su mente, la de Lucas, se amontonan imágenes recobradas de un tiempo impreciso. Otras manos chiquitas, otros labios delgados. La mujer no ha abierto la boca más que para sonreír, pero está viva. Dios, piensa Lucas, tal vez más viva que ningún otro ser sobre la tierra.

El hombre comienza a girar alrededor de la mesa, contemplando los ángulos, las perspectivas, desentrañando las sombras casi imperceptibles de la silueta sobre la manta blanca, sobre los muros de linalio, sobre el piso de plistec barato. Sus botas producen un sonido vago mientras camina, como si se encontrara en una habitación del siglo pasado, y la mujer sonríe y de vez en cuando mueve la cabeza y se concentra en los ojos de Lucas, y lo escruta y le vuelve a sonreír. La mente del hombre se desenreda despacio. Por supuesto sabe de que se trata en teoría, pero duda incluso de su capacidad genética para completar el desafío. Se acerca despacio a la mesa y se ubica de frente a la mujer que los observa con calma. El resto es historia, los pies blancos y fríos de la mujer bajo la piel de las piernas de Lucas, el sudor desconocido de los abdómenes, la certeza impredecible de existir y sobre todo la humedad.

Lucas mira por última vez a la mujer que parece haber crecido infinitamente en estas horas, ella sonríe de nuevo con inteligencia y Lucas respira una bocanada profunda de ese aire infecto. La mujer abre los labios y por primera vez pronuncia una palabra. Su voz suena cristalina y con un rastro de jadeo que Lucas agradece.

¿Estás consciente que esto es un delito?

Lucas la observa y acaricia despacio ese mentón delicado por el que aún se cae una brizna de saliva.

Si, le responde con una sonrisa.... Claro que sí…

Pena de muerte, ¿no?