tag:blogger.com,1999:blog-13140956867020374422024-03-13T12:08:04.892-07:00CUENTOSUnknownnoreply@blogger.comBlogger14125tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-39764090263318053052007-01-12T20:33:00.000-08:002008-11-13T08:38:58.035-08:00Noche de Vampiros<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhoTzi_tZlC2T9VsTtZ9784EQS5DFgcIAdGJzx9r8XlNLTu7nNyKnMRl_as_n-DJ7cPEA_1x6S-uKHVFnMs8UlrBpVc2sDUAPVWgWOgpYV7EzvLPjm-fzpz7syNKgbEZINd6G5IHf3dNcba/s1600-h/vampiros.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5019373201573226946" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhoTzi_tZlC2T9VsTtZ9784EQS5DFgcIAdGJzx9r8XlNLTu7nNyKnMRl_as_n-DJ7cPEA_1x6S-uKHVFnMs8UlrBpVc2sDUAPVWgWOgpYV7EzvLPjm-fzpz7syNKgbEZINd6G5IHf3dNcba/s320/vampiros.jpg" border="0" /></a><br /><div><span style="font-size:78%;">Una rosa negra...</span></div><br /><div><span style="font-size:78%;">llora lágrimas negras...</span></div><br /><div><span style="font-size:78%;">sobre las líneas...</span></div><br /><div><span style="font-size:78%;">negras...</span></div><br /><div><span style="font-size:78%;">de sus ojos..</span></div><br /><div><span style="font-size:78%;">negros...</span></div><br /><div></div><br /><div>Avanza entre las calles sin mirar. Recuerdos. Piensa. Pero nada llega a su mente. Se ha bajado de la montura hace años. Pero no sabe bien, tampoco, cual es el nombre o el color de lo que siente. Una mujer se cruza en su camino y lo esquiva. Él no se da cuenta. Sólo escucha el sonido de la calle como si se tratara de un concierto. Sus ojos al mirar convierten cada detalle en una fotografía. Luego la guarda en algún lugar de la memoria. Sólo manchas. Formas. Cosas raras. El dolor lo ha anestesiado. Quieto. Quieto. Alguien a su lado hace ruido. Él mira. Siempre mira, aunque apenas recuerda quién es ese ser que lo acompaña.<br /><br />Es Londres, 1985. Primavera.<br /><br />Es primavera, eso lo recuerda, aunque recordar es un trabajo difícil, hace falta concentración y estar despierto, y él nunca está despierto ni concentrado. Le duele la cabeza. Por las tardes le ocurre eso, una punzada, justo sobre los ojos. Como un sombrero de copa afilado. Vamos, se dice tratando de ordenar un poco las cosas.<br /><br />Su nombre es Mateo Alvear, eso lo sabe. Camina despacio por Trafalgar Square hacia Wardour Street en medio del aire tibio de una noche que recién comienza. Es Lunes. No sabe mucho más.<br /><br />El rechinar de ruedas a su lado lo inquieta. Siente el roce de los cuerpos en el tumulto, tocándolo. ¿Ha dicho algo? Tal vez. No está seguro. A su lado, alguien se mantiene atento. No se logra alejar. Cree saber que su nombre es Paul. Lo mira con los ojos nublados. Paul es un chico pálido, maquillado, rubio y estúpido.<br /><br />Sí. Tiene que ser Paul Rainer, piensa, y baja los ojos. Claro. Claro. Paul Rainer. El nombre queda flotando. Pero en realidad todo siempre queda flotando. Ruuuun. Se da vuelta. Un automóvil pasa cerca y siente una estela de aire sobre la oreja izquierda. Los ojos se le cierran instintivamente. Mira nuevamente a Paul Rainer. Él lo mira de vuelta con los ojos embrutecidos. Le dice algo, Mateo no entiende. Tampoco quiere saber más. Está bien. Que se quede ahí, a su lado, tampoco le gusta estar tanto tiempo solo.<br /><br />Vuelve a abrir la boca. Este tipo es insoportable. ¿Comamos un Mc Donald? Dice. Mateo da vuelta el cuello y lo contempla. Ok, es cierto. Ahí está la tienda. A sus espaldas. Pero no puede siquiera pensar en masticar un pedazo de carne de vaca. Lo imagina. Manos. Pan tibio. Aroma a cebolla y pepiños. Carne de vaca estrujada y caliente. Siente como una bocanada de nauseas lo invade. Decide no contestar. Seguir caminando. Ya están cerca. Si Paul Rainer quiere comer cadáveres por él está bien. Pero nada ocurre. Simplemente giran en Wardour y Paul Rainer baja el rostro ofendido. Tu no me escuchas, ha dicho, pero Mateo tampoco responderá a eso. ¿Para qué?<br /><br />II<br /><br />Desde luego que hace falta, le habían dicho sus padres. Algo hay que hacer. Entonces surgió esta idea. Mateo la pensó durante semanas y luego consiguió que la psiquiatra lo recomendara. Así sería todo mucho más fácil, ¿No?. Para todos.<br /><br />Después, cuando estuvo seguro, cuando supo que vendría a esta ciudad se prometió no hacer nada tonto. Nada que lo echara a perder. Suficiente había pensado. Suficientes palabras de adultos y explicaciones y psiquiátras. Mateo es casi un niño. Pero no lo sabe. Jamás lo ha sabido. Ahora tampoco. Ahora mucho menos. Sólo acepta las cosas. Buenos días. Buenos Noches. Muchas Gracias. Todo eso lo dice como un autómata. También a Paul Rainer, su improvisado hermano en este improvisado intercambio estudiantil. Mateo Alvear, el mejor alumno de literatura inglesa en un colegio caro y repleto de literatura inglesa. Mateo Alvear, el pequeño Mateo es enviado de intercambio a un prestigioso internado para jóvenes ricos en Londres. ¿Se entiende?<br /><br />¿Algo así? Supongo. Es decir. Suponemos. Todo parece normal, aunque a Mateo Alvear nada le ocurre alrededor. Todo lo que pasa es sólo una replica de lo que le pasa a él, adentro, en algún punto de su voluntad que jamás sede. Le importa estar aquí, eso sí. Y escuchar como todo el mundo habla con ese acento rebuscado que él practicó día tras días, sólo por joder.<br /><br />Este es un buen lugar para él. No quiere echarlo todo a perder. Aquí, su rostro blanco que contrasta con los labios casi morados está de moda. Muy bien, piensa, esto está muy bien. Aunque él nunca ha usado maquillaje, como los demás, como Paul Rainer, que se pasa horas frente al espejo para obtener esa palidez pegajosa, una copia apenas tímida del blanco fantasmal de Mateo.<br /><br />Ya lo sabemos ¿no?<br /><br />Dos adolescentes caminan por Wardour Streer. Mateo Alvear ha llegado a la ciudad unos meses antes, sus padres lo han enviado en un programa de intercambio estudiantil. Para ver si mejora, piensan, para ver si es posible. Mateo, en cambio, no piensa. Su mente pasa. Camina por la calle Wardour escuchando el sonido que producen las suelas de sus zapatos sobre la piedra y los adoquines. De vez en cuando mira de reojo a Paul, quien se detiene en cada vitrina, para confirmar su aspecto, para corregir los mechones de pelo que caen sobre su frente, y palpar el maquillaje blanco que cubre su rostro. El delineador que dibuja sus párpados para darle aquel aspecto lloroso que añora, y que a Mateo no le hace falta.<br /><br />El cielo está despejado y corre un viento delgado y cálido. Londres no parece la ciudad brumosa de las postales, y el genero de las ropas negras que cubren a Mateo Alvear corre delicadamente por su piel. Lleva una camisa blanca, de seda, repleta de pequeños botones. Su cuello largo y lampiño se mantiene tieso, sosteniendo una cabeza cuadrada y simétrica. Mateo insulta las calles con su belleza. Nadie lo mira a los ojos. Escupe sus brazos largos y delgados, vomita en el rostro de los Punks, gritándoles justo encima de las orejas descubiertas, la angustia imposible de dos ojos perfectos, teñidos de petróleo.<br /><br />Pero es completamente incapaz de saberlo. Su mente está apagada. No existen espejos que lo reflejen, hace años que no se mira. Es por eso que nada le importa, es por eso que ahora se siente bien, aunque tampoco lo sepa. Hay palabras que no tienen sentido, ha pensado antes, también, mientras reflexionaba acerca de los motivos por los que llegó tan lejos. Los mismos por los que sus padres de entonces no pudieron más. Pero ya sus pasos los han llevado hasta Meard Street, ese oscuro callejón por el que las tribus de adolescentes vestidos de negro hacen su aparición en la noche, el lugar se llama Gossip, the dark heart of Soho… en la esquina de la calle Dean. Es noche de Batcave.<br /><br />III<br /><br />Cuando Mateo subió las escaleras del Club respiró profundamente. El aroma a sudor lo fascinó, a pesar de su mutismo, a pesar de los ojos que lo atraviesan intrigados se siente protegido. Sonríe y mira hacia los costados. La multitud lo contempla, pero el no lo ve. Los cuerpos se mueven para dejarlo pasar. Las chicas murmuran y se hablan al oído, mientras él intenta que su cabeza despierte, que el sonido de la música lo atrape. Se queda quieto unos instantes, esperando algo y por fin, ahí está, los bajos se estrellan estridentes contra su pecho. Siente el sonido en la garganta, en las manos en los ojos y la música lo conduce hacia arriba, hacia el tumulto.<br /><br />¡Mateo! Le dice una chica tomándolo del brazo. Es casi una niña, delgada y pálida, apenas maquillada. Lo mira con ternura, le habla al oído con voz infantil. Él por fin se da vuelta y la mira perdido, siente su mano aferrada a su brazo y recuerda por un instante las manos de su madre, sonriéndole despacio y llevándolo a la mesa del comedor para que comparta el té con la familia. Mateo no sabe quien es la chica que le habla. No recuerda nada de ese rostro, pero hay algo en ella que lo hace sentir mejor. Le sonríe y la toma de la mano. Si pudiera pensar, si sus ojos aún fueran capaces de traer a la mente imágenes claras, sabría que por la frente de la chica corren líneas de sudor salado que arrastran el maquillaje. Sabría que ha llorado. Que hace unas horas pensó en suicidarse. Si sus manos aún sintieran algo, podría saber que las manos de ella están húmedas y arden, pero nada de eso es posible. En su cabeza sólo resuenan voces que lo interrogan y una tristeza amarga que se le cuela hasta la garganta. Amarga y fría.<br /><br />Suben juntos al segundo piso. Desde los enormes parlantes ocultos, suena la música de Sex Grang Children. Mateo mira a la chica a los ojos y la besa. No necesita hacerse preguntas. Mucho menos tratar de comprender algo. Toma con una mano el cuello de la muchacha y acerca su cabeza sin dejar de mirarla. La chica tiembla. Sus labios se abren y por un instante el sabor amargo de su propia boca se diluye. Trata de distinguir el sabor que llega a su lengua. Canela. Piensa..<br /><br />IV<br /><br />Paul los contempla apoyado en un muro, moviendo la cabeza al ritmo de la música y se arregla el pelo. Mira de reojo la mano de Mateo, que toma firme la delicada cintura de la chica mientras camina hacia el bar. Pide un vaso de agua mineral. Nunca ha tomado alcohol. En realidad jamás ha probado algo más fuerte que la leche. ¿Para qué? Lo que lleva dentro es más que suficiente, y tampoco quiere apagarlo.<br /><br />Esta noche ha querido hacer algo distinto, aunque le es difícil saber de que habla. Tal vez se trate de la chica que lleva al lado. Tal vez otra cosa, completamente distinta. Si pudiera confiar en sí mismo, sabría que en realidad no la conoce. Que nunca antes han hablado, que la chica simplemente se ha vuelto loca por él y que después de llorar por horas ha decidido que si lo encuentra no lo dejará. Él no sabe que si la hubiera despreciado, ella habría caído al suelo frente a sus pies y se habría aferrado a sus piernas gritando y jurando que se mataría.<br /><br />Pero nada está planeado. Eso sí lo sabe bien. Ese es su único consuelo. Ya no hay más cuentos largos que sirvan para llenar de sentido la estupidez de otros. Batcave huele a sudor, la chica a su lado huele a maquillaje. Mateo jamás ha olido a nada que se pueda reconocer. Quizá huele a sí mismo. No es posible saberlo.<br /><br />Mira de nuevo a la chica, le grita algo al oído. Virginia, contesta ella sonriente, y lo besa en los labios. Él la toma por la cintura mientras intenta comprender cuanto depende la belleza de una cintura diminuta, de la manera en que las vértebras se quiebran bajo sus brazos. Tampoco lo logra y suspira impaciente. La besa con rabia. La lleva a un rincón y acaricia su cuerpo. No siente casi nada. Tal vez un sabor leve a canela. No le extraña que sus padres no entiendan nada. Después de todo, lo que ocurrió no fue tan grave. Pero para Mateo las palabras son toda. Las palabras tienen que tener algún sentido, y por eso ha leído toda su vida, sin parar. Por eso, hasta ahora, hasta que llegó a Londres, con su Inglés anquilosado de Macbeth, de Yeats, de Nabovok… de Williams, jamás se sintió parte de la realidad, jamás tuvo ni siquiera una idea de lo que eso pudiera significar.</div>Unknownnoreply@blogger.com6tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-32349691133373032242007-01-08T06:09:00.000-08:002008-11-13T08:38:58.309-08:00MIS CUENTOS<a href="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhhq4ujq95fLROQiv2NWUBPuYUZ0y8bfsf58W3cqlAmr4gonv9oD3Ej53zEejuz06ktHIZtGWWwF_ohyphenhyphenMLSfJ_K0nk1TWSBJIewtGgPY7XSdnV6y13r9oZd6SVV9V1A7H6z8zdZgg2BYR2/s1600-h/libros.jpg"><img id="BLOGGER_PHOTO_ID_5017665907081856098" style="FLOAT: left; MARGIN: 0px 10px 10px 0px; CURSOR: hand" alt="" src="https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhhhq4ujq95fLROQiv2NWUBPuYUZ0y8bfsf58W3cqlAmr4gonv9oD3Ej53zEejuz06ktHIZtGWWwF_ohyphenhyphenMLSfJ_K0nk1TWSBJIewtGgPY7XSdnV6y13r9oZd6SVV9V1A7H6z8zdZgg2BYR2/s320/libros.jpg" border="0" /></a><br /><div>En esta sección, podrán encontrar algunos de los cuentos que he escrito a lo largo de varios años. Mostrar lo que escribimos, es una forma de desnudarse... pero también, es la única manera de que las palabras cobren vida...<br /><br />Ojalá les gusten...<br /><br />Un abrazo<br /><br />Julián</div>Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-25395571015893358522007-01-08T05:51:00.001-08:002007-01-08T05:52:31.426-08:00Tras la puerta...Tras la puerta, me han dicho. Me dicen, tras la puerta. Duerme. Los ojos que me hablan, despacio, también me aterran. La boca que me habla, dulce, también me aterra. A veces creo que se matan. Que se dejan matar el uno al otro. Me encierro en mi cuarto y escucho los gritos. No siempre los distingo, aunque a mis años debería. Pero en esta oscuridad en la que me quedo, sólo permito la entrada del miedo y los gritos. Sus ojos en llamas me hacen cerrar la puerta. Aún no gritan. Me hablan despacio, pero cuando yo estoy solo, ellos sí gritan.<br /><br />Apago la luz y me siento sobre el piso. Bajo los pantalones siento la madera fría y hago rechinar los dientes. Me duelen, pero continúo, los muerdo, los choco unos contra otros hasta lograr que mis oídos . Los hago rechinar dando pequeños chillidos de ratón. Me frota las manos y luego toco la madera fría. El sudor las deja pegadas en el suelo, y las desprendo húmedas y me toco la cara y siento el olor de la cera roja que impregna todo. Me miro las manos, pero no hay manos, sólo oscuridad. Las pongo frente a mi nariz, tocando mis ojos, pero no veo nada. Más lejos está la luz. La luz viene desde allá. Miro a través de la rendija. No he hablado de la rendija. Hablaré luego de la rendija. La rendija por la que se escapa la luz de allá.<br /><br />A veces me dan ganas de mear. Pero el baño está del otro lado de la puerta. Ella se queja de esta casa. Sólo una puerta. Si no fuera por esa única puerta, dice, ya estaría loca. Él se calla la boca, la mira y sabe que esa puerta ya es algo. En otros días, cuando yo era más chico, no había ni puerta, y ellos me dejaban tapado bajo las sábanas mientras se desnudaban. Yo no sabía aún mirar, pero en alguna parte de mi conservo el recuerdo de los primeros gritos y de los olores. En esa época, ella saltaba más. Mordía más. Chillaba más. Luego resollaba, como una vaca.<br /><br />Todo está hecho de luz. Eso lo comprendí mucho antes de saberlo. Mis manos no existen cuando la ampolleta se ha apagado. Mis pies no existen, aunque los toque por debajo de los zapatos y los sienta, ahí, fríos y un poco hediondos. Existe el olor de los pies, también existe la humedad de mis manos. Pero nada más. Ni siquiera las manchas azuladas. Ni siquiera mis ojos.<br /><br />Cuando me quedo quieto, en estas noches de grito, siento como si todo el universo viniera a enseñarme. Tengo miedo, porque los gritos son la verdad. Tócame, dice ella. Suplica ella. EL la toca. A veces lo veo. Otras veces sólo lo intuyo. Poco a poco he comprendido y a veces lo distingo. Un silencio largo. Siempre hay un silencio largo de las bocas. Las manos aparecen en mitad de ese espacio de no palabras. Tócame las tetas dice ella. Él las toca. Muérdemelas, dice ella. Él las muerde.<br /><br />Sé que las toca y que las muerde, aunque no lo vea. Lo sé porque de otra manera, ella pediría más. El silencio se esparce, y los dientes se escuchan mordiendo la carne. Ella bufa. Se arquea. El la toma por los muslos. Aprieta los muslos por dentro, los rasguña, los abre y lame su sexo. A veces lo he visto, como si fuera una película. Arrodillado junto a la rendija. Luz. La luz me permite ver esa mata de pelos cruzada por una línea roja, espesa. Él se sumerge. La lame. Ella respira y late. Siento como su sexo late. Siento el sonido de los dientes que se restriegan contra el pubis...<br /><br /><br />A veces musito. Repito en voz baja las palabras que distingo, y las digiero sin agua. Las historias se repiten siempre. Ella se levanta la falda y él la toma por las ancas y se le acerca y le abre el escote y mete las manos hasta agarrar una teta blanca y con la punta rosada y transparente. Yo lo veo desde un rincón, sin que me oigan, y jadeo de miedo y de excitación. Me quedo callado, durante horas, musito. A veces repito las palabras en mi cabeza, o las muerdo, entre los dientes, y las palabras, ya sin sentido, se vuelven ruido. Así lo hago, los contemplo y los oigo. Escucho el sonido de las ropas que se abren y se caen.<br /><br />Desde la oscuridad en la que me inclino, arrodillado, veo sus cuerpos y creo que se matarán. Una sola palabra de más, pronunciada por cualquiera, y las manos dejarán de buscar carne para buscar cuello, y traquea. Ella se reclina, mirando hacia mi puerta. Mi puerta está semi abierta. Veo sus ojos encandilados y respiro tranquilo porque sé que en esos momentos pierde el sentido. Se inclina y los labios espuman, y la nariz resuena como una vaca en celos, y él la toma por las ancas y levanta la falda y la ataca, la duele, la mata una y otra vez hasta que los latidos de mi corazón se detienen. Ella llora y sonríe y bufa.<br /><br />Recuerdo las palabras. Odio, celos, lastre. El peso de sus cuerpos, describiendo, sílaba tras sílaba, aquello que no se dice. Me lo han dicho ya. Eso no se dice. Pero ellos lo nombran cada noche. Cada madrugada. Las formas de la piel apenas las conozco. Un pedazo de pierna apenas divisado a través de la rendija oscura que he dibujado con cuchillo en el borde mismo del marco de mi puerta. Eso es una pierna, la única forma de una pierna recortada por la rendija que he preparado para comprender los gritos. Un poco de sangre. Después de darse la mano. Después de morderse las orejas, como dos perros, un poco de sangre que ilumina el hueco delgado a través del cual contemplo el mundo. Su mundo.<br /><br />La luz me permite saber por qué temo la noche. La noche es la hora del miedo, y de los gritos. Ellos son la luz, yo estoy a oscuras. Sólo hay luz en la noche. Sólo importa la luz en mi noche.<br /><br />Debiera, tal vez, dejar una pequeña lámpara prendida sobre el piso. Sé que no lo notarían. Cierra la puerta, dicen, y con eso mi existencia también se cierra. Tal vez podría, entonces, dejar caer sobre las ropas de mi cama un brazo, y mirarlo, y luego compararlo con el brazo de él, que es mi padre, y saber que un brazo, desde este lado de la puerta, también puede iluminarse. Pero no lo hago. Tengo miedo de la luz sobre mi cuerpo, porque lo transformaría en algo conocido, y el cuerpo que conozco grita y bufa. Los brazos que conozco, toman y duelen. El espacio a veces se acorta, se desprende de un rincón y se adhiere a mi puerta. En ese instante, no veo nada. No veo la luz, aunque todo está más cerca. A ves se trata de la piel desnuda de ella, arrinconada contra mi puerta, tersa, blanca.<br /><br />Sin luz, no puedo saber que es piel de hembra, pero lo escucho. Trac, trac, trac... el golpear del culo de mi madre junto a mi puerta. Los oídos se me aguzan, se me parten, lo sé, se exactamente lo que hacen. Lo he visto. Lo he visto cuando la luz y la distancia me permiten dejar el ojo pegado contra la rendija y sus cuerpos, allá, a metros, se preparan para morir, nuevamente.<br /><br />Has estado con otra, dice mi madre. Y mi padre se ríe y da vuelta la cara y murmura... estás loca... y ella, aun joven, se muerde los labios porque decir aún, nombrar “aún”, es igual a decir antes, es igual a decir nunca.<br /><br />Te huelo, dice. Hueles a vinagre.<br /><br />Deja de canturrear, mujer, dice mi padre, y de pronto sus ojos se apagan.<br /><br />Has estado con otra, repite ella,<br /><br />Sí, dice él.<br /><br />Dime quién, dice ella<br /><br />Quién, dice él.<br /><br />Eres una mierda, dice<br /><br />Y él no dice. No dice nada.<br /><br />Te amo, dice ella.<br /><br />No ves que te amo.<br /><br />No veo, dice él.<br /><br />Mira, dice ella.<br /><br />Pero el que mira soy yo. EL que siempre mira, aunque no lo sepan. Soy yo.<br /><br />Has estado con otro, dice él.<br /><br />Ella sonríe. Se toca las tetas.<br /><br />¿qué crees tú, dice?<br /><br />Y él la mira, despacio, cansado.<br /><br />Has estado con otro.<br /><br />No, dice ella.<br /><br />Sí. Dice él.<br /><br />Ella sube las faldas. Desde aquí, veo su culo. El culo de mi madre, y siento vergüenza.<br /><br />¿Que crees tú? Dice ella.<br /><br />Te han tocado, dice él.<br /><br />Me han tocado, dice ella.<br /><br />Por qué, dice mi padre. Y sus ojos lloran.<br /><br />Por qué no, dice mi madre. Es que no me está permitido. Muchas veces, me tocan cada día. Cuando salgo de compras, cuando camino por la calle. Miles me rozan con sus cuerpos y con sus manos.<br /><br />Eres una imbécil, dice él, ya entre lágrimas.<br /><br />Tú eres un recuerdo, dice ella.<br /><br />Él llora, a gritos.<br /><br />Yo escucho. Me arrincono aún más. Antes no sabía bien lo que decían. Ahora lo sé, y por eso también lloro.<br /><br />Vete a tu cuarto, me dice mi madre, cuando él llega.<br /><br />Yo lo miro. Le sonrío.<br /><br />Él me mira. Me sonríe.<br /><br />Entro en la noche. Apago la luz. Me dejo caer sobre el piso y comienzo a besar la madera liza. La huelo. Cera, humedad, polvo. Pongo la lengua en las tablas, respiro. Huelo mi aliento. Mis ojos miran hacia la puerta cerrada, mi oreja se posa sobre el suelo. Iggggnnnnnn... una silla se arrastra... igggggnnnnnn...<br /><br />Me has matado, dice él.<br /><br />Has muerto, dice ella entre risas...<br /><br />Sácatelos, dice él.<br /><br />Ven por ellos, dice ella.<br /><br />Quítatelos tú, dice mi padre...<br /><br />Ella se ríe... tac, tac, tac...<br /><br />Sus pies corren, se alejan...<br /><br />Sácatelos mierda, quiero olerte...<br /><br />Encuéntrame, dice ella...<br /><br />Te dejaré matarme...<br /><br />Mátame tú, dice él...<br /><br />Yo no quiero escuchar más. Sé que alguna vez lo harán. Me inclino junto a la madera y continúo. Esta vez sé que lo harán. Han dicho, cierra bien, y yo he cerrado bien. Han dicho matar... y han reído.<br /><br />Dios. El silencio. Dios.<br /><br />Yo.<br /><br />El silencio.<br /><br />Ya no pueden. Ya no hablan. El se ha quedado bajo las faldas. En sus labios aún queda un rizo de pubis negro. La lengua afuera. Yo afuera.<br /><br />La luz. Todo es por la luz.<br /><br />No sé por qué.<br /><br />Hay sangre en mis manos.<br /><br />Ellos ya no se matan.<br /><br />Yo mato.<br /><br />Y desaparezco.<br /><br />Los miro al salir. Desnudos. Juntos.<br /><br />Sé que no hubo tregua.<br /><br />Eran torpes. Yo no.<br /><br />La luz, Dios. Como no lo supieron. Los amo. No podía dejarlos. Sonríen. Yo me condeno. Bajo las manos. Bajo las uñas. Somos todos iguales. A veces sólo nos falta luz.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-90411150449730049572007-01-08T05:43:00.001-08:002007-01-08T05:43:55.375-08:00Un parque entre las sábanas...A veces puedo recordar los parques. Me recuerdo sentada, jugando con el pasto entre los dedos y dejando a las hormigas furiosas deambular por mis piernas como haciendo carreras, como buscando atajos, como recuperando tiempo entre mis muslos y mis pantorrillas. También a veces, cuando está nublado, puedo recordar las tardes de otoño en las que me sentaba en el parque y dejaba que el tiempo fuera el acortador de espacios, el exterminador de penas, el que deambula por mis ansias y por mi piel.<br /> De pronto estoy en el parque sentada y a mi alrededor hay mucha gente que se arremolina a lo largo de los metros de pasto. Yo estoy jugando con palos de fósforo. Los prendo y contemplo como la llamita se desplaza, cae y se aleja por la madera. Miro el fuego y me pierdo entre las formas dibujadas como ciclos, como relieves, como desenfreno ambiguo que se estira y se encoge. A veces, mientras la llama termina de desplazarse, libre, por el diminuto pedazo de madera, me distraigo y me encuentro con un movimiento elíptico de mis dedos que al sentir la cercanía profunda del fuego, se contorcionan y arrojan lejos ese pequeño instante de infierno.<br /> En el pasto, la llamita canta una despedida lúdica, como una bailarina, se encoge, saluda y se esfuma de todo. Se esfuma de mi realidad y de mis dedos y de mi carne apenas herida y me deja aquí, con los dedos en la caja cuadrada, buscando nuevo palitos para encender.<br /> A veces en cambio, estoy aquí tan quieta que me largo a recordar historias imaginadas antes, historias desprendidas que me han atrapado o -resguardado- en días nublados, sentada en la cama deshecha, leyendo un libro o dibujando rayas con carbón o sólo mirando la televisión que me esparce.<br /> De pronto imagino que deambulo por mi cuerpo, que me recorro, reconociendo espacios, cayendo. Imagino esos momentos y mientras lo pienso, en realidad me recorro, me encuentro, me atrapo en los pliegues que no conocía, me distraigo las manos y desahogo clases de murmullos que no habían existido en mi piel o en mi garganta.<br /> Recuerdo entonces mi cuerpo tendido sobre la cama deshecha y me tambaleo sin prisas para intentar dormir, pero no duermo, mis manos insisten en reclamar mis brisas, mis manos insisten en recompensar mis escalofríos y mis vientos y tal vez la arena que se esparce entre mis ropas en algún día, casi inexistente, en el que me trepé sobre otro cuerpo y me llené de arena y polvo y pedazos de conchitas que se me metían por todas partes y me daban cosquillas.<br /> Mi cuerpo está tendido sobre la cama deshecha, y mis manos insistentes me toman por las caderas para trasladarme lejos del sueño, hacia el montón de arena suave que me eriza y me tironea despacio las ropas ceñidas que bloquean mis sentidos.<br /> Algo en esta cama deshecha me hace recordar el paisaje del que mis manos se inundan y con un ojo entreabierto puedo contemplar en el espejo mi cuerpo tendido. Lo observo despacio, con un cuidado distraído que me revuelve entera. Veo mi pelo negro y brillante atrapado en una cola apretada de las que me hago para dormir, y redescubro mi piel envuelta en una polera gastada, de un color impreciso que tal vez fue negro o gris oscuro y que ahora es de un color gris incomprensible, de un gris cualquiera, manchado, desteñido, con hoyitos redondos, como dibujados con compás. Veo como ese pedazo de tela cubre muy poco de mi piel tostada y por lo tanto vislumbro de inmediato mis brazos y mis manos tramposas que se pasean despacito por mi estomago, arremangando la tela gris y dejando ante mis ojos - que se buscan - la tela blanca (de un blanco hiriente), de estos calzones chiquititos que casi en broma aún me cubren.<br /> Algo me pasa al mirarme así, tan como de lejos, tan como si fuera a otra a quien estuviera mirando mostrar los calzones blancos y diminutos a una cámara desarmada que filtra tonos, movimientos y deseos.<br /> Entonces recuerdo. Recuerdo mientras miro de reojo mis dedos delgados escarbando en mis pliegues. Esta cama deshecha huele un poco a mar, a aire de mar y me revuelco entre las sábanas de la cama deshecha y siento las migas de unas galletas viejas que me trasladan de vuelta hacia donde mis manos insisten en llevar mis ganas.<br /> Estoy frente al espejo y la polera que me cubría la descorrí a tirones, como telón, como enjambre pasajero y ahora, casi desnuda, me sorprendo de vuelta en la arena suave. Mi pelo está suelto y desparramado y se le han pegado un montón de ramitas. Siento el peso de un cuerpo ajeno sobre mi cuerpo completamente vestido y otras manos me recorren y me entreabren con dulzura, con cuidado, sin preguntar y sin necesitar respuestas. Siento como la tela áspera de una chomba gruesa me impide sentir el calor de esas manos y me estiro para ser despojada de esa frontera, de esa trampa que me oculta. Mi cuello está húmedo se saliva y de sudor y de los olores que ese otro cuerpo me cede. Quiero sentir ese cuerpo mas cerca, quiero que se desbaraten de pronto todos los conjuros de tela que me atrapan y que me esconden.<br /> Las sábanas suaves las siento ásperas para recobrar esas sensaciones, y el espejo me devuelve un reflejo nuevo de mi cuerpo sudado y brillante. Veo mis piernas desnudas, mis muslos, mi vientre y mis manos que recorren circulares la curva de mis pechos redondos. Veo mis dedos flacos desordenar despacio mi pelo suelto y mis piernas que se estrujan apretándose con fuerza o abriéndose hasta sentir dolor.<br /> Veo entonces en el espejo el dibujo de mis ingles tensas al abrir las piernas y veo ese pedazo de tela diminuto que de vez en cuando acaricio, con los dedos, con las manos, con el brazo. Tomo con cuidado el borde del elástico, lo estiro y lo desplazo un poco hacia abajo hasta que alcanzo a observar el nacimiento del pubis, - ese enjambre de pelos negros, húmedos, desordenados que se van volviendo mas y mas tupidos a medida que mis ojos bajan y se sumergen -<br /> La sensación de mis dedos tibios se inunda de olor a mar, y me puedo ver estirada sobre la arena áspera. Unas manos suaves descorren por fin mis telas y siento como mis pechos liberados se anegan de besos y de lengua y de dedos. Me crispo completa, me estiro como gata, me sumerjo en mis sentidos y ahora soy yo la que busca piel, la que desplaza botones y broches y hebillas.<br /> Estoy tendida sobre la playa suave y aun tengo puestos esos jeans ásperos. El otro cuerpo está sobre mi y mientras acaricia mi cuello y mi nuca y mi pelo puedo sentir el calor de su pecho sobre el mío. Mis piernas se abren con angustia para sentir mas, para sentir mas cerca, para desparramar los jugos que han mojado las ropas. Me siento vencida por todos los flancos, ya no soy capaz de refrenar las ansias atrapadas, - casi angustiadas - y apurada, descorro el cinturón y zarandeo el botón duro y reacio de mis pantalones. El otro cuerpo se retira un poco para darme espacio, para permitir que me arrastre, para descubrir el propio cuerpo.<br /> Mientras mis manos bajan el cierre, él se ha levantado y sin cuidado se quita la ropa. Lo hace sin mirar, sus ojos no dejan ni un sólo momento de contemplar mi cuerpo, mis manos, mis cadera que se levantan para sacarme a tirones los pantalones demasiado ajustados. Levanto la cabeza y lo contemplo, está completamente desnudo y mis ojos recorren su cuerpo despacio, como sin querer terminar, como demorando instantes, apaciguando mi respiración encabritada.<br /> Recuerdo que sobre la cama deshecha, mi cuerpo está cubierto sólo por la tela de algodón claro que cubre mi pubis. Mis manos, sobre la arena, sobre las sábanas desordenadas y brillantes de humedad, se arrastran hacia mi cuerpo anhelante. Muerdo las hebras de mi pelo y acaricio con fuerza el monte que emerge triunfante bajo mi vientre. Con ambas manos tomo los elásticos y con un movimiento suave me desprendo de los últimos escudos.<br /> El espejo refleja mis piernas haciendo espasmos por abrirse aún mas y miro con deleite el tajo abierto que cruza mis pliegues. Mis manos recorren alternadamente la piel suave del mi abdomen, los pezones erguidos, maduros, erectos; la humedad selvática y olorosa que me cruza.<br /> Mientras tanto, el ser frente a mis ojos, sobre la playa, se ha inclinado para besarme, para recorrer con la lengua sedienta los espacios y los huecos y los murmullos sordos de mi interior. Se ha desplazado entre mis piernas y con los labios besa la tela delgada y empapada que aún se enrisca, que aún me aleja. Sus dedos juegan con los elásticos y con mis premuras; me enloquece con las manos y con los dientes mordisqueando, lamiendo, pellizcando en pausas cada labio, cada pecho, cada hueso.<br /> Sus brazos me levantan, me ponen de pie frente a ese mar que avanza y retrocede y con la mano extendida hunde los dedos en la tela suave, con cuidado. Despacito me gira y mientras estoy de espaldas a él, sus manos me recorren como nuevas, como ajenas, perdiéndose en cada orilla, en cada monte, en cada puente.<br /> Yo ya no he podido mantener mas la calma y casi sin darme cuenta he arrastrado el algodón blanco hacia abajo, hacia las piernas, bajo los pies, a la arena. Ahora, libre, puedo sentir su piel, su ser completo sudando junto al mío, y aprieto mis caderas y mis nalgas contra su cuerpo, contra su montaña alta y tibia.<br /> Quiero sentir sus manos por todas partes, quisiera encontrar mas huecos en mi cuerpo para que su cuerpo los colme, aferro sus manos y las restriego entre mis piernas; me abro, me flecto, la saliva escapa de mi boca y mi lengua busca esas manos húmedas para besarlas, para morderlas para lamerlas.<br /> El cuerpo me separa, me retira con suavidad y me contempla. Mi cuerpo que aún está sediento se mueve, se retuerce, musita frases cantadas, me enreda. Él, el otro, me contempla en silencio, me da la espalda desnuda y se dedica a recoger las ropas. Despliega chalecos y abrigos sobre la arena y se tiende. Se esparce sobre el camastro improvisado y me estira la mano. Yo delirante me aproximo. De pie sobre su cuerpo lo miro y despacio me monto sobre él. Al principio no se que hacer, por donde empezar, donde morder, que hueco llenar. Al poco rato el me toma por las caderas, me inclina y me penetra. Siento como todo en mi cruje, se arremolina, hierve, despega. Su boca repite murmullos y confesiones y signos, la mía sólo es aire, aire escapando de prisa, aire que se vuelve jadeo mientras siento su cuerpo entrar en mi. No quiero perder ni un segundo, mis ojos, los mismos que recuerdan el espejo que me refleja desnuda y delirante, me devuelven luces que encandilan. Mi cuello está torcido para observar mi carne que se abre bajo la mata de pelos negros, viendo como ese ser abstracto, con vida propia, se escabulle hacia adentro. Cierro por un segundo los ojos y el placer me mata, me tortura, me hace reír y llorar. Siento como ese cuerpo que está dentro de mi se encabrita y yo, domadora despierta, voy buscando ritmos, encontrando frases, recobrando augurios. Sus manos acarician mi cuerpo, sus labios besan mis pechos, mi cuello, sus dedos se clavan en mis nalgas, las amasan, les dan forma. Descubro mis labios pidiendo fuerza, pidiendo gritos, pidiendo escapes; descubro mi pubis restregándose, dichoso, abriéndose, girando.<br /> Los gritos y los gemidos llegan hasta el mar, el ruido de las olas se confunden con el ruido húmedo de mis entrañas y siento como si todo el mar estuviera en mi vientre, dentro de mi cuerpo, descubriéndome, alimentándome hasta que ya no puedo mas de placer y confundo mi último suspiro con el suyo, con las rocas, con mi cuerpo que se queda tendido junto al otro, junto a la cama desordenada, frente al espejo que me refleja desnuda y laxa, dormida sobre el pasto asoleado del parque que a veces recuerdo.<br />Parques, Santiago,Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-1173903047505160962007-01-08T05:37:00.000-08:002007-01-08T05:54:11.760-08:00Parque Lezama...I<br /><br />Tengo las manos manchadas y ásperas. El vaso con whisky también está manchado y casi se me resbala de los dedos. Me duele tanto el cuello que por poco me mata y entre los ojos se me ha fijado una luz blanca y redonda que hace rato empecé a usar como teleobjetivo.<br /><br />No duermo. Ya no duermo desde que partió todo esto. Pero esa no es la peor parte. Miro de nuevo por la ventana y frente a mi el Parque Forestal relata un par de historias conocidas. La mujer del retrato me angustia.<br /><br />II<br /><br />Ayer me pasé un par de horas sentado frente a la tela. Puse al lado el dibujo original. El carbón se ha manchado mucho en estos años. Las facciones casi no se distinguen. El pie está. También está la cadena en el tobillo. El pelo largo se distingue entre borrones y de algún modo me permite resituar su rostro completamente desfigurado por el tiempo.<br /><br />Después salí a caminar por el barrio. Hace frío. No se me ocurrió ponerme algo un poco más grueso.<br /><br />He dado varias vueltas por el Forestal. Desde Pio IX hasta el Museo. Finalmente me senté en un banco, mirando hacia el río. Deben ser las 7 de la tarde y la gente comienza a sacar a sus perros. Recuerdo los parques de mi infancia y sin darme cuenta eso ordena algunos datos.<br /><br />III<br /><br />Soy un niño. Estoy con mi madre sentado en un banco de plaza. Detrás de mí, un hombre hace correr a un perro desde un extremo al otro del parque.<br /><br />El hombre es viejo, debe tener más de setenta años y cojea del pie izquierdo. Casi no se mueve. Hace pequeños gestos, amagues, pero eso basta para que el perro largue un galope rápido en esa misma dirección.<br /><br />Mi madre me dice que juegue en los columpios, pero yo estoy fascinado con el viejo que hace correr a su perro desde Defensa hasta casi llegar a Paseo Colón. No me atrevo a dar la vuelta, por eso lo miro de reojo, girando el cuello. El viejo me ve a mí. Sé que me ve cuando me giro para seguir el trote de su perro. No sé si es un vagabundo. Los linyeras no juegan con sus perros. Sólo los tienen. No hay linyera sin perro.<br /><br />El parque Lezama se llena de viejos a esta hora. Son las cuatro de la tarde. Los viejos toman sol; Leen el diario; Juegan partidos de ajedrez, pero sólo un viejo sucio y medio linyera juega con su perro. Tal vez por eso me lo quedo mirando por tanto rato. Mi madre se enoja. Me dice que juegue en los columpios. Yo le digo que no la molesto en nada, ella me mira, creo que me va a retar, pero no me reta. Sonríe triste. No sé por qué quiere tanto que juegue en los columpios.<br /><br />El viejo se fue. Caminando lento y con el perro correteando a unos metros de él. Atravesó despacio el Parque Lezama por el medio del pasto y cruzó la calle.<br /><br />Yo lo miro fijo porque sé que se va a dar vuelta. El viejo cruza la calle. Justo cuando comienza a desaparecer por Caseros se da vuelta. Ya está muy lejos. No sé si me mira a mí o sólo al parque. Pero yo creo que me mira a mí.<br /><br />IV<br /><br />Desde que nos cambiamos de la casa de Caseros a Caballitos ya no volví más al Parque Lezama. Tenía diez años y aún no me dejaban tomar el colectivo solo. Ahora pienso que pude haberme escapado mil veces, sabía perfecto donde subir y bajar, pero esas cosas no se me ocurrían en ese tiempo. En cambio, a veces iba solo a Palermo. Me demoraba un par de horas en llegar, pero no tomaba colectivo. Enfilaba desde Goyena y Thompson pasando Nuñez hasta los parques. Me gustaba caminar solo por la orilla de los laguitos. Especialmente en Invierno. A veces, cuando tenía tiempo, llegaba hasta Belgrano. Me iba derecho por Pampa, y si tenía unos pesos me compraba un helado en Tucán. No eran buenos los helados, pero sí muy baratos. La heladería quedaba cerca de la línea del tren, y la línea del tren marcaba la frontera entre Palermo y Belgrano.<br /><br />Fue en Belgrano cuando me di cuenta de lo del Parque Lezama. En realidad, no importa que sea el parque Lezama. Más bien es la mezcla de mis recuerdos del Parque con las cosas que me pasaron años después.<br /><br />V<br /><br />No sé bien por donde partir. Tal vez lo más claro sea continuar cronológicamente, pero si lo hago, me vuelvo a perder.<br /><br />Hace unas semanas me llamó una galerista conocida para hacerme un encargo rarísimo. Tenía que retratar desnuda a una mujer a quien ni siquiera ella conocía. Era un trabajo para un coleccionista importante. El problema es que la mujer no podía darse cuenta. Debía hacerlo sin que ella lo notara.<br /><br />¿Por qué acepté? También es largo, pero en ese momento lo principal fue la plata. La oferta era increíble.<br /><br />VI<br /><br />A la mujer que me pidieron retratar, la conocí mucho antes, sentado en un banco de Barrancas, en Belgrano. Yo debía tener quince años o algo así. En todo caso no mucho más que eso porque a los dieciséis mis padres decidieron regresar a Chile.<br /><br />Estaba sentado en un banco, frente a la Iglesia que queda en el extremo de Barrancas, más allá del sector destinado a los perros. A mi derecha está Juramento y los autos se atochan. Deben ser las seis de la tarde. Yo dibujo la iglesia en un block de papel marrón. No sé si ya lo he dicho, pero en esa época quería ser arquitecto y me pasaba horas dibujando casas y edificios. Nunca dibujaba personas, me aterraban.<br /><br />Salía de mi casa en Caballitos con los lápices y el cuaderno hasta encontrar un edificio que me interesara. Tampoco dibuja lugares conocidos. Me parecía un poco blasfemo. Cuando lo encontraba, me sentaba en un banco o en la misma calle y comenzaba a rayar y rayar, con cuidado. Desde muy chico he sido un obsesivo de las proporciones. En esa época me parecía lógico. No se me ocurría que las líneas hicieran algo distinto que reflejar la realidad como si se tratara de un modelo a escala. Hoy, en cambio, esa obsesión que de algún modo conservo me pesa como un tic.<br /><br />Entonces estoy yo, el banco de la plaza y los autos del atochamiento. Se me está por ir la luz. También está la iglesia y sobre todo está el recuerdo de un libro. Quizá pocos recuerden este detalle, pero yo acababa de leerlo y no podía sacar de mi cabeza la Iglesia de Juramento. En el libro también está el parque Lezama y por eso lo menciono, sólo como una manera de notar las coincidencias, aunque el hecho de estar frente a la Iglesia no tuviera nada de casual.<br /><br />Fue cuando me di cuenta que ya no podría seguir dibujando que la vi. Creo haber comentado que nunca había querido dibujar personas. Las cosas se quedan quietas y las personas, en cambio, siempre se están moviendo. Me confunden demasiado, hasta ahora, pero con los años uno aprende a vivir de otro modo con sus fantasmas. Para no joder, quedan sólo dos caminos, o los superas o te vuelves masoquista. En mi caso creo que las dos cosas vinieron juntas.<br /><br />No hay más luz sobre mi cuaderno. Lo cierro y miro a mi alrededor para ver si encuentro un foco o algo. Me queda muy poco para terminar el dibujo y no sé cuando pueda volver. Podría tratar de inventar el resto, pero ya les dije, soy obsesivo con estas cosas.<br /><br />A diez metros veo un banco sobre el que cae una luz redonda y amarilla. Camino hacia él pero a los dos pasos me doy cuenta que el banco está ocupado. No distingo muy bien la figura, pero si veo que es una mujer. Está sentada en la esquina, casi cayéndose. No puedo ver su rostro desde aquí, pero lleva una pollera larga y delgada que le cubre las rodillas y deja ver un pie blanco y apenas calzado por unas tiras de cuero. La falda es azul oscuro y lleva un sweater de cachemira crudo. Es otoño y Buenos Aires está húmedo. La mujer lee un libro, concentrada, no se mueve. Yo casi me arrastro hasta un costado. Nos separan unos tres metros. Veo su rostro. Un rostro que no podría haber olvidado.<br /><br />No tengo ya memoria de cuantas mujeres he retratado, vestidas o desnudas desde ese día. No la volví a ver nunca más. Terminé mi retrato en pocos minutos y con la respiración entrecortada me escapé corriendo.<br /><br />VII<br /><br />La llamada fue un martes. Casi todo parte un martes. El lunes es día de muertos, sólo el martes parten las agonías.<br /><br />Miro por la ventana de mi departamento hacia el Parque Forestal y respiro el aire frío de julio. Tengo en la nariz, pegado, el olor de los pomos de óleo. Estoy agotado. Llevo un mes casi sin salir del departamento, pintando por horas, pero sigo atrasado. Suena el teléfono. No sé si contestar.<br /><br />- ¿Diga?<br /><br />- Alberto, como estás, habla Ximena. ¿Cómo va la exposición?<br /><br />Nos pasamos quince minutos hablando. Yo tratando de tranquilizarla y ella jugando a estar nerviosa. Ximena Cueto es la dueña de la galería en la que expondré mis primeros trabajos desde la vuelta a Chile. Debe andar por los cuarenta y tantos pero se conserva bien. Una vez le propuse pintarla y casi se murió de la risa - ¿Estás loco? Mi marido se separa ese mismo día- me dijo con una cara que duplicó mis ganas de verla desnuda.<br /><br />- Alberto. Necesito juntarme contigo hoy. Tengo un encargo de un cliente. Es algo un poco rebuscado pero si llegamos a un arreglo los dos podemos ganar mucha plata.<br /><br />VIII<br /><br />La galerista acaba de salir por la puerta. Yo tengo en la mano una foto y un cheque. Me acerco a la ventana y la veo caminar hacia su auto estacionado justo bajo mi balcón. Hay gente que tiene suerte para todo, me digo, mientras ella abre la puerta y me hace chao con la mano. Debí bajar hasta el auto, la Ximena es muy fijada en esas cosas, pero yo casi no puedo respirar con la foto en mi mano.<br /><br />VIII<br /><br />La cosa después de todo no requiere tantas explicaciones. El coleccionista quiere un desnudo de la mujer de la foto. La mujer en la foto, sin ninguna duda es la mujer de Barrancas de Belgrano. Yo sudo y pienso que todo esto es un mal sueño, pero aquí tengo el cheque. Las instrucciones también son claras. No puedo intentar hacer trampa. No puedo inventar su cuerpo. El coleccionista la conoce muy bien y se daría cuenta de inmediato. Ximena dice que no sabe nada, pero es evidente que se trata de un ex amante.<br /><br />En la foto ella está sentada en un café y se distingue perfectamente su rostro. Pero eso no importaría, también en la foto lleva una falda y veo su pie blanco a través de unas sandalias delgadas. Creo que es invierno.<br /><br />Doy vuelta la foto, por instinto, y ahí está. Un nombre y una fecha escritos con letra desordenada. María Ines S. 26 de agosto de 1997. La Recoleta.<br /><br />Se lo había preguntado a Ximena sin siquiera pensarlo. ¿Vive en Chile? Sí, pero tienes razón. Ella es argentina, lo único que sé es que vive acá desde hace unos 3 años. El cliente me dio una hoja con datos personales de ella, horarios, dirección todo lo que puedas necesitar. Es tan detallado que yo diría que contrató a alguien para que la siguiera. La Ximena estaba nerviosa. Super nerviosa. La hoja me la olvidé en la casa con el apuro, me dijo, mañana te la mando por Fax ¿tienes fax?<br /><br />IX<br /><br />Cuando algo me supera me tomo un Whisky. No es muy sano pero funciona. Hoy me he tomado tres.<br /><br />Esta tarde la seguí. La esperé cerca de la puerta de su departamento desde las 6 hasta las siete y cuarto. Sabía que saldría.<br /><br />No quiero hablar de ella. Si comienzo a describirla ya no podré hacer nada más. Ella es sólo un objeto. Un animal para el cazador. No me importa si existe o no. Yo tengo un encargo y un cheque que ya cambié. No importa que sea la mujer de Belgrano. Tampoco importa que sus tobillos se asomen bajo las faldas.<br /><br />La mujer camina unos pasos hasta su estacionamiento. Yo prendo el motor de mi auto. Esto es absurdo. La adrenalina me sale por los poros. Estoy excitado y triste. Nada importa.<br /><br />XI<br /><br />La mujer de Belgrano, a quien aún no puedo llamar por su nombre, maneja despacio y con cuidado. Se nota que las calles no le son del todo familiares. Duda en las esquinas, se confunde y por fin estaciona el auto en Andrés de Fuenzalida. Yo me apuro en intentar un espacio, pero todo parece ocupado. Siento en el cuerpo una impotencia sorda. Se va a perder entre las calles. No sabré donde encontrarla.<br /><br />Los minutos se alargan. Mis manos maniobran torpes. Casi en la esquina veo un auto salir. Ese es mi estacionamiento. Espero. A mi espalda un taxista se pega a la bocina para que avance.<br /><br />¿Dónde estará?<br /><br />Intento lo más obvio. El Tavelli del Drugstore. Camino despacio por la calle. Estoy tranquilo, ella estará ahí. Le gusta el café.<br /><br /><br />XII<br /><br />Las primeras líneas sólo tratan de capturar lo evidente. Esa es la manera, aunque después todo cambie. Me dejo conducir por las primeras impresiones, los gestos, una mano que se mueve rápido para atrapar un mechón de pelo desde la frente y dejarlo suave tras la oreja. La inclinación del cuello, unos grados a la izquierda para rascar la barbilla contra el hombro.<br /><br />Pero muy luego, ya todo eso se vuelve desechable. Cuando ya está en mi retina, puedo olvidarlo o recordarlo. Eso depende de muchas cosas. En cambio siempre me quedo en los detalles, los detalles me obsesionan. Una mano toma las hebras de pelo y las deposita leves sobre la oreja derecha. Los dedos, las uñas, los huesos de cada falange cobran vida.<br /><br />Ella muerde el lápiz y anota datos en una agenda gruesa y forrada en cuero. Frente a sus ojos, un cortado doble y galletas. Está sola.<br /><br />Yo me he sentado a tres o cuatro mesas de distancia y la repaso con cuidado. Desde aquí, estoy seguro, no me puede ver. Sin embargo no me atrevo a sacar la croquera para intentar algún perfil. Además, no vale la pena.<br /><br />Al poco rato llega otra mujer a su mesa. Es muy alta. Se sienta dándome casi la espalda por lo que no puedo ver su cara. Tiene el pelo negro y largo, espalda angosta. Piernas extremadamente flacas.<br /><br />Sin darme cuenta, comienzo a dibujar a la mujer de espaldas. La dibujo sin ropa simplemente como un ejercicio. Sus huesos se distinguen bien a través de la lana delgada. Los brazos, las manos, las piernas. Falsifico gran parte del dibujo, sin embargo mantengo su gesto. Sus dedos enlazados sobre la rodilla izquierda. La mujer tapa casi completamente el cuerpo de su amiga. Tal vez por eso me he dedicado a este ejercicio inútil.<br /><br />De pronto, la mujer de espalda se da vuelta y me queda mirando directamente. Yo cierro la croquera con el mayor cuidado del que soy capaz y sostengo su mirada en un gesto completamente irresponsable y absurdo. La mujer me sonríe, como si me conociera. Tiene entre los labios un cigarrillo y desde su mesa me hace un gesto para que le preste fuego. Yo tomo el encendedor y me pongo de pie. El corazón me late, siento que es la oportunidad para acercarme a la mujer de Belgrano, para escuchar el timbre de su voz. Pero la mujer de espaldas se pone de pie ella. Avanza hacia mi y con el cigarrillo entre los labios delgados inclina la cabeza hacia la izquierda, se recoge el pelo y recibe con un suspiro lento la llama sobre el tabaco que cruje al prenderse. Yo miro a la mujer de Belgrano. Ella me mira y me sonríe como un gracias. La mujer de espaldas me dice gracias con voz ronca y vuelva a su lugar. Yo me quedo parado como un idiota por unos pocos segundos y vuelvo a mi silla.<br /><br />Me siento un imbécil. Necesito conocer a esa mujer. Necesito una excusa. Pero no se me ocurre. Sería tan fácil si pudiera sencillamente pedirle que pose para mi. Podría decir que no, y yo podría insistir. Tal vez posaría, tal vez no posaría.<br /><br />XIII<br /><br />Aquí estamos. Por la cresta que tengo calor. Es casi las 9, la hora en las invitaciones decía las 7, espero que haya alguien. Entro a mi exposición. En la puerta veo a la Ximena con un vestido negro ajustadísimo. Los huesos de las caderas se le marcan sobre la tela y entre ellos puedo vislumbrar el monte de Venus bajo un vientre apenas agredido por la celulitis. Hay algunas cámaras de fotos. Hay harta gente conocida y otros clásicos desconocidos. La Ximena se me tira al cuellos y me dice al oído, un éxito mi amor, un éxito, tu quédate tranquilo que ya está vendida más de la mitad de la exposición.<br /><br />Avanzo despacio palmoteando a los conocidos e inclinando la cabeza ante otros personajes, efusivos e ignotos . Frente a mi, junto a un cuadro grande que representa a una mujer vestida, una chica repasa el nombre y toma notas. Miro sus pantorrillas bajo la falda y siento una erección perfecta. Me acerco a ella, la saludo. Ella me reconoce. Yo me siento poderoso. Comenzamos a hablar idioteces. Yo me entero de datos irrelevantes sobre sus estudios mientras tomo notas mentales de su clavícula. De sus hombros. Su nombre es Francisca, lo que me cae bien. Me gusta ponerle a mis cuadros el nombre de la modelo y sólo tengo una Francisca. Ella será Francisca II. Me gusta como suena.<br />Por supuesto, no me acuesto con todas mis modelos. De hecho, me he acostado con pocas. Pero a veces funciona. Luego de hacer el amor me levanto y las dibujo mientras duermen. Se quedan quietas. Tan quietas.<br /><br />Le doy a Francisca el brazo y comienzo a recorrer la exposición con ella. Hablo con la gente. Actúo. Me muevo bien. La presento a todo el mundo como si fuera alguien importante. Ella no cave en sí. Saluda. Contesta. Francisca es perfectamente adecuada. Su presencia no incomoda a nadie. Su voz fue ajustada por un maestro de música. Pongo mi mano sobre su cintura y siento en la yema de los dedos la textura de sus caderas. Respiro el aroma de su excitación.<br /><br />Le pregunto a la Ximena. La Ximena me dice que sí. Que está todo bien. Soberbio. Que me puedo ir, que ya va quedando sólo el grupo de los que vinieron a comer. Que sí, que casi las tres cuartas partes.<br /><br />Yo le sonrío a la Francisca y le pregunto. ¿Vamos?<br /><br />Ella, toda perfección, contesta dulce y simple, sin que el aire le falte por un segundo... Claro. Vamos.<br /><br />Caminamos juntos a través de la calle. Algunos últimos invitados se despiden desde la puerta. Abro la puerta de mi auto, Francisca se sienta. Me subo, prendo el motor y comienzo a moverme. En ese instante la veo. La mujer de Belgrano saliendo de mi exposición tomada del brazo de un hombre joven.<br /><br />Ya es tarde para cualquier cosa. Simplemente no la vi. Llamo a la Ximena desde el auto. No sabe. Tal vez con alguien. No, no puede sospechar nada. Si, también ella lo encuentra raro. No, ella está completamente segura de no haberla invitado. Revisó personalmente todo. Bueno, tratará de averiguar, pero ella no quiere enredarse mucho en este cuento... Si, hablemos... felicitaciones... felicitaciones a ti, fue un gran éxito... disfruta tu noche... Si claro... un beso.<br />XIV<br /><br />La Francisca es una delicia de mujer. Si yo no fuera tan pelotudo debería amarrarla a la pata de mi cama y no dejarla escapar nunca. Pero los fantasmas de cada uno son una carga con la que no queda más alternativa que lidiar.<br /><br />Me quedé con su retrato en blanco y negro y la promesa de algún otro más sofisticado.<br /><br />La Francisca sonríe desde el carboncillo con labios perfectos y cuello perfecto y cejas perfectas. A mi me duele la cabeza y me tomo un whisky.<br /><br />La Francisca se fue temprano. Tenía clases a las 10.<br /><br />Yo me levanté a las 4 de la tarde y llamé a la Ximena. Le voy a decir que renuncio. Que le voy a devolver la plata. Quiero dormir un año. Quiero retratar a una mesera del café del patio que me trató como las pelotas hace un par de semanas. Quiero dedicar algunas horas al día a mirar el techo y masturbarme con el retrato de la Francisca frente a los ojos.<br /><br />XVI<br /><br />Traté, pero no pude. La Ximena me rogó y me rogó que lo intentara. Y yo... que soy un pelotudo masoquista, no supe negarme con convicción, nunca puedo, ni siquiera en casos como este en que de verdad me hace mal comprometerme. No tengo la menor idea de cómo podría lograr ese retrato. Las coincidencias han comenzado a parecerme absurdas. Tal vez ni siquiera es la mujer de Barrancas. Tal vez ni siquiera me interesa el proyecto. Quiero recuperar la razón. Quiero ser el que soy cuando no estoy pensando en ella.<br /><br />Pero aquí estoy, repasando la hoja que me envió la Ximena por fax para trazar el plan del día. Ella fue a mi exposición. Puedo volver a encontrarla y sencillamente acercarme. Decirle que la vi en la Galería, tratar de buscar una excusa. A estas alturas la única alternativa cuerda es llevármela a la cama. Todas las otras hipótesis implican un nivel de sofisticación que me supera o sencillamente están penadas con cárcel. Pero de verdad no creo que me la pueda. Esas huevas dependen de demasiadas cosas.<br /><br />XVII<br /><br />Sábado en la mañana. Poco más de las 9. Gimnasio. ¡¿Gimnasio?! Creo que desde que estaba en el colegio que no piso uno.<br /><br />Este lugar no parece un gimnasio. Es una mezcla entre club de campo, mall y bar tecno. Nadie puede pagar esta cantidad de plata por hacer abdominales. Menos mal que no ando tan mal vestido. Creo que aquí podrían prohibirme hasta la entrada al edificio.<br /><br />Desde el comienzo, todo es surrealista. Los muebles son de plástico, las escaleras y los muros son de plástico y las personas, también parecen lacadas, brillosas, untadas en aceites y sudores.<br /><br />Una perfecta rubia platino me atiende desde un mostrador de diseño. Me explica que más que un gimnasio este lugar es un nuevo concepto integral, en que todo está pensado para incentivar el cuidado del estado físico y mental de los socios. Yo trato de pensar en mi estado físico y mental y se me revuelve la guata al recordar mi whisky al desayuno.<br /><br />Mientras escucho, miro con recato los pechos de la mujer para sentenciar, luego, que los mismos son más producto de la tecnología médica que de las más avanzadas técnicas en materia de ejercitación de los músculos pectorales.<br />¿Podría conocer el lugar? Pregunto con aire indiferente.<br /><br />Por supuesto señor, le pediré a alguien que lo acompañe.<br /><br />No es necesario, puedo dar una vuelta solo.<br /><br />No se preocupe señor, es nuestro trabajo. Por favor Ignacia, acompaña al señor a conocer las dependencias.<br /><br />Las dependencias son metros y metros de salas de ejercicio. Mientras camino me siento en medio de una película de ciencia-ficción rasca. Miro hacia los lados y sólo veo maquinas psicodélicas, aparatos llenos de luces y pitos y miles de selenitas que se turnan respetuosos para usar los artefactos como si se tratara de un ritual milenario. Entre los pisos, rodeadas de espejos, se extienden grandes salas de aeróbica donde decenas de mujeres (y unos pocos hombres) se mueven, más o menos coordinadas, al ritmo de una música afro que por poco me induce a mover el cuello y las piernas hechizado por el compás.<br /><br />Camino sin pensar. La mujer de Belgrano no calza en este lugar, y sin embargo ahí estaban las instrucciones. Miro, miro a mi alrededor devorando rostros y piernas y brazos, tobillos y pantorrillas, abdómenes lisos y cóncavos hasta que comienzo a marearme por la sobrestimulación de mis sentidos. La música continúa, yo camino.<br /><br />En una de las vueltas en redondo por el piso, la famosa Ignacia se queda conversando con un tipo cuadrado y ancho. Yo aprovecho de escapar disimuladamente de su presencia. A ella no le parece importar mucho lo que pase conmigo y yo continúo caminando entre murallas redondas hasta que la pierdo de vista.<br /><br />Doy varias vueltas por todo el lugar, hasta que mis ojos se quedan fijos en unos bíceps femeninos que levantan una pesa pequeña. Es ella. No hay duda. Siento que me falta el aire. Está sentada en una suerte de camilla angosta y negra, con los pies colgando hacia el piso y levanta concentrada una pesa azul de plástico. Su rostro está inclinado hacia el suelo y cada cierto rato sus dedos delgados corrigen mechones de pelo que caen sobre la cara. Toda ella es una persona nueva, aislada de este lugar. Completamente sola consigo misma. Al principio me costó reconocerla, lleva unos pantalones de lycra ajustadísimos y una polera sin mangas que deja al descubierto unos brazos delgados. Sin embargo su gesto es el de antes, el de los parques.<br /><br />Me alejo un poco para mirarla sin ser visto. Ella continúa con su ritual por varios minutos, cambiado de mano de acuerdo a cierta lógica que no trato de comprender. Concentrada. Finalmente deja la pesa azul sobre la camilla y recoge una toalla blanca y chica que ha mantenido sobre la falda. Se seca el sudor y toma agua desde una botella blanca que dejó en el suelo. Estira las piernas y los brazos y se para. Yo me quedo distraido en su cuerpo. Esta pseudo desnudez de las telas delgadas y ceñidas me develan un cuerpo desconocido. Delicioso.<br /><br />La sigo con la mirada sin moverme. Me he sentado en otra de estas tablas de ejercicio, tras una columna. Ella continúa su rutina seria. No habla con nadie, casi no se detiene. Pasa de una maquina a otra sin descansar. Yo a ratos creo perderla, pero no. Por ahí me encuentro con que en mi campo visual aún queda un brazo, y observo sus movimientos como si se tratara de una danza, hipnotizado por la precariedad de la imagen, por la infinidad de datos que obtengo de esa observación parcial, mínima, que hacen que por varios minutos toda ella se vuelva brazo. La miro, y mientras lo hago tomo miles de notas sobre cada músculo, sobre cada cambio en la tensión de su piel. Me detengo en sus dedos empuñando una barra, aferrándose. Luego, todo es abdomen, un abdomen que se contrae y relaja despacio, sin esfuerzo. Adivino cada marca en su cuerpo, cada destello. Las caderas se me han vuelto obvias, tengo en la mente un diagrama perfecto de cada curva de su cuerpo y mientras la miro, me miro. No sabe que estoy aquí, sé que no lo sabe. Nada importa. Podría correr al taller y dibujarla de memoria. Los errores serían mínimos. No necesito más para dibujarla, y sin embargo eso no sirve.<br /><br />XVIII<br /><br />La esperé tomando un batido de jugo de naranja, piña, plátano y hielo picado. De algún modo sabía que ella me vería. Me vio. Caminó desde un pasillo hacia la cafetería con el pelo mojado y un vestido violeta. Viene sonriendo. En las manos, un bolso de cuero en el que supuse, se escondían los vestigios de la mujer que había visto hacía un rato haciendo ejercicio. Cuesta entender como puede ser la misma. La miro mientras se acerca y mis sentidos logran intuir sus huesos.<br /><br />Se me acercó y me saludó con un beso. Yo me paré para saludarla. Es esxtraño pero me siento tranquilo.<br /><br />Estuve en tu exposición.<br /><br />Sí, me parece haberte visto cuando me iba.<br /><br />Si, saliste con una chiquilina muy lida.<br /><br />Sí, Francisca se llama.<br /><br />Yo me llamo María Inés.<br /><br />Ya sé.<br /><br />Un placer María Inés. Yo soy Alberto.<br /><br />Ya sé.<br /><br />Alberto el pintor.<br /><br />Alberto el pintor, repetí.<br /><br />Me gustan tus pinturas Alberto. Creo que tienen algo, como decirlo, como los indígenas que creían que las fotos les robaban el alma, entendés.<br /><br />Entiendo.<br /><br />Bueno, che, venís siempre a este gimnasio, me dice con ironía del plata.<br /><br />No, es primera vez.<br /><br />Por ahí te inscribís, me dice riendo.<br /><br />No lo creo.<br /><br />Bueno.<br /><br />Andás en auto.<br /><br />Sí.<br /><br />Me podés llevar.<br /><br />Claro.<br /><br />El mío cayó al taller.<br /><br />No hay problema.<br /><br />Vivo cerca.<br /><br />Aunque vivieras lejos.<br /><br />Podría vivir muy lejos.<br /><br />Ya sé.<br /><br />¿Vos sabés todo no?<br /><br />La que parece saber todo eres tú.<br /><br />¿Me vas a pintas?<br /><br />No sé si pueda.<br /><br />Podés. Hoy habrías podido. Dejé abierta la puerta del camerino y estuve sola un buen rato.<br /><br />No te entiendo, le digo mientras me sudan las manos y comienzo a entender.<br /><br />Que ya no te queda tiempo y yo quiero mi cuadro, me dice con voz seria.<br /><br />¿Tiempo?<br /><br />¿Tiempo para qué?<br /><br />¿Para pintarme?<br /><br />Me voy mañana a Buenos Aires.<br /><br />No te entiendo.<br /><br />No importa, yo me entiendo. Además, vos también me entendés perfectamente.<br /><br />Estoy re cansada. Mi idea es dormir un rato. Después podés entregarle el cuadro directamente a Ximena.<br /><br />Osea,<br /><br />Claro.<br /><br />No me gusta estar consciente mientras me roban el alma, pero ya no nos queda tiempo. Por eso. Sos un poco lento.<br /><br />¿Así que de eso se trata todo?<br /><br />¿Te parece mal?<br /><br />Raro<br /><br />Raro, dice ella como si la palabra le pareciera curiosa. Rr..a..r..o..., raro<br /><br />Sabés. Tenés que esperar a que me duerma.<br /><br />Claro. Tu no te preocupes.<br /><br />(continuará)Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-36119159983689196722007-01-08T05:34:00.001-08:002007-01-08T05:35:15.304-08:00Naturaleza MuertaI<br />Me carga relatar, me carga tratar de poner las cosas en palabras, porque al mismo instante en que las cosas salen de mi, dejan de ser lo que fueron. Distinto si quisiera hacer arte, ese es otro cuento, pero no, no me interesa, yo sólo tengo las cosas dentro de mi y las pienso y las rearmo. Pero a ratos ya no sirve, a ratos no funciona, y una se ahoga si no trata de sacar afuera lo que se queda atascado. Es buena metáfora. Imagino mi cuerpo o tal vez sólo mi traquea, con un pedazo de pan atascado y me doy cuenta que si no intento toser o levantar los brazos o tomar agua, me voy a morir ahogada por el pedazo de pan. Del mismo modo, tratar de ir adelante con estas palabras, es algo así como una terapia radical. Un levantar de brazos al mismo tiempo que se tose y se embucha el agua por el gaznate y se golpea el pecho. Dios, si sólo pudiera evitar que la mitad del líquido se me fuera hacia la nariz llenándome de mocos la garganta y los ojos.<br /><br />No estoy llorando, es sólo el agua.<br /><br />Me cuesta recordar los primeros días con Laura. Se me confunden sus ojos con el resto de las vivencias y con demasiadas palabras. Las dos casi adolescentes en nuestro primer día de Universidad. Los Jeans más gastados posibles, sin poleras blancas - por eso de las transparencias - y un montón de preguntas que creíamos listas para ser resueltas. Las resolvimos, estoy segura que contestamos todas y cada una. Pero ahora, vistas las cosas con un poco de espacio, no me queda tan claro si me repetiría el plato.<br /><br />Eran otros tiempo, me repito para tratar de justificar tanta huevada junta, pero ni siquiera se trata de eso. Nada justifica haber estado tan equivocados, nada puede explicar que cada pregunta hecha tuviera adentro, desde el principio, la respuesta incorrecta. El hambre de existir era hambruna en esos años y algunos de nosotros no quisimos perdernos ni una miga. La bacanal fue corta y plana, sin bemoles, sin oberturas ni contrapuntos. Una sola pieza deslizada en pocas líneas y dirigida por el imbécil de turno.<br /><br />Pero nada de eso tuvo que ver. Estoy segura. Esos tiempos pasaron y las heridas nos volvieron fuertes. Nadie se muere de farra ni de relativismos, porque lo nuestro no fue mucho más que eso, una pasadita por el relativismo total, justo a la hora en que se caían los muros y las murallitas.<br /><br />Ahora estoy triste. Mucho más triste de lo que creí. El agua en mi nariz y en mi boca lleva brotando desde hace horas y mi cara parece un tomate rojo y amoratado. Traté de meter la cabeza en el lavatorio para despejarme, pero me asusté. Yo no. Laura siempre fue tan fuerte, pero yo no.<br /><br />II<br /><br />Me dejé caer sobre la cama como muerta. La cabeza me retumbó de inmediato, como si estuviera llena de gas, de agua. Como si no pudiera soportar esa presión sobre las sienes. Pero al final una siempre lo soporta. Esa es una parte bien jodida de todo esto. Hay ratos en los que las sensaciones físicas son tan intensas que una de verdad cree que de pronto simplemente no será capaz de aguantar más y el dolor se va a acabar. Pero no, la mayoría de las veces no funciona así y una se da vueltas y hasta se pega en el cuerpo para ver si desaparece esa sensación y cuando vuelves a probar, ahí está, igual que al principio.<br /><br />El teléfono sonó por horas y horas pero no tuve ánimo de contestarlo. Apagué la grabadora anoche, no sé por qué pero menos mal. No quiero escuchar la voz de nadie tratando de levantarme. Mierda, las puedo oír .... Fernanda .... Fernandaaa, contesta ......te llamé a las 7 ... te llamé a las 8 y cuarto ..... feliz cumpleaños ..... ¡¡No!!, por Dios que no tengo ganas.<br /><br />Como a las 9 y media me levante para tomar un vaso de agua. No había agua fría en el refrigerador así que me llené un vaso directo de la llave y le eché unos hielos. Cuando iba por la mitad me di cuenta que en fondo del vaso se había agrupado una especie de sarro espeso y medio blanco. No sé si del hielo o del agua. Esta huevá me podría matar, me dije tratando de tomarlo con buen humor y me prendí un cigarro. Puta la huevá, no me parece justa esta depresión. No quiero terminar igual que ella, de verdad no tengo sus motivos, aunque quisiera .... Pero es mi cumpleaños y no soporto estarlo viviendo.<br /><br />III<br />Cuando Jorge se estaba vistiendo, anoche, no pude aguantar las ganas de decirle que en ese instante estaba cumpliendo 31. Miré el reloj y vi como los punteros nítidos tocaban paralelos las 12. Se lo largué como un comentario cualquiera, con humor, como si se tratara de una maldad de niña o de un desafío. Él me quedó mirando con ojos redondos, se sentía totalmente incomodo y trataba de buscar una manera de darme explicaciones por haberlo olvidado. Este tipo es un imbécil, pensé con pena, nos hemos visto 5 veces y obviamente no tenía como cresta saber que era mi cumpleaños, pero el muy huevón se quedó ahí, con su pelo corto, su cuerpo largo y flaco mirándome, con cara de ingenuo, dando explicaciones.<br /><br />Se fue a los minutos, mirando la hora como una justificación y prometiendo flores. Yo me tapé con las sábanas, a pesar del calor y traté de entender por qué mierda había estado hasta hace unos minutos montada arriba de ese ser, soportándolo dentro de mi cuerpo.<br /><br />Me pasa a veces que soy capaz de reproducir algunos instantes con exactitud. Nunca son largo, no más de 4 o 5 minutos de la película, pero lo logró en cada detalle, con sensaciones físicas, con aromas con tactos .... Jorge extendido sobre la cama. Mis manos un poco crispadas sobre su pecho, mis pechugas apenas colgando y con restos de sudor y saliva, mis piernas abiertas sobre ese cuerpo y mis caderas danzando y sintiendo el roce de sus pelos sobre mis nalgas. El huevón es bueno en la cama, eso es innegable... Pero me da tanta rabia que ese sea un motivo suficiente para acostarme con él.<br /><br />Mi estomago siente que voy a acabar y me encanta saber que este huevón no es de los que arrugan. Me preparo, acomodo mi cuerpo para sentir más roce y aumento el rítmo. Él me toma las caderas con las manos sudadas y mueve mi cuerpo sin desconcentrarme. Cuando estoy a punto sube un poco sus piernas y quedo clavada, literalmente clavada ... Por un instante corto creo que la cagó, que voy a perder mi orgasmo, pero no, el muy maricón sabe hacer esta huevá y a los segundos siento esa sensación que me parte en el abdomen y que baja y se va desbordando por mis pechos y mis piernas ... siento que mis ojos están en blanco y que Jorge me mira ... me observa mientras acabo como quien observa una película porno ... Este huevón tiene una manera de mirarme que me calienta ... que me hace sentir .... <br /><br />El huevón termina de arremeter y con una sincronía imbécil me pregunta si quiero seguir ... yo muevo un poco las caderas y me doy cuenta que no ... que estoy lista ..... termina le digo un poco jadeante ... y él me vuelve a acomodar ... me baja un poco y me penetra profundo y despacio dos o tres veces .... me duele un poco pero sé que no se va a demorar mucho ... a la quinta o sexta siento dentro de mi sus latidos y el semen que rebota contra el latex .... saca su pene con cuidado y me baja ....<br /><br />Si Jorge se fuera corriendo, si fuera uno de esos parias que se dan vuelta y prenden la tele ... pero no ... el huevón se acomoda ... me hace cariño en la cabeza y juega un rato con mi pubis ... me hace cosquillas ... me da un beso largo ... espera que yo me relaje y me ofrece un cigarro ....<br /><br />IV<br />Me metí en la tina por instinto .... tal vez como una manera de camuflar la necesidad de tocarme .... o de llamar a Jorge para decirle que nos veamos ....<br /><br />Son las 10 y cuarto .... Dejé la puerta abierta para escuchar la radio .... Jorge no me interesa ... no es una excusa, lo juro, le he dado mil vueltas y sé que no me interesa. Pasarlo bien en la cama puede ser una buena razón para seguir viendo a alguien, pero no es la razón que me inspira ahora. El agua está exquisita, me podría quedar aquí un siglo ... mi piel blanca está super roja y no me importa que se me moje el pelo, que se esparza como una maraña de briznas amarillentas flotando en el agua... me encanta sentir que me quemo un poco ... me relaja.<br /><br />Aquí en la tina me di cuenta de lo de Jorge. No se trata de que él esté casado, eso daría lo mismo, el problema es otro. Mientras pensaba en mi cumpleaños y en tratar de pasar un rato con él me di cuenta que si no lo llamara más ... o si me negara un par de veces él no insistiría . Eso está bien, claro, son las reglas del juego y fue bueno mientras duró, pero simplemente no tengo ganas de seguir jugando.<br /><br />V<br /><br />Ahora recuerdo que unas semanas antes, me encontré con Laura en el Café del Patio. Raro, se le veía bien pero andaba poco comunicativa. Me contó que había conocido a un Lama de verdad, ese día, a la hora de almuerzo y parecía completamente extasiada en la conversación que tuvieron. No entendí muy bien la manera como llego a conocerlo, al parecer la Ximena, que trabaja allá se lo instaló en la mesa. Un par de palabras, algo así como... este es el Lama ¿puede almorzar contigo? Parece que a Laura le pareció entretenido el personaje, aunque jura que era muy feo.<br /><br />No hay nada peor que las fiestas de fin de año. Yo decidí que no iba a hacer ningún regalo, a nadie. Pero claro, que a mis sobrinos, que los niños no tienen por qué entender las manías de una y que después de todo mi mamá seguro me va a tener algo y cómo no llevarle por último una tontera ... y .... nada, como siempre me termino gastando la mitad de sueldo y el suculento aguinaldo de 20 lucas.<br /><br />Las cosas pasan rápido. A veces demasiado rápido y quizá por eso es que no nos dejamos tiempo para sentir. No sé que puede tener que ver eso con mi encuentro con Laura pero ... la sentí lejos ... aún más lejos que de costumbre, como si el hecho de hablar con el famoso Lama la hubiera convertido en un ser especial, también a ella ....<br /><br />Me imaginaba bien la escena. Laura sentada en el Restaurante con su vestido café, ajustado, a través del cual se dibuja nítida la forma de su cuerpo grande y bien hecho. El traste en su lugar, no perfecto ni duro, pero construido con las técnicas de antes y demarcado con unos calzones chicos que apenas se notan a través de la tela. Laura, sentada; Laura con un libro en la mano y almorzando sola, Laura arreglándose de vez en cuando el pelo castaño y lacio y ... el joven Lama, que según ella era joven y muy moreno, con rasgos orientales, hablándole del Everest como quien habla de un barrio en el que vivió de chico. Según Laura, el Lama sólo le daba importancia al frío del lugar .... O, si , Everest, yo estuvo muchas veces ... es lugar frío .... muy frío .... uno se acostumbra ....<br /><br />Sé que hay una conexión entre la lejanía de Laura y el Lama, pero todavía no logro descubrirla completamente. Puede que no tenga nada que ver, que al contrario, esa haya sido una pequeña luz en mitad de todo, pero no sé. Ese día lo tengo marcado como el principio y me cuesta no culpar al enanito budista.<br /><br />VI<br />¿Dónde encaja Santiago? No tengo idea. Antes del funeral de Laura lo había visto un par de veces. Ella me hablaba de él con un amor infinito, pero como si se tratara de un hermano chico. De uno de esos seres que sólo tienen sentido cuando sus vidas son relatadas por alguien fuerte, como Laura. Pero es raro, ese día en el cementerio hacía tanto frío y Santiago se me acercó desde atrás y me puso su chaqueta sobre los hombros. Dios sabe como me cargan esas huevadas, pero .... Puta, hacía tanto frío.<br /><br />VII<br />Jorge se acaba de ir. Creo que esto fue una ruptura definitiva. Me da tanta risa. No tenía ganas de conversar así que me metí con él a la cama y me dejé arrastrar por mi cuerpo. Era delicioso saber que esa sería la última vez y jurármelo mientras cabalgaba ese cuerpo ya conocido me excitaba más. Saber que la próxima vez que lo viera lo trataría como a un conocido lejano, hacía mucho más sórdidas las imágenes de mi misma. Cuando estaba a punto de acabar pensé en Laura, en las piernas de Laura, en sus pechos, en sus caderas anchas, en su pelo castaño y la imaginé montada, como yo, sobre Santiago.<br /><br />... Preferiría que no me llamaras más ...<br /><br />Solté las palabras con toda tranquilidad mientras me lavaba la cara en el mismo baño en el que él, con el arma en la mano, trataba de apuntar al agujero y sostener la tapa del baño al mismo tiempo.<br /><br />... ¿Qué dijiste? ...<br /><br />El pobre hombre no podía verse más ridículo. Con el pene flácido entre los dedos y la mano agarrada de una tapa de Water celeste ...<br /><br />... Que preferiría que dejemos esto hasta aquí ...<br /><br />Me da lata darle más vueltas al resto. Sólo sé que disfrute cada segundo a partir de ese momento. Jorge sacudiéndose el pene ... Jorge lavándose las manos ... Jorge hablando ... Jorge preguntando ...<br /><br />Yo con ojos de pena ... No me hagas preguntas, por favor. No tiene nada que ver contigo. Al contrario, he pasado momento lindos, pero creo que ya no me hace bien ...<br /><br />El resto fue patético, como todo en Jorge... Se fue sin prisa. Me beso en los labios sin ganas ... miró de reojo mis tetas como un perro que quiere comer pero que no encuentra más hambre y ... salió. Han pasado dos meses y no he vuelto a cruzar una palabra con él. De vez en cuando me tiento a llamarlo, es cierto, pero sé que es gula y la gula es un pecado ¿o no?.<br /><br />VIII<br /><br />No quiero despertar y darme cuenta que nada ha cambiado desde la noche. No quiero tratar de abrir los ojos y darme cuenta que las palabras que dije o las que dijimos no sirvieron de nada. Me sentí culpable. Es tan cierto. Pero no me puedes pedir que me siga tratando como una cobarde. El día que lo supe no sentí pena. Eso vino después. Sólo sentí asco y culpa. Sé que no es justo, pero recuerdo que en alguna época nos dijimos la una a la otra que no nos mentiríamos. Tu ya no estás para decir nada. Pero yo aún te sigo hablando, aunque sólo sea desde una calle en la que de noche nos besamos borrachas y que sigue apareciendo en mis recorridos como si fuera nuestra iglesia.<br /><br />No sé por qué lo hiciste. No quiero saber, aunque a cada rato me traicione y trete de imaginarlo, de buscar respuestas. ¿celos? No lo creo, nunca nos habíamos detenido en cosas tan vanas. Me tratas de decir que no tengo nada que ver con tu decisión. Te puedo ver sonriendo y chillando ...” no seas soberbia Fernanda, el mundo entero no gira para tus ojos” ...<br /><br />Aprecio tu gesto, me encantaría estar segura, pero ¿como saberlo si te fuiste sin dejarme una señal? Sólo esa conversación absurda sobre el monje budista.<br /><br />¿te habrás acostado con él?<br /><br />Durante años nos reímos de nuestros amantes. Metidas en la cama tibia y con un café con leche nos pasábamos horas describiendo algún detalle sórdido; alguna novedad recién aprendida. Tu cuerpo grande y siempre ardiendo rozando mi piel delgada, casi transparente y mis pechos en punta. Dios, como disfrutaba el sabor de tu cuerpo. Nada, nunca, se le podrá comparar.<br /><br />¿Te habrás acostado con el Lama joven y bajo y feo?<br /><br />Por desgracia creo que no. Te faltó tiempo, te faltaron manos, el pobre se habría muerto ante la sola propuesta. Pero me encanta imaginar que sí, que te acostaste con el pobre Lama y que tuviste que indicarle con las manos y con gestos cada paso. Me lo imagino metido en tu cama, sudando como un perro, revolcando su cuerpo pequeño y tirante sobre tus carnes.<br /><br />¿Si te hubieras acostado con el Lama habrías pensado en mi?<br /><br />¿Te acuerdas que era parte de nuestro trato?<br /><br />No existe la infidelidad entre tu y yo, me dijiste, sin quitar la mano perdida entre mis piernas. No te puedo dar más de lo que tengo. No me puedes dar más de lo que tienes, pero cuando estemos con un hombre, pensaremos en nosotras. <br /><br />Puedo sentir tu voz en mi oído ese día. Puedo sentir aún tu mano devorándome por dentro, recorriendo mi interior con un mapa mental que ningún hombre es capaz de concebir ... Te lo juro, dije en éxtasis, y al acabar pensé en ti, con los ojos extraviados y montada sobre un macho.<br /><br />IX <br /><br />Santiago me invitó a comer el sábado. No sé por qué acepté. No tuve fuerzas para inventar una excusa y a él se le oía tan fresco, tan vivo. Faltan diez minutos para la diez y estoy sentada junto a la ventana con una copa de vino frente a mis ojos y un cigarrillo en los labios. Me costó mucho elegir la ropa. Pensé en ti mientras me la probaba. ¿Que te habría gustado?, ¿como habrías mirado mis tetas?<br />Sólo al final, cuando elegí la pollera larga y la blusa transparente pensé en él.<br /><br />¿Te habrías puesto celosa si hubiéramos salido antes? Me gustaría creer que no, que no había nada vedado entre tú y yo, pero con Santiago siempre fue distinto. Nunca supe si fueron amantes. Conociéndote pensaría que sí, pero ustedes se veían tan distintos juntos. Yo siempre supe cuando un hombre había estado dentro de ti. Se les notaba en la cara, se les notaba en la manera de mirarte, pero con Santiago era difícil saberlo. Te tocaba como si supiera de tus rincones y, sin embargo, había demasiada belleza en sus ojos, demasiado desinterés. Puede que la respuesta sea el amor, pero esa palabra ha quedado tan atrás en mi vocabulario que me cuesta considerarla entre las alternativas.<br /><br />Debo reconocerlo. Te mentí. Te mentí cien veces cada vez que me preguntaste. Sentí celos de Santiago, unos celos opacos y fétidos. Te odié por quererlo, por permitir que un hombre te mirara de esa manera, por abrir para él tus ojos y dejarlo entrar como si pudiera entenderte. Te odié por no haberme hablado de él como de todos los demás, por no atreverme a preguntar. Perdóname, tenías derecho a sentirlo, es sólo que yo me volví demasiado amarga con los años y a veces se me ocurría que cuando hacías el amor con él, y lo mirabas a los ojos y veías algo de lo que yo también he visto en sus ojos, tú ... tú no pensabas en mi.<br /><br />X<br /><br />Ya van 10 metros juntos. Santiago me saludó con cariño, sin corazas. Habría preferido una aproximación un poco más cruda pero él no parece saber de estas cosas. Me miró, de eso si estoy segura, me miró de arriba abajo antes de decir algo. Yo intenté atacarlo ... ¿qué pasa? ¿Tengo algo?<br /><br />Pero no hay nada que hacer. Con razón Laura lo tenía como un monje, como un confesor, como un ángel de la guarda.<br /><br />“Nada, ¿por qué? Estás muy linda, siempre me gustó esa falda. A Laura también le gustaba, me acuerdo que cuando te veía con ella me pegaba codazos para que te mirara el traste”.<br /><br />Me gustaría odiar esa manera de refregarme su intimidad con Laura. Me gustaría estar enojada, despreciarlo, pero, cresta, en sus ojos veo que al hablar de ella su vida se nubla, igual que la mía, y eso nos acerca demasiado.<br /><br />Auto ... puerta ... ventana ... cigarrillo ... radio ... silencio ... su mano sobre mi hombro ... sus dedos tocando mi pelo vuelto una maraña de paja amarillenta ... sus labios sonriendo ... mis labios sonriendo ... nuestros labios juntos en una luz roja ... sus ojos húmedos ... mis ojos estilando ... auto ... puerta ... su mano y la mía tomadas hasta llegar a la puerta del Restaurante ... pañuelo ... nariz ... ojos ... su brazo tomando el mío ... mi cabeza reclinada ... sus manos depositándome sobre la silla ... una risa natural desde sus labios... un remedo de sonrisa desde los míos.<br /><br />XI<br /><br />Las ideas de Laura sobre casi todo me asustaban. Lo de irnos juntas, irnos a vivir juntas, me parecía una locura. Nunca he estado con otra mujer y me cuesta pensar en otra. Con los hombres es diferente. Siempre he pensado que después de todo, una está hecha para recibir a un hombre dentro. Lo quiera o no. Pero estar con una mujer, en cambio, es algo espiritual. Es un abrir los ojos y lanzarse a un precipicio sin escalas, como si de pronto ya no hubiera otra alternativa y sólo lo disfrutas cuando ya es demasiado tarde para arrepentirse. Creo que fue la Durás la que habló de esto. Pero para ella era justo al revés. Los homosexuales no aman a nadie, sólo aman la homosexualidad. Que mierda sé yo. No sé si soy lesbiana, no sé si soy tan puta, sólo extraño a Laura. Cuando sueño, sueño con las piernas de Laura, con su piel sudada, con sus manos grandes que me recorren. Pero a veces, de noche y sin querer, sueño también con amantes de Laura. Le gustaba recomendármelos y disfrutaba como una niña cuando después, en la cama, podía compartir conmigo sus impresiones, sus teorías sobre cada uno.<br /><br />Sé que ella dormía con otras mujeres. Pero ese era un tema del que no hablábamos mucho. Laura tenía una idea implícita de la intimidad que nunca pude entender del todo.<br /><br />- Cuando estoy contigo, te amo más que a nadie. Eres mía hasta los huesos –<br /><br />Palabras como esas salían de los labios de Laura sin explicación, sin rebalses, como si decirlo fuera un acto de honestidad pura, una variable de comunicación mínima. Pero para mi todo era diferente, para mi ella era mi lazo conmigo misma, mi razón de ser.<br /><br />¿Si me pervirtió?<br /><br />No lo sé. Si no me hubiera besado borracha en la entrada del pasaje Rosal, probablemente no habría conocido el sabor de una mujer, eso es cierto, pero que mierda ... Una no anda por la vida como una guagua de cuna ... A mi me gustó ... A mi me volvió loca ... Mi cuerpo se pegó al suyo con mucha más fuerza de la que soñé siquiera y entre mis piernas sentí de inmediato una humedad viscosa que se convirtió, muy luego, en mi homenaje para sus dedos. <br /><br />XII<br /><br />Me gusta dejarme llevar por las primeras impresiones. Adoro los prejuicios, me encanta dar una ojeada y apostar. ¡Te debes haber perdido un millón de cosas! Me decía Laura, pero no. La única manera de perder algo es saber, de algún modo, que se ha perdido, y yo jamás acepté nada de eso. Si me arrepentía de un juicio, lo reformulaba y listo. Pero me arrepentía poco y así no me perdía nada.<br /><br />XIII<br /><br />Trató de explicarme. Le dije que no hacía falta, pero insistió. Y hacía falta, por supuesto que lo necesitábamos. No llegamos a ninguna conclusión seria, pero desde esa primera vez comenzamos a intentarlo con sistematicidad, reiterando, repitiendo.<br /><br />Él, Santiago, trataba de unir cabos sueltos con hilitos de información que yo no manejaba. Yo, al principio, hacía todos mis aportes desde la más descarada soberbia, dejando en claro que mis recuerdos y percepciones se basaban en una vida en común, en una comunión espiritual que él no podría soñar. Pero con él esas cosas tampoco resultan. El huevón no me competía, no entraba en mi juego y se limitaba a asentir cuando estaba de acuerdo con alguno de mis juicios o a suspirar con pena cuando mis recuerdos gatillaban sus propios recuerdos. Fueron tardes y noches largas. A la salida del diario yo recogía mi cartera apurada y casi no me despedía de mis compañeros. Nos juntábamos apurados, tratando de llegar siempre a tiempo, como si se tratara de un rito. Una colega nueva, casi recién salida de la escuela, nos encontró juntos en el café de siempre. Al otro día, un poco tímida, me preguntó si Santiago Matta era mi pololo. No pude aguantar la risa. De algún modo se me había olvidado que este huevón es un músico conocido, pero por sobre todo, se me había olvidado que los hombres y las mujeres tienen la costumbre de relacionarse como parejas. Ese día le comenté el asunto a Santiago y él también se río. Se río mucho, pero después me miró con ojos tristes, me tomó la mano y pude ver como le caían unas lágrimas delgadas por las mejillas.<br /><br />XIV<br /><br />Santiago está frente al piano. No conocía su casa. Es raro que no la conociera después de todo este tiempo, pero ya está. Aquí estoy frente a él. Una sala enorme en un barrio viejo y de moda. El piano de cola, sus dedos delgados, su rotro hermoso, infantil. Verlo tocar es una experiencia increíble. El par de veces que lo vi en el Municipal estaba frente a la orquesta, con una baqueta como único instrumento y si bien entiendo, porque no soy tonta, que el tipo influye en la música que oigo, es distinto.<br /><br />Santiago me mira de vez en cuando. Se ríe. Le parece raro estar tocando al viejo Ludwig para mi. A ratos se detiene para hacerme algún comentario. Me explica y yo lo escucho. Continúa contando los compases, musitando, recorriendo cada peldaño hasta encontrar el tono. Tocando de memoria.<br /><br />Había llegado de vuelta a Chile hacia un par de años, después de pasar 8 en Alemania. Llegó contratado como segundo director residente de la orquesta filarmónica de Santiago. Me cuenta que en esa época era feliz. Recién cumplía los treinta años y el aroma del viejo teatro le parecía delicioso. Tenía una gran cámara como estudio. Un buen piano. Envidia y respecto, en ese orden.<br /><br />Desde el principio, una vez más... fíjate. La célula rítmica fundamental, cuatro notas, unísono, cuerdas, clarinetes, imagínalas en tu cabecita Fernanda, me dice con una ternura autoritaria que me hace sentir niña... La progresión ascendente terminará por estrecharse, fíjate, así, hasta penetrar en el tema... Santiago toca las teclas dejando espacios de tiempo, esperando cuerdas y vientos que sólo existen en su cabeza ... este es el tema segundo, Fernanda, violines y clarinetes, cuerdas graves, desgaste ... hasta el final. La misma célula, agravada, subrayada, femenina. Sí, femenina, Fernanda... Viejo sordo de mierda, dice entre resoplidos, mientras, como un destello, sus ojos se clavan en mi.<br /><br />Santiago dejó de tocar... sin esperar una pausa ... se paró del piano. Caminó hacia mi. Me tomo por la cintura. Me llevó casi en andas hasta un sofá distante. Me besó. Era la segunda vez que nos besábamos. Me miró a los ojos, despacio, luego se inclinó hasta ponerse de rodillas y tomó con las dos manos el broche de mis pantalones. Yo lo miraba temblando... esperando... ardiendo....<br /><br />Me desnudo con fuerza, casi sin cuidado. Yo, entre mordiscos, disfrutaba su crudeza. Desde hacía mucho que necesitaba que este huevón me tratara como una mujer. Pensé que incluso, si paráramos en este instante lo habría conseguido, tenía a Santiago como ella. Pero entonces lo miré a los ojos. Me quedé ahí, pegada, mucho rato, mientras el comenzaba a lamer mi cuerpo, y de pronto lo vi. Vi en sus ojos a Laura. Vi en sus facciones a Laura. Me sentí tan idiota. Me lo dije casi riendo, casi feliz... Huevona idiota, imbécil. Por Dios, sus facciones, su cara, sus gestos. Ella estaba por todas partes. ¿Por qué mierda nunca me lo dijo? Si era tan fácil. Alguna historia familiar extraña, algún pudor que se volvió misterio. Pero, cresta, si era tan fácil saberlo, tan fácil adivinarlo. No dije nada, me quedé muda pensando en tonteras. Los apellidos son puras huevás. Quien sabe como llegaron a ellos. Que vuelta de tuerca, que nombre supuesto...<br /><br />Santiago me hizo el amor con fuerza. Mirarlo así, sobre mi cuerpo, me tenía enloquecida. Cambié de posiciones mil veces, lo disfruté como una niña. Creí amarlo, aunque eso no importara. Me sentí amada, y eso sí que importaba. Luego, me beso despacio y se paró desnudo. Caminó hasta el piano y se sentó.<br /><br />¿Qué te pasó Santiago? Quise preguntar. Pero él ya estaba de vuelta sobre las teclas. Ya no tocaba a Bach. Tocaba una obra suya. No me lo dijo pero, a pesar de mi oído de tarro lo supe. Me había hablado de ella un par de veces pero yo no le había dado importancia. Supe que al hablarme de su obra estaba tratando de confesar este misterio un poco ridículo, pero nunca me gustaba dejarlo entrar en su terreno. Que idiota.<br /><br />Los sonidos se repetían intensos. Con pasos dramáticos. Ternura, pasión, odio, miedo, fuego, infierno, cielo, paz... sus dedos. Sus dedos.<br /><br />Junto al piano, una partitura escrita a mano. Su letra nerviosa. “Naturaleza Muerta: Opus 0”. Por Santiago Matta. En memoria de mi hermana Laura.<br /><br /><br />FINUnknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-89615872096466330102007-01-08T05:32:00.000-08:002007-01-08T05:33:17.898-08:00Primos segundos...Era una tarde de Septiembre en un amplio departamento de Santiago de Chile. La familia sentada frente a la mesa toma el té. La niña mayor - que ya es mirada por los invitados del padre con ojos oblicuos a través del escote – no ha querido unirse a los hermanos menores que, gimoteando, han ido a parar a la mesa del pellejo...<br /><br />El padre, hombre aún joven, mira hacia la ventana y respira el aroma verde del pasto mojado. Recuerda a través de ese aroma, el sabor de su tranquilidad. La madre... rubia y hermosa, camina despacio hacia la cocina moviendo con cuidado unas caderas por las que parece imposible imaginar que han pasado ya cinco hijos, gordos y rosados.<br /><br />En la mesa hay hermanos de la madre, y amigos cercanos del padre. Hay un abuelo y ninguna abuela. Una de ellas está en la playa, visitando a una amiga. Las otras no sabemos.<br /><br />La hija mayor ha conseguido por primera vez un lugar en la mesa grande y se ha mantenido muda y concentrada para no perder por ningún motivo su calidad de grande. Los tíos y tías le preguntan, y ella sonríe. Todo es perfecto. El padre habla a la madre con voz grave pero dulce, y la madre responde desde la cocina, o el pasillo o el borde mismo de la mesa... te lo traigo...<br /><br />La sirvienta casi no ha mostrado la nariz. La madre sabe muy bien que este es uno de esos momentos íntimos en que es la dueña de casa quien debe servir la mesa. De pronto encuentra los ojos de su hija. Delgada y rubia, como ella, y le sonríe. La hija responde con los ojos abiertos y una sensación leve de sorpresa. No puede creer que le produzca placer el ser invitada a servir la mesa con su madre, y sin embargo, respira profundo y siente como la delgada piel del pecho se levanta inflamada de sensaciones.<br /><br />La chica lleva una blusa celeste cerrada con hebras de hilo. La ha abrochado con prudencia, y sin embargo deja ver el nacimiento de dos pechos tiernos. La madre lleva un sweater oscuro, ambas, como si se tratara de un trato, llevan pantalones blancos.<br /><br />Han comenzado a llegar unos pocos primos. Uno de ellos, de la edad de la hija mayor, viene como anfitrión de los menores. Han venido en busca de sus padres, pero se quedarán un buen rato hasta que estos decidan volver a sus casas. El muchacho mayor se encuentra con los ojos de la chica y sin casi darse cuenta, la recorre de arriba abajo, turbado. La muchachita se da cuenta de la mirada y sonríe con algo de vergüenza. El padre golpea al sobrino en el hombro y lo invita a sentarse en la mesa de los adultos. El chico casi se derrumba, aliviado, y ve cruzarse entre los hombres una mirada llena de orgullo. El muchacho viene de su entrenamiento de Rugby, recién duchado, pero aún con rastros del esfuerzo físico. Los más pequeños también han estado entrenando y se mueven a través de la sala rojos y sonrientes.<br /><br />La hija mayor es enviada con un vaso de leche para el primo. El primo lo recoje de los dedos de la prima y mira hacia arriba para no encontrarse con esos ojos celestes. El padre sonríe a la madre. Son primos segundos. ¿Quién sabe? Pero es pronto. Por ahora sólo importa que crezcan sanos. Hermosos. Inmaculados.<br /><br />La madre por fin se sienta. La hija termina de ajetrear hasta que se encuentra con la sirvienta, quien ha puesto una tetera con leche sobre la bandeja y se dirige a la mesa. La chica la toma con dulzura y se dispone a servirla, cuando encuentra gotas de leche en el borde, chorreando. Se da la vuelta, y con voz tranquila y dulce le dice a la sirvienta... Juanita, este jarro está sucio... cambie la leche por favor.<br /><br />La madre sonríe sin decir palabras... el padre respira de orgullo... la chica no se da por enterada y simplemente espera el nuevo jarro, de pie junto a la cocina. Cuando llega a sus manos, da las gracias... Se devuelve... todo su cuerpo exhala perfume. Los adultos la observan con una mezcla de morbo y deleite... La pequeña, que jugaba hace unas horas con muñecas, comienza una metamorfosis lenta pero implacable frente a la mirada curiosa de los adultos.<br /><br />Pero ella parece no darse cuenta de nada. Camina de vuelta hacia la mesa y vuelve a ocupar su lugar, junto al primo. Lo mira a los ojos y habla. Su voz se despierta. Canta y simplemente pregunta: ¿Jorge... quieres más té?<br /><br />El chico se da vuelta y encuentra el rostro perfecto de la muchacha. Sólo en este instante es consciente de la belleza sobre humana de su pariente. Los demás hombres se dan cuenta del instante que está viviendo el chico y lo animan con cuidado... Tomate un té, cabro... Jorge inclina afirmativamente la cabeza y respira el perfume de las briznas doradas de cabello que caen sobre los hombros de la niña... mira de reojo a su propio padre... a su madre... todos hermosos, y piensa en los hermosos hijos que podrían tener juntos...<br /><br />La chica, en el intertanto, ha vuelto a preocuparse de la cocina, pero esta vez, con gran ternura, ha caminado ella misma a atender a los primos menores... y mientas camina, mueve con prudencia las caderas, extiende los brazos... busca bandejas y escala almohadones...<br /><br />Todo es hermoso en la tarde de Septiembre. Sin embargo, en medio de la serenidad parece abrirse una grieta enorme. Un movimiento que no dejará nada en su lugar. La madre se para de pronto, su rostro refleja el terror y la vergüenza de quién no sabe de terror ni de vergüenza. Corre al encuentro de la hija, la abraza y la lleva en vilo fuera del alcance de las vistas. El padre se vuelve pálido, y los invitados no saben que hacer. Al principio no lo notan, pero de pronto se vuelve evidente. El primo se para y se aleja de la silla antes usada por la Niña. Los tíos carraspean, las tías medio ríen hasta que una toma el sartén por el mango y exclamando algún rosario estira una servilleta sobre la mancha roja, dejándola yacer como un cadáver sobre el fondo blanco y mullido de una silla de caoba.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-18345419834501812212007-01-08T05:30:00.000-08:002007-01-08T05:32:29.041-08:00Dead Man Walking...Lejos de la avenida el ruido de las calles se esparce como un murmullo de abejas. Un segundo antes de dar la vuelta por 27 Poniente, los transeúntes pueden mirar atrás y desde lejos divisar el mar humano que se reúne en Trafalgar casi esquina de La Rosa. El instante tiene algo de magia si el observador es detallista, pues casi al mismo tiempo que la vista pierde el sentido de la multitud, el oído deja de reconocer las voces para caer en ese zumbido informe que asemeja a un panal.<br /><br />Lucas camina con paso lento por una calle lateral y el tumulto queda rápidamente oculto tras un pasaje pequeño en el norte de la América 4. Su paso quieto no permite distinguir a primera vista que el hombre que camina sabe que morirá en pocas horas. Es parte del juego, piensa en silencio. Nadie me pidió que lo intentara, nadie me ocultó las reglas, es sólo que de todas maneras nunca resulta fácil esta conciencia monótona.<br /><br />Detrás de los muros que se van juntando en la zona de frontera, se escuchan sonidos nuevos. Tres cuadrantes al norte, más allá de la línea de despegue Lucas apura el paso y avanza casi corriendo hacia la entrada de un edificio de los nuevos. Frente a la puerta se detiene para mirar hacia arriba. Su cuello se estira tenso y con dificultar consigue vislumbrar el final de la edificación. Las puertas de cristal están abiertas de par en par lo que le produce una desconfianza, extraña, considerando las circunstancias irremediables.<br /><br />Dentro del depósito de créditos, ubicado en la manga derecha, Lucas busca una tarjeta en la que ha anotado un número a la rápida. Programa la tarjeta con prisa y se dirige a tropezones a la entrada. Entre las puertas abiertas busca el lector óptico pero no lo ve por ningún lado. Revisa la tarjeta con cuidado, tratando de hacer las cosas con cautela. La dirección es correcta, el cuadro de comandos coincide, el área de lectura está flamante. El hombre mueve la cabeza hacia los extremos buscando una señal pero no ve nada. En circunstancias normales jamás se habría arriesgado a ingresar a un edificio de la Zona de Frontera sin el pase pero, después de todo, este es un día especial piensa sonriendo.<br /><br />Camina despacio entre las hojas de cristal y cuando su cuerpo ha traspasado completamente la puerta, siente un leve zumbido en su medidor de presión. Dios, esto va en serio, dice en voz alta. El aire descomprimido le cierra un poco la nariz mientras avanza, pero aún está en uno de sus cuadrantes por lo que no debiera haber dificultades mayores. El piso del edificio es de genatrol, como en la mayoría de los edificios nuevos y la plantas de sus pies se deslizan con suavidad sobre los relieves que dan paso a las murallas circulares. Desde hace tiempo que no caminaba por muros de linalio por lo que los primeros pasos le resultaron algo incómodos, pero luego de unos veinte metros de duda prosigue la marcha con naturalidad. Al frente, justo antes de la clásica cámara de descompresión advierte una puerta abierta al costado derecho. Instintivamente se escabulle hacia el interior. El contratista le había advertido que tomara la puerta que está antes de la cámara. No dijo derecho izquierda pero ante la falta de alternativas le parece que las instrucciones fueron suficientes. Tras el marco de metal se abre un pasillo angosto y mal iluminado. Lucas camina despacio mirando los muros plateados mientras avanza hacia un débil resplandor que se vislumbra a unos 50 pasos.<br /><br />Desde hace días que se ha conformado. De cierta manera no siente derecho alguno a culpar a alguien. Ni siquiera cree justo culparse a si mismo. Después de todo sus estudios en teoría clásica del comportamiento no sólo lo llevaron a condenarse de este modo absurdo, sino que a la vez debieran facilitarle los instrumentos para racionalizar este instante como corresponde.<br /><br />No soy un subversivo, se dice con ironía. Nunca lo intenté aunque se me juzgue de otro modo. Todo lo que he hecho ha estado estrictamente dentro del sistema, jugando en el borde, recorriendo dudoso la frontera, pero por lo mismo confirmando aún más las reglas que nos rigen.<br /><br />El Código de Procedimientos de emergencia fue necesario. Me parece del todo insoportable pero no niego ni por un segundo su utilidad. Por eso, para eso, trabajé tanto tiempo en las condiciones para su modificación. ¿Qué se creen? Nadie se pasa 15 años haciendo estudios sobre las consecuencias de la liberación de conductas si quisiera de verdad abolirlas sin más ni más. No, no fue así, aunque nadie me crea, reconozco su mérito, sé que la transición es difícil y que estamos expuestos a una anarquía inmanejable. ¿Qué puede tener que ver esa conciencia con la sensación física de agobio?<br /><br />Frente al pasillo, justo antes de girar, Lucas encuentra una puerta cerrada. Toca instintivamente la manga para buscar la tarjeta pero se ríe de sí mismo. La puerta estará abierta, había dicho el contratista, y en efecto pudo abrirla sin dificultad. Al traspasar el umbral, recordó que debía respirar una última bocanada de aire limpio. Se lo había prometido. Tras su paso, la puerta se cerró sin ruido. Lucas pensó en confirmar si podría abrirla pero antes de hacerlo se dio cuenta que ese era un acto innecesario. Avanzó por el nuevo corredor hasta una sala vacía. En el centro, una mesa acolchada. Una especie de camilla enorme y sobre ella una joven vestida con una bata de hospital.<br /><br />Lucas se detuvo un instante frente a la mesa y observó los ojos abiertos de la mujer. Su cuello recto y diminuto, sus manos apoyadas sobre la mesa en ángulo recto con los brazos y el pelo castaño y lacio que cae sobre los hombros blanquísimos. Por su mente, la de Lucas, se amontonan imágenes recobradas de un tiempo impreciso. Otras manos chiquitas, otros labios delgados. La mujer no ha abierto la boca más que para sonreír, pero está viva. Dios, piensa Lucas, tal vez más viva que ningún otro ser sobre la tierra.<br /><br />El hombre comienza a girar alrededor de la mesa, contemplando los ángulos, las perspectivas, desentrañando las sombras casi imperceptibles de la silueta sobre la manta blanca, sobre los muros de linalio, sobre el piso de plistec barato. Sus botas producen un sonido vago mientras camina, como si se encontrara en una habitación del siglo pasado, y la mujer sonríe y de vez en cuando mueve la cabeza y se concentra en los ojos de Lucas, y lo escruta y le vuelve a sonreír. La mente del hombre se desenreda despacio. Por supuesto sabe de que se trata en teoría, pero duda incluso de su capacidad genética para completar el desafío. Se acerca despacio a la mesa y se ubica de frente a la mujer que los observa con calma. El resto es historia, los pies blancos y fríos de la mujer bajo la piel de las piernas de Lucas, el sudor desconocido de los abdómenes, la certeza impredecible de existir y sobre todo la humedad.<br /><br />Lucas mira por última vez a la mujer que parece haber crecido infinitamente en estas horas, ella sonríe de nuevo con inteligencia y Lucas respira una bocanada profunda de ese aire infecto. La mujer abre los labios y por primera vez pronuncia una palabra. Su voz suena cristalina y con un rastro de jadeo que Lucas agradece.<br /><br />¿Estás consciente que esto es un delito?<br /><br />Lucas la observa y acaricia despacio ese mentón delicado por el que aún se cae una brizna de saliva. <br /><br />Si, le responde con una sonrisa.... Claro que sí…<br /><br />Pena de muerte, ¿no?Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-10570448168982773072007-01-08T05:28:00.003-08:002007-01-08T05:29:57.329-08:00¿Estás despierta?...<div align="justify"><em>Esta lúgubre manía de vivir<br />esta recóndita humorada de vivir<br />te arrastra alejandra no lo niegues.<br />(La Enamorada, Alejandra Pirzanik)<br /></em><br /><br /><br /><br /><br />A veces se sentaba sobre su cama a contemplar despacio la blanca transparencia de su piel. Las manos frías y sudadas. Los labios delgados y el cigarrillo en los labios, como si en él pudiese afirmar la cabeza por un rato lo suficientemente largo como para, finalmente, caer rendida y dormir. Muchas veces se preguntó por qué estas cosas le ocurrían. Se tocaba las piernas blancas, las miraba desde los tobillos hasta la rodilla y soltaba un suspiro que no era de pena o angustia sino más bien de terror. De pánico a las sombras que junto a su muro aparecían por la noche para guardar un sueño que no requería ser guardado. Para obtener un sueño que por las tardes parecía querer consumirla y que, por el contrario, al caer por fin la noche, la dejaba muda, pálida, ojerosa... consumiendo cigarrillos con las manos temblorosas de los Domingos.<br /><br />Alejandra, no sabes cuidarte sola, le dice alguien apoyado en un muro de su cuarto. Ella da vuelta la cabeza y mira hacia atrás. No hay nadie. Pero ella sabe que fue llamada desde un rincón de su cuarto y desprende los labios del cigarro y vuelve a mirar con desesperación.<br /><br />No sé cuidarme sola, piensa, y vuelve a dar un sorbo al cigarrillo casi consumido. ¿Por qué los cigarros se apagan? Se pregunta, mientras se quema los dedos en el cenicero. Quisiera tener un cigarrillo eterno, que llegara a mis labios cada vez que muevo las manos.<br /><br />Alejandra se ha movido hacia a atrás y he podido besarla. Sus labios apenas se abren y acaricio su pelo suave y su mejilla delgada. Mis uñas rascan su cabeza e intento que descanse sobre mi pecho. Pero esas cosas no son para ella. Se defiende. Me besa sin ganas. Apenas abre la boca y mis dedos deambulan entre sus piernas hasta que reacciona. Sus manos se crispan mientras me tocan. Me siento expulsado. Me siento despedido desde su cuerpo, pero logro afirmarme y ella a veces sonríe. No me gusta tener que hacer tanta fuerza, pienso, pero ella se crispa bajo mi lengua. La saboreo, acaricio su pubis negro. Miro su rostro blanco. La guío sobre mi cuerpo, la termino de desnudar, mientras sé que en cualquier momento volveremos al cuento de siempre. No soy cariñosa, me dice, y además mañana no me voy a acordar de nada. La miro triste. Odio que me diga eso, odio que me tome y me deje. Pero odio más el ser yo quien corre hasta su lado para que ella me tome y me deje. Rogando que esta vez me tome. Que por favor no me deje. <br /><br />Ahora, mucho tiempo después, está tendida de espaldas sobre la cama baja. A su derecha, una ventana deja ver los árboles del parque y las luces amarillas de faroles recién prendidos. La oscuridad poco a poco comienza a entrar por los rincones, y Alejandra se acurruca, desnuda, sobre el cubrecamas rojo para protegerse de algo que aún no entiende.<br /><br />“Esta lúgubre manía de vivir / esta recóndita humorada de vivir / te arrastra Alejandra no lo niegues. / hoy te miraste en el espejo / y te fue triste, estabas sola / la luz rugía el aire cantaba / pero tu amado no volvió.” Alejandra... recitas sus poemas, los de Alejandra, y sabes que tu nombre está maldito. Sabes que fue recortado de las noticias. ¿Por qué Seconal? Te preguntas, mientras tus dedos se tocan nerviosos el pelo y sientes como el terror te cubre. ¿Por qué Seconal? ; ¿Por qué las llamas? Por qué ese terror de siempre que te deja lívida, que te atrapa y te obliga a permanecer quieta sobre la cama esperando. Esperando un disparo. Esperando que el viento termine de colarse por entre las rendijas de la puerta para golpear sin ritmo las cortinas que se agitan y azotan los muros.<br /><br />Estás paralizada Alejandra, sudando sobre la cama roja y te miras las manos pálidas y frías y ruegas que nada empiece sin ti. Que no te hayas perdido otra vez la fiesta.<br /><br />Miras por la ventana con expresión de horror, pero allá no hay nada. Estás desilusionada. Insultas al sol que ya se ha ido. Por tardarse mucho. Por lo que te ha hecho perder. Te preguntas por qué el sol aparece sobre los bandejones agrietados y húmedos. Tampoco sabes. Sólo sabes lo que tú sientes. No te gusta pronunciar las palabras. Apenas pronuncias tu nombre. Estás tan sola. Pero alguna vez supiste lo que era sentirse bien. Una vez miraste por detrás de tu hombro y en lugar de una sombra te encontraste sus ojos. Por eso ahora te odias. Por eso te paseas por este cuarto imbécil, lleno de preguntas, lleno de literatura, y quisieras darle al sol con una bala de plata, para ver si es mejor que un simple hombre lobo.<br /><br />El viento comienza a atacarte de nuevo. Te mece. Las sábanas se mueven bajo tu cuerpo y miras hacia la pared blanca y te das cuenta que es demasiado blanca. Que su color es un insulto a ti. Que alguien la ha pintado de nuevo, eliminando las manchas, dejándolas como espejos. Pero tu odias los espejos. Ese rostro tuyo es el rostro de la mujer que lo perdió. Es el rostro de la mujer que él ya no ama. Como puedes quererte, Alejandra, cómo puedes quererte... Pero te quieres. Golpeas con la mano tu rodilla. Te la has herido esta mañana. Tiene costras. Te haces doler nuevamente. La aplastas, la refriegas. Tal vez así, luego, ya no duela tanto. Pero el dolor continúa, igual que el insomnio, y la angustia. ¿Quieres venir conmigo? Estas desesperada. Sabes que has borrado su número de la memoria. Que no quieres poder llamarlo con un simple agitar de teclas. Miras el teléfono. Está a nombre de tu madre. ¿Recuerdas que está a nombre de tu madre? Te deberías reír un poco más de ti Alejandra. Podría hacerte bien. Pero es un poco tarde. Escogiste ser un fantasma. Cuidas tu rostro para que el sol no lo alcance. Te pintas los ojos con dos líneas negras y eres tan simple. Tan simple. Tan niña. Tan asustada.<br /><br />Quédate sobre la cama. Recuerda ese día hace cinco años. Lo miraste y creíste que él también era un fantasma. Pero te equivocaste. En esa época aún no estabas condenada. ¿No lo comprendes? Alejandra... te estoy gritando, te estoy llamando. No lo comprendes. Era tarde me dijiste. Ibas a un lugar. O venías de ese lugar. Eras más joven. Cinco años más joven y sus ojos se clavaron en los tuyos. Me voy dijo él y tu sin pensarlo corriste para salvarte. Porque sí, Alejandra, porque aún entonces querías salvarte.<br /><br />Luego caminaron por un pasillo. Tu rostro era menos blanco. Tus labios más sanos. Tu mirada, en cambio, ya era la misma que hoy soporto sólo porque aproximarme a tu tristeza me hace sentir bien. Te lanzaste a sus brazos.<br /><br />Quédate en la cama Alejandra. No te precipites a la locura. Ya llegará Alejandra. Llegará de su mano, o llegará de la mía. Es cosa de tiempo. Los que más sabemos, sobre la verdad fatal... más debemos sufrir... ¿recuerdas? Te lo susurré borracho en un restaurante caro. Que placer. Tus labios volviéndose morados, manchados por el vino tinto y las trufas. Tu mirándome con los ojos cegados y hablándome de tu amor por él.<br /><br />Pero eres tan frágil que ni siquiera yo soy capaz de salvarte. Te observo. Veo como te derrumbas en mis brazos. Me has hablado de ese pasillo en el que te desnudaste sobre unas macetas, de madrugada. Estabas extasiada. No querías comprender lo que de verdad estaba pasando. Él tomó tu cintura y miró profundo en tus ojos hasta que te traspaso su angustia, su inocencia. ¿Lo comprendiste? No existe la maldad. Sólo existe el miedo. Él estaba aterrado entre tus brazos. Tu aprendiste a temerle a todo. Tus pantalones se bajaron, tus piernas pálidas y amoratadas se abrieron en un rictus. Estás desnuda, en un pasillo, sobre una maceta y sus manos acarician tus pechos blancos. Sus labios muerden despacio tus pezones hasta hacerlos sangrar. Lo miras a los ojos como un desafío. ¡Tiene que quererme! Te dices mientras abres el pubis para aceptar que te visite un pedazo de él, una extensión de sus ojos y sus labios. Su pene es pálido, su cara es pálida, ambos visten de negro. Los labios negros, las uñas negras, los dientes brillantes bajo las encías pálidas, cianóticas.<br /><br />Te duele mucho, Alejandra, sabes que te duele mucho. Lo tomas por la cintura. Por las caderas desnudas y contemplas su piel transparente. Las venas se traslucen bajo su pecho. Sus ojos están rojos sobre los tuyos y tu pubis se restriega contra su estomago desesperado. Le clavas las uñas en las caderas. Sabes que estás perdida. Caen juntos al piso. Tus piernas se despegan una de otra. Tu mano está en su cuello arañándolo, mordiendo. Él te sostiene firme. Te toma por los muslos y comienza a clavarte con fuerza. Tu ruegas que pare y el te pregunta. ¿Paro? Tu le das una bofetada, lo tomas del cuello y lo obligas a continuar. Sus ojos de miedo te responden con frialdad. Sabes que es él quien manda. Hagas lo que hagas. <br /><br />Desvístete. Déjame ayudarte. No quiero tocarte mientras estés así de borracha. Mírame Alejandra. Te estoy desvistiendo. No quiero hacer esto sin que estés consciente.<br /><br />No me voy a acordar de nada. Me dices, mientras te sacas la ropa a tirones. Ya... me dices... mientras te metes a la cama... me acuesto a tu lado y te abrazo. Me das una patada y un codazo. Ya te conozco. No voy a caer en el mismo juego de siempre. Te tomo firme un brazo y las caderas. Te giro y tus piernas se abren. Alejandra! Alejandra! Te remezco. ¿Estás despierta? Si, me respondes. ¿Estás segura? Sí, me repites.</div>Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-17690840848814720642007-01-08T05:25:00.000-08:002007-01-08T05:26:01.276-08:00Una cierta belleza...I<br />Avanza con ese cuerpo tan alto, como si sobrara todo y por todas partes. Nada me sobra digo, aunque sé que miento, y ella se deja mentir con palabras al oído hasta que se enoja o se aburre y me deja con los mismo dedos y la misma boca que han tratado de dejarla a ella, clavada, por un rato más. Se queda quieta, como a veces logra quedarse, así, quieta y lejos y me mira desde esa altura que no es metáfora sino simple consecuencia de las piernas tan largas y el pelo rojo y el cuello largo y las pecas que la inundan desde la frente ancha hasta el pecho. Jirafa, pienso, y me río, pero no le digo jirafa porque supongo que así se debe sentir. Como una jirafa enorme y larga y por eso me lo guardo para mí, aunque sé que debería decirle cosas así, para que aprenda. Pero no importa. No importa lo que le digo al oído ni tampoco lo que a veces le grito o le imploro. Ella no aprende nada y de vez en cuando se muere de la risa en mi cara y me deja sentado con las piernas abiertas y las cosas pendientes.<br /><br />Pero no es todo. Cuando intento darme cuenta de quién es, o de lo que significa, me mareo como un niño y me duelen los huesos. Comienzo a recordar y luego a olvidar, y todo pasa tan rápido que apenas soy capaz de reproducir las secuencias. El solo de un viento, en el aire, sin armonías ni puntos de apoyo.<br /><br />II<br />¿Qué es todo lo que un hombre recuerda? Las palabras son poca cosa para recordar porque, después de todo, no son más que la expresión de algo que pudo existir... ocurrir, o no. Ni siquiera esas palabras que podrían ser recordadas por sí mismas, digamos, un discurso, un poema. Esas palabras, esas otras palabras, también son reflejo de lo que pudo ser y no fue, o lo que sin haber sido nunca nos fue relatado y comienza a existir como algo distinto a lo nombrado. Se me ocurren miles de ejemplos, y los voy guardando para cuando necesite argumentar en mi defensa. Yo Recuerdo que tocaba el violín. La escucho tocar el violín todos los días y por eso lo recuerdo.<br /><br />III<br />Este es el dato. Sólo hechos.<br /><br />Tiene el pelo rojo y las caderas estrechas. Es una niña. Más bien fue una niña. Una mujer delgada y hermosa. ¿No les recuerda algo? Una mujer hermosa y flaca que cuenta cuentos. Me cuenta cuentos. Mentiras, pretextos, y toca el violín, no tan mal.<br /><br />IV<br />Que la memoria dice, lo que dice, eso ya no es parte del juego de las palabras. Dice lo que recuerda sin que en eso tengan que ver las letras o las preguntas. Escucho música, y me dejo mentir sin descuidar los oídos, atentos, a lo que escucho o señalo. Mis dedos apuntan hacia el pecho, contemplando con la frente el piso. Luego. Nada. Respiro y escucho una vez más los compases con el aliento retenido. De vez en cuando estoy frente a un tumulto y transpiro mientras soplo y soplo. Eso también es recuerdo. Ese es mi cuento. Mi propio e interminable cuento. Todo eso viene de mi memoria, sonrío y apago un cigarro en el piso. El trapero aparece en silencio y esparce las cenizas por el suelo dejando una línea gris que se va volviendo cada vez más tenue. El trapero vuelve a pasar, y ya no hay más cenizas, ni colilla.<br /><br />V<br />La jirafa llega al bar y se deja caer en una silla y pone al lado el estuche y se tapa la cara como si estuviera cansada y revisa los cuadernos y libros con la música. Se arregla el pelo crespo y rojo mientras estira el cuello de jirafa y mira para los lados y a veces me ve y me sonríe. Pero eso es a veces, casi siempre se sienta y no mira nada, ni me ve y se queda ahí revisando los cuadernos con la música, concentrada, y yo que sé que no me mira la dejo y me digo que ya vendrá, que siempre vuelve, y trato de sentarme cerca del banquito que tiene para tocar.<br /><br />Sé cuando está tocando, aunque no la escuche, porque es una excusa, un cuento repetido, una manera de ganar tiempo y nada más. Se sabe todo de memoria y sin embargo siempre revisa con cuidado cada nota y hace como que estudia pero no estudia nada, simplemente gana tiempo para después poder decir que está muy cansada, que ya es tan tarde, que ha tocado por horas y que le duele el cuello, que la está matando. Y yo la dejo, la dejo que toque y que no me mire porque si no la dejara todo sería peor, mucho peor. Nadie puede pensar que es simple curiosidad, que cada noche la escuche y sepa que está haciendo trampa y la deje. Pero también hay algo ahí ¿o no? Algo como si las notas viejas y repetidas tuvieran cambios en el sabor, casi imperceptibles, tan tenues que faltaría una vida más para descubrirlos. Pero ella no es tan hábil, ni tan buena, ni tan sabia.<br /><br /><br />VI<br />Hay tanto humo que casi no se puede respirar. Los ojos arden. Esto empieza tarde, pero la gente se queda, trata de demorar los vasos, pide algo con timidez. Ella finalmente aparece. Se para en el escenario, se arregla el vestido largo y negro que usa cada noche. Estira los dedos y mueve el cuello hacia la derecha y hacia la izquierda. Se queda quieta y con la cabeza bien derecha, para después inclinarla un poco hasta rozar el violín.<br /><br />VII<br />De que podría hablar, si la Jirafa es como si no existiera y sólo se dedica a estar ahí con el pelo tan rojo y los brazos casi bronceados por la cantidad de pecas grandes y más chicas que la salpican como si se le hubiera derramado una tasa de café encima. A veces sé que la sueño, pero ella no me deja. Ni siquiera le gusta que me siente tan cerca, cuando toca. Yo me siento igual y sin que se note sigo las notas que también me sé de memoria. Distingo que se equivoca, pero ni siquiera un gesto me sale. Nada. Ni siquiera un respiro para que después no crea que la critico. Pero me doy cuenta, y quiero que lo sepa, cuando se para en el escenario con el vestido y esa cara tan quieta y el pelo rojo y lleno de rulos y el cuello tieso y mira hacia abajo como se mira hacia abajo desde ahí. Yo entonces la miro, y me gustaría gritarle a la cara que ella no sabe. Que alguna vez toqué con Gilbert, y McKenna y los hice temblar con mi solo de Ghost Notes. Que grabé en decenas de estudios gigantes, y rechacé por puro odio a Hampton. Pero qué importa. De verdad ¿qué importa?<br /><br /><br /><br />VIII<br />Todo el mundo habla al mismo tiempo y ellos, todos, se cuentan cuentos. Yo los miro y los oigo desde aquí. No es que me importe lo que digan, sólo me importa saber que se pasan las horas diciendo cosas, unas tras otras, sin respirar y dejando en el aire una mezcla de aliento y sudor. Hace calor, pero no hago nada. Nunca he hecho nada por facilitarme las cosas.<br /><br />IX<br />La veo a ella llegar, sentarse en una mesa apartada y con algo de luz. Casi nunca me mira. Estudia en silencio las partituras hasta que calcula que es tiempo. Descruza las piernas que a mantenido cruzadas y se para. Yo devoro la memoria de la tela. Su ropa delicada. Me quedo en los pliegues de ropa que marcan su pubis y lentamente voy sintiéndolo todo. La tela del pantalón se ha despegado de la ingle derecha, justo en el instante en que su pierna se mueve...<br /><br />X<br />Ella cuando llega no trae puesto el vestido negro. Ese se lo pone acá. Llega elegante, con trajes sastre o faldas largas que la hacen ver aún más alta. Yo pienso siempre que ella es como una jirafa, pero me cuido de decírselo porque pienso que eso podría ofenderla. Ella me recuerda cuando yo también me paraba en un escenario, cuando era capaz de sostenerme en pie por horas y horas soplando un tubo de bronce, transpirando como perro y mirando a la gente sin que me entrara ese terror de madres que me vino un día y no me dejo nunca. Las cosas pasaban de esa manera, yo me paraba y soplaba y la gente aplaudía y yo los miraba desde arriba – siempre se mira desde arriba cuando la gente te escucha – y no me importaban los litros de agua que perdía en unas pocas horas porque sabía que los iba a recuperar en forma de hielo y four roses. Aunque esté lejos, la jirafa me recuerda a mi y por eso la dejo que no me mire, que haga lo que quiera no más mientras no se aleje mucho tiempo, y que por favor me avise, con fechas, fechas, días, horas... Todo está muy lejos, yo hoy ya no sé tocar nada, se me olvidó hace años en un concierto en que las entradas costaban más que mi instrumento. Ese día me quedé en blanco, mientras soplaba a Mangelsdorff. Tomé mis cosas, mientras Joe Pass trataba de silbarme quien sabe que mierda y dejé de vivir en la calle cuarenta y dos - esa llena de nieve- para traerme los ahorros y armar este cuento que sólo tiene sentido por la jirafa. Ella ni siquiera lo sabe, no me atrevo a decirle que sé lo que siente, que tampoco me importan White o Jarret. Que los toque a todos y no me acuerdo de nada. Ni siquiera de la risa enferma del imbecil de Ducret.<br /><br />Yo en cambio la miro, mientras me trata de explicar y no le digo nada porque sé que no podría entender y me miro las manos y veo el vacío que dejó el tubo y me cayo no más la boca mientras escucho su voz y miro las pecas con ganas de llorar... En ese momento me paro y me voy, no la voy a dejar que me vea así, ella no tiene derecho, con esas piernas tan largas y ese cuello lleno de pecas a mirarme como me deshago y la voy dejando mojada porque cuando me da por llorar es como si se abriera un hoyo en el estanque de un water y salpico lágrimas para todas partes y tampoco quiero mojarla con lágrimas absurdas.<br /><br />XI<br />Se para ahí, bien derecha, a pesar de su altura y mira a todos pero yo sé que no mira a nadie, que sólo se ve ella misma y sonríe y pone cara de seria, de saber lo que está haciendo y descansa el violín sobre el hombro, sobre un pañito y lo afina despacio, sabiendo que todos están pendientes de ella y que podrían esperarla por siempre. Los demás también se preparan. Los músicos la miran y la esperan. Algunos ya son viejos, mucho más viejos que yo, y no están para las mañas de una niñita malcriada, pero el trabajo no anda en los árboles y aunque yo casi nunca la nombro, todos saben que las mañas de la jirafa las tienen que aguantar porque después de todo la gente viene a verla a ella con su pelo tan rojo y crespo y su cuello largo y sus dedos que tocan despacio como si rozara las cuerdas.<br /><br />Por eso, cuando mira hacia el lado los hombres se miran entre ellos con resignación y luego al público y luego a ella y toman posiciones y a veces revisan una partitura. Allá lejos mucho más lejos estoy yo mirando como miran los que están ahí sólo para verla y me dejo mecer por el sonido que parece salir más de su cuerpo que de la madera del violín. Trae el vestido negro, y dentro de él se queda perdida, como flotando, sin mirar más que sus manos y sus dedos largos. Los pies separados un poco, la postura exacta, las piernas cruzadas, cuando se sienta, y ese sabor de blues que aunque yo diga que no, podría repetir en cualquier orden, aunque en fin, digo que no. <br /><br />XII<br />Lo que necesitas es comer algo y descansar había dicho el médico cuando llegué balbuceando que no recordaba nada, y como era conocido me trató de animar. Me digo ahora que tal vez debí comer algo, sólo por probar. Pero no, tomé mis cosas y me vine para no vivir más en esa calle cuarenta y dos que se llenaba de nieve en invierno mucho antes de que yo alcanzara a olvidarme del verano pegote y húmedo.<br /><br />XIII<br />No digo nada. ¿Para qué? Aquí todos se preocupan de llamar las cosas por su nombre y también por otros inventados para que suenen mejor. Incluso la jirafa que de vez en cuando se queda un rato de más y me trata de explicar que entre mis dedos ella sobra. Yo la miro y la miro y le digo que no, que nada sobra y la trato de tomar y atrapar para que ella sepa, para que ella misma se de cuenta que mis manos alcanzan para que no sobre ni su cuello ni su guata plana ni su pubis rojo y lleno de rulos delgados que perfuma mis dedos. Ella no dice nada y se deja mentir con los ojos cerrados. Yo la molesto, le pego en las nalgas para que diga algo, pero tampoco dice nada y se queda ahí con los ojos cerrados, sin mirar, esperando que termine algo o tal vez que empiece.<br /><br />XIV<br />Yo hago todo para que no se vaya, le subo el sueldo sin que me lo pida, le hago regalos, le compro la ropa. Ella a veces me da las gracias y me sonríe, o se queda quieta mientras mis dedos se pierden en su pelo rojo que también está lleno de rulos delgados y si de verdad quiere hacerme sentir tranquilo me da un beso largo y me da las gracias de nuevo tratando de explicarme cosas inexplicables. Yo le digo que ya, que entiendo, que sé que lo dice de verdad, mientras recuerdo que con lo que gana en el teatro no podría pagar tanta ropa cara ni andar por ahí en sus viajes y me da pena porque la plata es demasiado común, cualquiera puede comprar vestidos y relojes y zapatos y pienso que si no se me hubieran olvidado las notas tal vez sería distinto, porque yo era bueno, mucho mejor que ella, y en otra época las mujeres me miraban parado sobre un escenario y se querían acostar conmigo porque yo tocaba notas largas como lamentos, con sabor a lamentos largos, y a las mujeres los lamentos sólo les interesan cuando les llegan así, como si no lo fueran, como si las notas que escuchan no fueran el mismo lloriqueo que se nos sale de los ojos.<br /><br />XV<br />Tal vez debió haber sido todo al revés. Así debieron pasar las cosas. La jirafa negándose siempre, buscando excusas y ganando tiempo. Pero las cosas pasaron de otra manera, un día, luego, la tuve entre los brazos sin casi haberlo pedido. Las cosas no debieron ser así, porque ahora no sé nada y ella me mira desde la silla mientras revisa sus notas y me dice, en silencio, que estará cansada y con dolor de cuello y que no la moleste ahora ni después. Así no hay noche, ni hay espera. Ya no espero, todo lo que esperé ya está agotado y lo demás es tiempo. Tiempo para que sepa ella, que no es sabia, que puede ser que yo recuerde sus historias y las repita con mis labios antes que ella termine de inventarlas. Que soy viejo, muy viejo para ella y que me sobra por todas partes.<br /><br />XVI<br />El vestido negro no, ese no se lo compré yo. Ese lo tenía el día en que llegó para reemplazar a Jorge Tagle que se fue en una gira de no sé que grupo de cámara. Después supe que Tagle se había acostado con ella y me calló mejor que antes y también me dio más miedo.<br /><br />La recuerdo caminando despacio y haciendo equilibrio sobre los tacones altos. Parecía una niña enorme. Una niña. Enorme. Sonrió a medias y vi bajo su brazo el estuche del violín y los ojos cubiertos por unas pestañas largas y suaves. Después casi no recuerdo más. Sus palabras no me importaron, como tampoco me importan hoy. Sé que me miente y gana tiempo como si se tratara de las notas que salen de la madera pero que ella vende desde el vientre. No fue un mal trato, pienso ahora, cuando la veo llegar como una trapecista, como sobre zancos, aún más alta que esa noche.<br /><br />XVII<br />La primera vez, se sentó en los pies de mi cama, vestida y cruzó las piernas. Comenzó con una letanía sobre su vida y yo hice como si la escuchara. Luego se quitó la ropa y nos metimos entre las sábanas. Eso pudo ser todo. Lo demás, son palabras que describen palabras. Un cuento demasiado largo.<br /><br />Hoy me dijo que se va.<br /><br />XVIII<br />A Certain Beauty, el viejo Mangelsdorff. Para despedirme. Preparo los papeles, se los doy a los muchachos. Ellos se los dan a la jirafa. La jirafa los mira extrañada pero no pregunta nada. El corazón me late y hasta pienso en sentarme ahí y tocarla yo mismo. Pero no lo hago.<br /><br />Cuando termina, los muchachos me miran y hacen gestos. El público aplaude. Si hubiera palabras, tal vez las usaría ahora. La jirafa no existe. Sí existen los músicos y Mangelsdorff. La veo rabiar. Odiarme. Sin embargo sonríe y aplaude también, con el violín bajo el brazo. La veo bajar. Cambiarse de ropa, ordenar los papeles. La partitura de hoy la deja a un lado. Entonces recuerdo, recuerdo exactamente las palabras. Se para frente a mí, yo miro hacia atrás. Ella mira tras de mí buscando lo que yo busco. Le sonrío. Ella me alarga la partitura y sonríe de nuevo. ¿Preguntas? Digo. Y ella, que no es sabia, responde, pregunto. ¿La conocías?, Digo. Y ella asiente con la cabeza sin decir nada. ¿Te vas? Pregunto. Ella me mira y no contesta.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-21954399587136813692007-01-08T04:52:00.000-08:002007-01-08T04:55:30.600-08:00La puerta... Cierra la Puerta!!!Sumergida en el tumulto. Los ojos cerrados. El miedo a la oscuridad asfixiante que se confunde con la masa de seres humanos que se mueve como si fuera un líquido. Un plasma pegajoso y tibio que se cuela por entre los flancos del cuerpo. La piel no está. No hay piel bajo las ropas húmedas, todo se ha quedado en otro lugar en el que también se han quedado las palabras. ¿Cómo vivir sin piel, sin tacto, sin palabras?<br /><br />Un cuerpo es algo parecido a un cuerpo. Depende. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿A que hora? Se ríe. Ella ha sido algo más. En otro momento. Antes de llegar. Por ejemplo, en el auto de alguien que pasó a recogerla hace algunas horas y que luego la trajo hasta aquí. El auto estaba repleto. Sus piernas habían rozado otras piernas. Había sentido brazos y sudores y palabras.<br /><br />Entonces sí existían: Piel, tacto, palabras. Y por eso habló. Con la voz ronca heredada de la madre. Con las palabras aprendidas en familia, con amigos, en tardes de cine. Todo eso. De cualquier cosa. De sí misma. De alguien a quien ahora recuerda vagamente y que entonces, en esa época, la inquietaba. Pero eso fue antes. Vuelve a reír. Es demasiado joven y bonita como para saber nada. Por eso, ahora no es antes. Ahora es ruido y cuerpos y todo eso está lejos y siente de pronto como la humedad la invade hasta los ojos. Las pestañas se pegan unas contra otras.<br /><br />Vuelve a cerrar los párpados, y el miedo confunde sus percepciones. Un poco más. Sólo un momento... se dice, sólo por probar.<br /><br />Cuenta: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Aún oscuridad. Cuerpos que la rozan y la mueven. Los brazos desnudos. Las caderas aprisionadas bajo la tela de su ropa que se clava en una piel que desapareció hace horas. La música que golpea contra su pecho. Paf! Paf! Paf! Entonces, ya no puede más. No puede contar. No puede soportar la falta de equilibrio que la invade en la oscuridad. Abre los párpados aterrada y mira alrededor. Nada. Luz. Ruido. Todo sigue igual, nada se mueve. Tampoco ella, que está quieta. Que lleva demasiado tiempo quieta mientras la fiesta pasa a través de su cuerpo sin rozarla. No. No es eso lo que quiere. No más inmóvil. Tampoco hacia allá, o hacia acá. No se trata de eso sino de lo que siente. De un silencio rasposo en la garganta. De un repentino spasmo de furia que se le atraganta hasta hacerla toser y gemir. Espera. Escucha a los amigos, de nuevo, en el auto … y antes, en una casa que no recuerda … Le hablaron de estar bien. De ser ella misma. Le dieron vasos y vasos de algo dulce que aún tiene metido en el cuerpo. Que le produce mareos. Y calor.<br /><br />Pero ¿Quién es ella? Intenta recordar y no le gusta. En cambio sí le gusta sentir por todas partes furia y ruido y saber que no es tarde. Por eso, ahora que está sola, que ya nadie la ve, se ha dejado arrastrar por la masa líquida de seres humanos que la rodean. Por eso, para no ser nunca más ella misma, ha dejado que el calor se meta entre las telas delgadas que la cubren y se arrastre por su vientre hasta volverse un cosquilleo lento. ¿Quién me nombra? ¿Quién me dice? De pie, en el tumulto, en lugar de pensar, aprieta las piernas húmedas de sudor y siente como el calor y las cosquillas suben hasta su vientre. Le da órdenes a su cuerpo. Y su cuerpo desconcertado se limita a enviar descargas de electricidad que la enervan. Que la arrastran.<br /><br />¿Comienza todo como un juego? Eso no me lo pregunten a mi… se responde… yo soy la tonta, ¿recuerdan? Una vez más, piensa. Y otra vez. Y otra vez. Junta con fuerza las piernas, las enreda una contra la otra en medio de la masa de gente hasta que los músculos comienzan a doler. Entonces, traga saliva y por fin se sumerge.<br /><br />Está de pie, entre todos esos cuerpos empapados de sudor que se mueven y giran frente a ella. Mira sus manos por un instante y comienza a reptar. Se mueve. Siente como sus caderas y su pelvis abren espacio en ese laberinto. Encuentran huecos, pozos, cavernas atravesadas por sus músculos que se contraen uno a uno - temblando bajo la tela de su ropa – Se puede ver. Por primera vez desde que era una niña se contempla. Soy una cobra, ruge. Una cobra gigante que avanza y mira y escupe veneno hacia los costados justo antes de atacar. Atacar. Eso es lo que quiere. Por eso el calor entre las ingles. Por eso esa humedad que la consume hasta hacerla contraer nuevamente las piernas y el vientre. Desesperada. Aterrorizada de la urgencia. Despierta. Atacar. Serpiente. Ojos. No recuerda por qué. ¿No recuerdas?; ¿te explico? Sí. Ya. Ya. Tal vez por ese otro al que recordó horas atrás y cuyo recuerdo quiere borrar de inmediato. Por sus palabras que resuenen en los tímpanos y que le revuelven el estómago. Respira. Respira. ¿Quién? Ya no recuerda el porqué. Tal vez por si misma. Porque tenía tanto miedo de que todo esto pasara. Porque nunca pudo ser una serpiente hambrienta frente a él, y aún así… ¿quién quiere ser conejo asustado?<br /><br />Yo no.<br />Tu no.<br />Ella no.<br /><br />Nunca más.<br /><br />Por eso se detiene y se cobija. Quieta, quieta. Shhhh. Sabe que nada de esto puede ser tan difícil. Antes ha sido un conejito asustado. Es cosa de quedarse inmóvil y todo lo demás ocurre solo. Pronto escuchará un sonido distinto al estruendo. Alguien a su lado. Un ser humano que dirá una frase. Que lastima que no pueda verte. Y repetirá, en voz más alta, a sus espaldas, cerca de su cuello. Que lastima que no pueda verte.<br /><br />El sonido de los bajos se mete bajo su ropa y se pierde. Lo siente ir y venir por sus sentidos. Sus sentidos también vienen y van, hasta que por fin algo ocurre ¿Una mano? Ella quiere que se trate de la misma mano y por eso no se mueve. También quisiera que algo dejara de cambiar por un instante, pero eso no puede saberlo. ¿Cómo podría? La mano es una mano. La mira, extendida frente a su rostro, aferrando una botella de color café oscuro. Está demasiado lejos de si misma como para hacerse preguntas. Algo es algo, ríe. Toma la botella entre los dedos. La botella vibra. Todo lo que toca vibra con el mismo ritmo. Aún la mano que se aleja, sólo un poco. No tanto. Ella mira. Mira hacia el costado. Ahí está, puede verla a un metro de distancia. La botella está fría y se la lleva a los labios. Siente como a través del cuello pasa un chorro amargo. Luego otro. Y otro. No puede detenerse. Está avergonzada. La mano espera. Devuelve la botella casi vacía. La mano desaparece de su vista, ella se siente empujada por la espalda. Zapatos grandes empujan sus zapatos. Pantorrillas delgadas se clavan en sus piernas para hacerla caer. No hay nada que hacer. Se mueve. Está bien, piensa y camina hacia delante sin rumbo. Quizás la mano la siga. No le importa. Claro que le importa. Una boca aparece a su izquierda. Intenta hablar. Intenta hablarle. A ella. Lo sabe. Eso se sabe, piensa. Aún así. Y luego se imagina que es cierto, aunque no sea posible. Qué quizás diga lo que ella espera escuchar. Que lastima que no pueda verte.<br /><br />Pero nunca hay tiempo. La masa la lleva a otra parte, a una distancia indefinible en la que ya no hay manos que la tomen ni labios que le hablen. Siente desesperación. Nada está resultando, y en cambio el calor en su cuerpo vuelve con cada roce. Con cada espalda que se agita por la música frente a sus pechos. Respira profundo. Ya está mejor. Cierra una vez más los ojos, para tentar a la suerte. Pero el terror la cubre de inmediato mientras todo comienza a desaparecer. No podrías caerte, tonta. No hay espacio. Aún así los párpados se desprenden asfixiados de negro. Despierta. La luz la encandila. Sonríe. Ha encontrado un pequeño espacio en el que puede respirar. Un foco cae justo sobre su cuerpo. Se mira. Primero las piernas mudas. Luego el escote y la piel empapada. Con la mano izquierda se seca la frente repleta de sudor y palpa la camiseta y el cuello y los hombros. Todo está mojado. Ríe a gritos, aunque nadie la escucha. Ya no le importa. Camina unos metros. Vuelve a la masa y se deja arrastrar por el suero pegajoso y caliente. Está rodeada de cuerpos, pero esta vez es distinto. Se detiene y se suelta. No cae. Miles de manos la rozan despacio. Se mueve lentamente para dejarse cubrir completa. Todo se ha detenido. Mira hacia abajo. Su pelo largo y lacio cae y cubre su rostro. Ahora lo acomoda detrás de la oreja y al hacerlo siente como las yemas de sus dedos reaccionan. Su pelo vibra, al igual que sus mejillas. Bam! Bam! Bam! Sonríe. Descubre un juego. Toca su nariz. Bam! Bam! Bam! Luego el cuello. Luego una cadera. Se queda quieta. Se le ocurre, aunque no está segura. Mira hacia los costados. Nadie existe. Nadie la mira. Tal vez se arrepienta. Algún recuerdo de algo que alguna vez le importó la podría hacer dudar, pero las dudas se apagan pronto. Es demasiado fácil. La mano derecha sobre el pubis, aprieta despacio. Siente el relieve de sus labios contra la tela. Palpa. Leve. Siente como el calor sube nuevamente. Piensa en él. En el que ha olvidado. Se ríe. ¿Qué pensaría de ella? Sus dedos están perdidos entre las piernas. Ahora se muerde los labios y aprieta con fuerza. Bam! Bam! Bam! Bam! Bam! Bam! Una vez. Otra vez. Hay espacio a su alrededor. No lo hay, es cierto, pero eso no importa ahora. Bam! Bam! Bam! Sus labios sangran. Vuelve a reír al sentir como la mano vibra y se moja. Le duelen las yemas de los dedos al clavarse en la tela rígida que rebota contra los bajos y las baterías. Nuevamente ha cerrado los ojos. Sólo queda un sentido. Todo se estremece bajo sus pies.<br /><br />Silencio. Separa los dedos entumecidos y siente su corazón latiendo con fuerza bajo la camiseta. Mira despacio su propio cuerpo, tenso. Nada se ha calmado. Sólo la mano que no basta. Mira sus dedos. Están húmedos y arrugados. Se los lleva a la boca y siente como arden. La música no le permite oír nada. Ni siquiera su propia respiración. Mueve el pelo hacia un lado y hacia el otro. Respira apresurada. Pensando en algo. Pensando demasiado. No quiere pensar. Le hace mal. Junta una vez más las piernas y se mira a si misma. Ahí están los huesos de sus caderas, puntiagudos. Sobresaliendo por el borde de los jeans que descansan a un milímetro del pubis. Nunca más será así de joven. Nunca más su vientre dibujará de esa manera el ángulo de sus caderas. Su mano baja hacia el hueco imperceptible que se dibuja entre el abdomen y su cadera. Siente la tersura de su propia piel. La juventud de sus manos. Se enoja. Una furia delgada le sube por la garganta hasta los ojos. No puede. Ese rostro la sigue más y más. Quisiera tenerlo ahí, de rodillas, hundido entre sus piernas, lamiendo la piel de su abdomen liso, bajando por su carne hasta inundarla de saliva. Aprieta. Cuenta las fricciones. Despacio: uno, dos, tres… Se toma el pelo con los dedos largos y luego el cuello. Su cuerpo nuevamente arde. Su respiración diagrama compases sin freno. Se concentra en las texturas e imagina desesperadamente su cuerpo liberado de ese rostro hasta que por fin se esfuma de su mente. ¡Ahora! Piensa desfalleciendo. Mira a su alrededor. Sabe que no es posible. Que si espera un segundo ya no podrá hacer nada más. Que si espera un segundo, el ardor de su cuerpo se convertirá en llanto y en lagrimas y en ruidos y palabras. Traga saliva y retrocede bruscamente hacia un cuerpo cualquiera. Lo ha visto de reojo. Casi no le importa. Sólo que esté cerca. Sólo que no la rechace.<br /><br />Se encuentran. Ella de espaldas. Una sola pierna que cruza despacio detrás de su rodilla. Era tan simple, piensa. Ahora sólo es ella quien sabe cómo y cuánto. No más palabras. Ni una sola, le dice. Shhhhto. Piensa. Tal vez no sea el mismo cuerpo. Ningún cuerpo es distinto, se responde agitada. Eso lo ha comprendido hace horas y ya no le importa. Sólo le importa lo que siente, y por eso puede percibir como lentamente el cuerpo que ha escogido se transforma en mano. Shhhhto. Shhhtoo. En dedos. En huesos. Se acerca más. Lo ha decidido en un instante. Separa las piernas. Se queda quieta y espera aferrada a sí misma. Sabe que su espalda roza el pecho de ese cuerpo. Sabe que su pelo largo y lacio acaricia ese rostro. Ya está. Lo siente. La mano cobra vida entre su piernas y una boca aparece tras su oreja para decir palabras que ella no entiende. Por eso gira a medias el cuello y responde con sonidos incoherentes. Desppsss. Desspp. Las voces se confunden. Son sólo ruido. Aire. Abajo, muy abajo siente las yemas de unos dedos gruesos. Son dos. Está segura ¿Como puede saberlo? Retrocede una vez más. Desafiando cualquier duda. Respira ruidosamente. El otro ser contesta con los dedos que se clavan hacia delante, moviéndola de su centro. Los labios rozan nuevamente su oreja y ya no es solo una mano. Junto a los labios, siente un cuerpo completo que se pega a su espalda; Un calor intenso que la aprieta y un brazo oscuro que aferra su cintura para impedirla que se mueva. No sabe si es eso lo que quiere. Se lo pregunta. Se lo responde. Y aún así no lo sabe. ¿Qué es una mano clavada entre las piernas en medio del tumulto? Sólo ella puede saberlo y no lo sabe. El otro cuerpo avanza, su cuerpo retrocede. El otro cuerpo empuja hacia arriba. Con las manos aferradas a su cuerpo. Eso está bien, piensa ella. Lo demás también. Aunque no sepa. Cualquiera, se dice entre dientes sin decir nada. Porque ella sabe que no dirá nada. Que pase lo que pase no puede decir. Y cierra los ojos y piensa en el sudor que cae por su frente. No puede sentirlo. Sólo lo piensa. También piensa que sus propias manos están libres. Las mueve. Sí, aquí. Toma con cuidado el borde de la camiseta y lo levanta. Se seca la cara. Siente el placer de su rostro seco. Su vientre ha quedado a medias descubierto y la la piel se le eriza por el aire que de pronto la cubre y la seca. Acomoda el pelo y deja el cuello libre. Inclina la cabeza. Casi puede verse. Lo sabe. ¿Cómo se ve la piel del cuello pegajosa bajo el lóbulo? El otro comprende y clava los labios sobre la piel salada. Ahora, sólo ahora, sabemos – es posible - que hay piel salada en el cuello. Muerde. Piensa ella. Y muerde. Retrocede unos centímetros. Sus caderas son un timón. Hacia un lado. Y hacia un lado. Arriba y abajo. Y arriba y abajo. Muerde la oreja. Muerde y se acerca… dice algo coherente. Demasiado coherente. Sus labios no pueden con algo así. No ahora, que la mano que antes fueron dos dedos está abriéndose paso bajo la tela rígida y todo vibra dentro. Bam! Grññññ! Bam! Grññññ! Bam! Grññññ! ¿Qué dice? Para eso. ¿Todo para eso? Pregunta. Sí, tal vez. Junta las piernas y cierra los ojos. Quiere. No sabe por qué. Por eso. <br /><br />Él.<br />¿Quién?<br />Él.<br />¿Para qué discutir?<br /><br />Que tan solo no deje de tocar. Piensa. No dice. Sólo piensa. Si es así. Ya no piensa. Ni dice. ¿Para qué? Algunas cosas no vale la pena que se piensen. No decir. Nunca, nunca decir. Por eso acepta. Todos aceptan. Un paso. Manos. No sueltes. ¿Entiendes? Y no suelta. Manos, piernas. Telas. Más y más pasos. Grñññ! Grñññ! Grññññ! Bamp! Bamp! Suelta un poco. No, no sueltes. Sólo para dar un paso. No dice. Recuerda no decir. No soltar. Ahora no sabe. Pero el otro sabe. Cuerpo volteado. Terror. No. No quiere estar de frente. La mano se aleja. Frío. Sólo un segundo. Cierra los ojos. Dos dedos fuertes se hunden nuevamente en la tela. Ella aprieta los muslos con toda su fuerza… Calor. Nuevamente las cosquillas justo entre las piernas, una sensación húmeda y tibia que aumenta. Que sube hacia el estomago, que la obliga a moverse. Hacia arriba… despacio. Hacia abajo. Rotando las caderas sin poder parar. Buscando que nada de eso se acabe nunca. Sabiendo demasiado bien que todo se acaba.<br /><br />No sabes quien. Sólo sabes de ti. Antes te habría importado. Pero ahora sólo puedes escuchar los latidos de tu propio vientre y el terror de que esas manos dejen de tocarte. Por eso acepta labios salados. A cambio de la mano. Tal vez para que no se acabe la mano. Por eso aceptas ir. Donde sea. Avanzas. Juntas. Un… Dos. Puerta. El otro empuja con la mano libre. Pero no suelta. No hay espera. Sólo puerta. También gente. Liquida. Gente como líquido. No te importa. Otra puerta. Suerte. Mucha suerte. Un espacio vacío. Una tasa blanca. Un espejo. Justo uno. Vacío. Dedos. No. No. No. Mientras no dejes de tocar. No los dices. Pero lo piensas. El otro entiende. Sonido. Grrrrr. Miedo. Mucho miedo. La tela se abre. Estás mojada. Se abre y se baja. Si. Muy bien. Mejor. Mucho mejor. Esta otra tela. Los dedos vuelven ahora, leves sobre la tela, suave, blanca, empapada. ¿Cómo? Dices, porque no escuchas. Tu pelo detrás de la oreja repite: ¿Cómo? Tu dices algo pero no lo dices. Miras hacia la puerta. Espejo a medias. Sus manos que buscan. Pelos. Dedos. Escuchas. De pronto están tus sentidos, por un espacio de tiempo impredecible han vuelto. Es el miedo, sabes. No puedes recordar. No quieres recordar quien eras. Por qué estás ahora en este lugar. Te apuras. Ya no hay tela. Ninguna tela. Lo piensas y está bien. No lo piensas, y está bien. Tu cabeza late de recuerdos, pero todo lo demás también late. Hay algo. Sabes que no importa, ¿qué podría importar? Muerdes una hebra de tu pelo cuando sientes entre las piernas algo que late húmedo y se abre espacio. Una sola vez, piensas. Puedo una sola vez. Pruebas tu garganta. Por fin sí. Por fin nada es absoluto. No sabes si reír cuando escuchas que alguien … que también eres tú, en otro tiempo, aparece por un solo segundo para pronunciar con voz ronca… una sola frase: “La puerta. Cierra la puerta”.Unknownnoreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-13637108655947581142007-01-08T04:46:00.000-08:002007-01-08T04:52:31.387-08:00¿Cuánto cuesta un polvo?I<br /><br />Recuerdo que alguien había nombrado a la española. Son cosas distintas. Muy distintas. Nada que yo te pueda explicar, había dicho. No recordaba quién, tampoco los detalles, sólo eso. Hay una española, tal vez pueda interesarte. Una frase murmurada en medio de otras muchas palabras que martirizaron lentamente mi curiosidad.<br /><br />Llamé luego. Días después. Nadie recordaba haberlo dicho. Quizás lo imaginé, me dije, hasta que por fin una voz desconocida me contestó en voz baja.<br /><br />¿Quién quiere saber?<br /><br />Yo apenas podía distinguir cual de mis contactos me había dado ese teléfono, revisé mis notas acelerado y por fin hice una apuesta. Llamo de parte del Gato. La voz del otro lado se compuso.<br /><br />¿Con quién hablo yo?<br /><br />Carlos.<br /><br />¿No es periodista, verdad?<br /><br />Por supuesto que no, mentí a medias.<br /><br />Estamos hablando de algo que quizás usted no entienda, ni quiera, me dijo la voz con tono educado y neutro. Yo no participo, pero puedo darle un número de teléfono. ¿Tiene como anotar? …<br /><br />Le recomiendo que llame mañana, después de las diez de la mañana y antes de las doce. De otra manera no es probable que alguien responda. Pregunte por Daniela. SI le preguntan, diga que llama de parte de Flavia. Hablamos de algo caro, Carlos, si no está dispuesto a tomarlo en serio le pido que no los haga perder el tiempo.<br /><br />Tomé aire.<br /><br />¿Cuánto es caro?<br /><br />Mucho, mucho más que cualquiera de los negocios de su amigo Gato. Además, ya le he dicho, si usted ha hecho tratos con gente como él, entonces esto tal vez no es lo que usted busca. No sé si me logro explicar, pero usted no está preguntando por una persona, Carlos, usted está preguntando por un secreto. Eso tiene precio, ¿no?<br /><br />Carraspeé. Mi presupuesto para este tema era grande. Todos sabían que me haría fakta aparentar mucho, sin embargo no lograba hacerme una idea.<br /><br />¿Cuándo dice caro, dice el doble, el triple?<br /><br />La voz del otro lado del teléfono se rió levemente. Quizás sea mejor que no llame, usted no está entendiendo nada de nada. Le estoy diciendo que esto es otra cosa. No hablamos de pagar unas horas de compañía, aunque el costo sea el más alto imaginable. Se trata de emprender una experiencia que dura mucho. Meses, tal vez años. Mire, antes de que cambie de opinión, usted llame y concrete una cita, sólo le pido que si le preguntan quién le dio el número, diga simplemente Flavia. Nada más. Por favor.<br /><br />II<br /><br />El tono de marcar sonó tres veces. Me contestó una mujer. Su voz era seria, con el tono perfecto de una recepcionista.<br /><br />“Oficina, buenos días”<br /><br />Pregunté por Daniela. No mencioné nunca a Flavia. La recepcionista se limitó a preguntar de parte de quien, y yo sin pensarlo le dije mi nombre. Carlos Jorquera. Nadie más me hizo preguntas. Espere un segundo, lo comunico.<br /><br />Luego de unos pocos instantes de música instrumental desde el otro lado de la línea, comprendí a que se referían con “la española”. Una voz dulce y con evidente acento Ibérico se puso al teléfono. Hola, soy Daniela. ¿Es Carlos?<br /><br />Titubeé unos segundos y respondí… Sí, es Carlos.<br /><br />La española no esperó ni pidió más explicaciones.<br /><br />Pues bien, Carlos, nadie habla conmigo por casualidad… supongo que estás interesado en conocernos. De ser así, pues el gusto será nuestro. Contesté con lo que intentó ser un tono natural. Me han hablado de ti, digo, de ustedes y me interesa saber algo más. La mujer pareció sonreír desde el otro lado. Espero que no te hallan lavado la cabeza con misterios espantosos, me dijo risueña. Poca gente nos conoce de verdad, y no nos interesa nada lo que se diga. Tampoco nos importa si eres o no periodista, Carlos, te hablo en serio. Sólo queremos que nos conozcas. De eso se trata, ¿no? Como cualquier secreto. Yo pensé en decir algo, pero ¿qué?. Al final no dije nada y sólo esperé.<br /><br />Pues bien, Carlos, entonces ya está, toma nota. Es importante que no te equivoques. Hay cosas muy efímeras. Ya irás viendo.<br /><br />Anoté una dirección en el centro. Cuando terminó de dictar cambió levemente su tono de voz, al que le impregnó un discreto matiz de disculpa. Esa es una oficina comercial. Hay algunas cosas que tendrás que resolver antes de venir, aspectos económicos de los que ya te habrán comentado, pero no te preocupes, eso sólo es parte del juego y… bueno, en realidad yo jamás hablo de dinero con mis amigos. Yo me quedé en silencio, con el block de notas en la mano sin saber que pensar. Ambos estábamos por colgar cuando la mujer se interrumpió a si misma en sus palabras de despedida. Ahhh, sólo una cosa más, me lanzó como si realmente se le hubiera olvidado. Debes ir de inmediato. La oficina se abre sólo por una hora luego de que nos contactan. Después desaparece. ¿Me entiendes? Nunca más en esa dirección. Nunca más en este número de teléfono. Nunca más una Flavia. ¿Me entiendes? Si no llegas antes de una hora se acabó.<br /><br />No sé si entonces comprendí, pero miré el reloj antes de asentir obediente. Eran las diez y cuarto de la mañana. Colgamos el teléfono. Veinte minutos después estaba tocando el timbre de una puerta pequeña en el tercer piso de un edificio de la calle Huérfanos.<br /><br />III<br /><br />Entré a un espacio pequeño y prácticamente vacío. Abrió la puerta una mujer pequeña y encorvada. Por un instante pensé que se trataba de una anciana, sin embargo pronto me di cuenta de que no se trataba de eso. Simplemente la mujer estaba tullida, inclinada sobre si misma.<br /><br />¿El Señor Jorquera? Me preguntó.<br /><br />Así es, respondí nervioso.<br /><br />Puede dejar aquí su chaqueta y su teléfono, me dijo con suavidad. Me dio la impresión de una enfermera en la consulta de un médico. Uno de esos pocos lugares en los que alguien a quien no hemos visto en la vida nos puede pedir que nos desvistamos, y nosotros lo hacemos sin chistar ni hacer preguntas.<br /><br />Me quité la chaqueta y dejé el teléfono sobre un escritorio improvisado al centro de la recepción. Sígame, dijo la mujer. Abrió una puerta y me encontré en una oficina de unos veinte metros cuadrados con dos sillas. Nada más. De inmediato lo van a atender. Tome asiento.<br /><br />Obedecí y me senté en la silla más próxima a la puerta. A los pocos segundos vi aparecer por el fondo de la habitación a una mujer. No logré sentir nada. Todos mis sentidos se convirtieron, en ese primer instante, en pensamientos. Recordé de inmediato a Gadamer. Bello es aquello que nos desespera.<br /><br />Luego, sentí como la sangré se agolpaba en mi cuello y me impedía respirar con normalidad. La mujer, seguramente acostumbrada a esas reacciones, se demoró un rato largo en caminar hasta la silla y desocupada y se mantuvo de pie. Traía jeans azules, y una camiseta gris. Esperó varios minutos sin decir palabra. Sólo de vez en cuando sonreía, hasta que por fin habló.<br /><br />Me llamo Sara. ¿Usted es Carlos?<br /><br />Me puse de pie, con las piernas temblando y le alargué la mano. Sí, Carlos. La mujer sonrió nuevamente, su voz era ronca y su acento indefinido. Tome asiento, por favor, disculpe la falta de mobiliario pero no nos damos mucho tiempo para decorar nuestras oficinas. Asentí como un tonto y me senté. Ella acercó su silla hasta dejarla a unos pocos centímetros de la mía antes de sentarse.<br /><br />Muy bien, Carlos. Entonces habló con Daniela. Asentí con la cabeza y murmuré una palabra que quiso decir sí. Mmm, Ok. No hay mucho que explicar. Hoy es Lunes, mañana lo irá a buscar un automóvil y lo llevará hasta nuestro recinto. Se trata de un par de horas, a lo sumo.<br /><br />¿Cuánto dinero tiene señor Jorquera?<br /><br />La miré. No entendía. Sonrió. A ver, si usted calcula todo su patrimonio, cuanto dinero tiene o puede conseguir. Digamos que usted está por morir y necesita una operación. O la operación la necesita alguien muy querido, cuanto es lo que usted puede reunir en pocos días.<br /><br />La miré con ojos incrédulos. Pero sin darme cuenta comencé a sacar cuentas mentales que hasta ese instante jamás había hecho. Algunos ahorros, depósitos, la casa en Chile, el departamento en Viña del Mar heredado de mi madre. Las acciones de la compañía Telefónica que nos regaló el abuelo Esteban. Llegué a una cifra que me impresionó a mi mismo. Unos quinientos mil dólares, quizás un poco más.<br /><br />Sin embargo, no le dije nada. Me quedé en silencio, mirando las piernas largas de la mujer sin saber en que me estaba metiendo pero con una sensación de vértigo y terror que me decía que si habría la boca sólo sería para decir que sí a cualquier cosa que Sara pudiera decir.<br /><br />Ella me sonrió nuevamente. Se puso de pie y me hizo un gesto para que yo hiciera lo mismo. Se alejó unos centímetros y luego se largó a reír. Carlos, Carlos. Mírese. ¿Se da usted cuenta de la posición en la que se ha puesto?<br /><br />¿Qué derecho tengo yo a preguntarle sobre el dinero que tiene o no?<br /><br />¿Le parezco bonita? Junto con sus palabras, cruzó levemente las piernas en un paso de baile y bajó la cabeza en reverencia.<br /><br />¿Y qué? Carlos, ¿Y qué?<br /><br />Pues bien. Entonces vamos a cambiar la pregunta completamente. Usted suele pagar por favores sexuales. También escribe luego acerca de todo eso, pero eso ya no me importa. Usted es un asiduo pagador. ¿Me equivoco?<br /><br />La miré nuevamente, confuso y avergonzado. Ella volvió a reír.<br /><br />Bien, bien, bien… habrás oído que nosotros no vendemos favores sexuales, ¿no?<br /><br />Asentí, de pie y con algo más de mi amor propio recobrado. Así es. Eso he oído.<br /><br />¿Y entonces que crees que vendemos?<br /><br />No lo sé, le dije con honestidad. Ella me miró y volvió a reír. Cada vez me parecía más hermosa.<br /><br />En principio se trata de una semana en un lugar en el que estará aislado. Pagarás una cantidad de dinero por eso. No te puedo decir nada más.<br /><br />¿Cuanto estás dispuesto a pagar?<br /><br />La miré con ojos de risa y me repuse.<br /><br />No lo sé, le dije, dime cuanto cuesta….<br /><br />No, no, no…. Así no funciona. Tu haces una oferta y yo la acepto o no. Luego, tomas tus cosas y te vas. Si llegamos a un acuerdo, entonces mañana te encuentras con Daniela quien te explica de que se trata.<br /><br />Saqué unas cuentas mensuales, pensé en el hotel más caro que conocía y en el valor de las prostitutas de moda. Modelos, actrices. Llegué a cuatro mil dólares por día. Le dije dos mil. Dos mil dólares diarios. Sara se me acercó y me besó suavemente en los labios. Luego se alejó un poco y tomó mi mano.<br /><br />¿te gustaría tocarme?<br /><br />Asentí. Tomó mi mano y la puso entre su piernas, sobre la tela del jeans y la apretó contra su pubis. Sentí una ola de sensaciones. Apreté la mano contra ella hasta que se alejó con cuidado.<br /><br />¿Y pagarías cinco mil ahora por hacerme el amor? Sobre el suelo. Ahora mismo. Sin condones ni rollos, me entiendes. Ahora mismo.<br /><br />Yo la miré perplejo, era una cifra absurda, sin embargo ella comenzó a abrir el cierre del jeans y dejó ver el inicio de un bikini de encaje blanco. Ven, tócame. Mete tu mano aquí. ¿Me pagarías cinco mil dólares ahora?<br /><br />Yo me negaba a contestar. La palabra “no” me parecía imposible, vulgar, absurda, y sin embargo… Cuando el bikini de Sara calló al suelo y mis dedos rozaron la humedad de su cuerpo, volvió a preguntar, se flectó sobre si misma y con mis dedos aprisionados, volvió a preguntar.<br /><br />Mis labios se abrieron al mismo tiempo que ella rozaba con sus labios mi oreja.<br /><br />Sí. Claro que sí, le dije desfalleciendo.<br /><br />En ese instante, me separó de su cuerpo con cuidado, comenzó a ordenar su ropa, sonriente. Muy bien, muy bien. Ya tenemos un monto, Carlos, ¿no?<br /><br />(continuará)Unknownnoreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-14218364813923450462007-01-08T04:43:00.000-08:002007-01-08T04:46:29.090-08:00Lecciones de BalletCamilo y Sara se sentaban una vez a la semana a conversar. Generalmente él partía con un comentario cotidiano. ¿Cómo ha estado tu semana Sara? Y ella, dependiendo del estado de ánimo, se inclinaba un poco hacía adelante o se quedaba con la espalda recta en el respaldo antes de abrir la boca. A Camilo ese primer gesto ya le daba cuenta de cómo vendría la tarde, y se acomodaba él mismo sobre su lugar, tomando nota mental de cada movimiento, para luego dejar que la mujer iniciara su parte de la plática, libremente, sin tener que apurarla más que lo indispensable.<br /><br />Esa tarde, ella hizo un gesto ambiguo. Se irguió a medias del respaldo y luego acomodó la espalda con cierto cansancio. Suspiró levemente y comenzó a hablar. <br /><br />Para una mujer como yo, a veces las cosas se ponen difíciles ¿sabes? – le dice Sara, cuidando las palabras y dejando largos intervalos entre cada pausa. Camilo la mira interesado, con una media sonrisa que la invita a continuar, pero Sara calla, y dobla el cuello y mira al hombre como si ya no supiera que más decir. Él la contempla algo sorprendido, y ella se complica. Tal vez pensó que esas primeras sílabas serían suficientes para que él le diera una mano, para que con valentía recogiera el guante, o por último, con gentileza, le alcanzara con los dedos el pañuelo a una dama. Pero en cambio, y desconociendo completamente su tímida invitación, el tipo se echa hacia atrás, con los brazos semi cruzados y una mano acariciando lentamente la barbilla. Él, inmutable, la contempla desde su abismo, y ella lo mira de vuelta, de reojo, muerta de rabia, subiendo y bajando sin ritmo los ojos, mientras poco a poco comienza a percibir una distancia creciente, una apartarse que no sabe a que atribuir. Pasan varios segundos. Nadie dice nada. Él parece dueño de sí, o al menos así parece creerlo Sara, pero eso no es del todo cierto. El hombre lleva tiempo soportando estas situaciones, algunas casi idénticas, otras marginalmente diferentes, y cree que hay pocas cosas que, a estas altura, lleguen a sorprenderlo. Sin casi mover los ojos, desplaza su mirada por el cuerpo de la mujer. No tiene un juicio acabado, aunque debe reconocer que la chica es bonita. Pero no se trata de eso. No es nada de eso. Él hombre se mira rápidamente hacia adentro, respira y repasa los ejercicios necesarios para comprender, de una manera – digamos - analítica, qué es lo diferente. ¿Por qué hoy las cosas no están saliendo bien? ¿Cual es la razón por la qué, a pesar de todo, no todos los casos como éste pueden resolverse de un modo idéntico?<br /><br />Despeja la cabeza, y percibe que las cosas también para él se han puesto difíciles, que tal vez tendrá que entregarse, un poco obligado, a un campo de juegos peligroso. Que alguna frontera, sin querer, se le quedó abierta y que es esa mujer, con su sencilla manía de mirarlo, lo tiene a punto de sucumbir.<br /><br />Ella en cambio se deja mirar y es como si su cuerpo y sus ojos se fueran a negro. Oculta toda expresión, cierra las válvulas de salida y lo hace notar. Tal vez simplemente ha percibido que el tipo flaquea, y esa sola intuición le ha dado una fuerza desconocida, una leve y mortal estrategia que necesita llevar adelante, aunque le cueste una hora, aunque le cueste todas las palabras que ya no dirá. Pero quizás, no, quizás no es eso lo que pasa por la mente de la mujer. Puede que todo sea más simple. Quizás al mirarlo y ver que por un instante él ha dudado, ella ha decidido, sin pensarlo, dejar realmente la mente en blanco, a penas mantener un sentido abierto… cualquiera, casi al azar... digamos - tal vez- el olfato… y esperar a que él se despierte de ese letargo en el que lo sumió la duda, para así, confundido, sacarle, por una vez... de una buena vez, algo tan simple como una respuesta.<br /><br />Él ha bajado la vista, e intenta parecer ocupado en la punta del bolígrafo. Sabe que está perdido, que ese gesto sólo le permitirá ganar unos pocos segundos, y que cuando levante la mirada no tendrá escapatoria. Pero eso, tal vez, ella no lo sabe. La imagina en su cabeza, repite mentalmente los gestos que ha grabado en su memoria. La comisura de sus labios al abrirse, la levedad de sus piernas delgadas que se entrecruzan nerviosas bajo la ropa de otoño recién entrado... el pelo desarreglado pero sano y sedoso que se le cae frecuentemente sobre los ojos y que ella necesita corregir, casi maquinalmente, antes de iniciar una frase nueva, una idea nueva. Piensa que tal vez tenga una escapatoria, que quizás ella está demasiado pendiente de su propio plan, de su propia inercia. Tal vez sea ella quien al volver en sí, desde ese transe artificial no podrá continuar tironeando y se dará por vencida frente a la evidente necesidad de que alguien ceda. Camilo junta toda la voluntad que lo rodea para tomar una decisión inmediata. Flecta imperceptible el cuello, amparado en la esperanza de una tregua. Se da un instante, mínimo, justo antes de subir los ojos hasta el recuerdo aún fijo de la mirada de Sara. La imagina nuevamente en su mente, apuesta en su favor, cree que saldrá victorioso pero se arrepiente. Ya es tarde, su rostro está de frente al de la mujer. Toma aire para darse por vencido y reprime un suspiro que lo delataría, mucho más allá de lo que se ha permitido... pero entonces, sin aviso, la boca de Sara se abre a penas y continúa…<br /><br />¿Me entiendes, Camilo? ¿Sabes de qué te hablo?<br /><br />Él la vuelve a mirar, dichoso, evitando que en su expresión pueda ella leer como en una naipe cuan encantado está. Intentando que sus ojos la cubran, pero sin delatar más de lo que ya daba por vencido... En fin, intentando que su expresión le de confianza para decir lo que quiera, lo que le nazca, para que ella por fin entienda que de eso justamente se trata, que no hace falta que le conteste, que si ella comprendiera no tendría que formularle preguntas, o más bien que da igual, que puede preguntar lo que quiera, pero que no hace falta esperar respuestas, pues todas ellas están ahí dentro, que diga lo que diga él sabrá como tratarlo, que en ese espacio no hay lugar para juicios. Sin embargo, contra todo pronóstico, la mirada protectora no cumple su evidente cometido. El silencio de Camilo, tan lleno de empatía y significado, ahora sí, parece desesperarla. Ahí, acurrucada en su lugar, se echa hacia atrás con brusquedad, desahogando en el respaldo una pequeña rabieta incontrolable y desde la más profunda frustración, mira nuevamente, casi de lado, al hombre sentado que no es capaz de enfrentar esa mínima suplica, esa expresión del más desgarrador y, al mismo tiempo levísimo, martirio.<br /><br />Camilo se mira a sí mismo, da vueltas y vueltas el mismo lápiz entre los dedos. Contempla con frialdad la escena de la mujer y carraspea como si fuera a decir algo. Ella lo mira, y la expresión le vuelve a los ojos con una rapidez de la que el hombre se ve obligado a reparar con ojo clínico. Ella se ha incorporado, su cuerpo avanza hacia delante e intenta que su mirada diga lo que sus palabras se niegan a expresar si no recibe de parte del hombre una simple respuesta. Camilo se da cuenta que de que tendrá que practicar más, que el carraspeo, que pareció suficiente hace un instante, le ha jugado una mala pasada, que ella se ha vuelto hábil en advertir sus tímidas y cuidadosas trampas.<br /><br />La mujer, de inmediato, gira sobre si misma, como si la constatación de esa burla le hubiera electrizado la cintura y él hombre sonríe dando cuenta de un leve triunfo. Ella se muerde los labios, resuella despacio, lo mira con ojos de furia y vuelve a insistir… ahora ya completamente desesperada, sin frases, pero ya casi sin ojos, en la urgencia de una respuesta, en la necesidad imperiosa de las palabras. Se mira a si misma, mira sus piernas, su larga falda, contempla sus manos y al mismo tiempo, de tanto en tanto, entre una uña y un tobillo, envuelve con un rabillo al hombre que sigue jugando, lentamente, con el lápiz entre los dedos.<br /><br />Él se encoge de hombros. Siente que es suficiente. Mira de reojo el reloj pequeño al costado del sofá de su paciente y constata que, esta vez, han sido casi 3 minutos. Abre la boca y se toca los labios con el lápiz, mientras observa atento a la mujer. A ver, Sara, sólo te puedo decir que... no sé aún si te entiendo. Hasta ahora no me has dicho nada.Unknownnoreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-1314095686702037442.post-71337055647606451482007-01-08T04:35:00.000-08:002007-01-08T04:42:30.975-08:00Créalo, o no...<em>Una fábula imposible... un monje inexistente... y algo de música de los setenta...</em><br /><br />I<br />El Salto<br /><br />Sencillamente salté. No podría – ahora – relatar las circunstancias exactas, pues de eso ya hace demasiado tiempo y sin embargo, pareciera que la historia, es decir, mis cronistas, han querido encontrar en ese gesto la justificación de lo que soy o he sido.<br /><br />Ahora podría hablar de mis procesos iniciáticos. ¡Bah! Ya soy un adulto, y eso está perdido en mi infancia. Había un gato, el gato se caía, yo salté… para buscar al gato. De ahí a lo que vino después hay una distancia tan enorme que ni siquiera yo soy capaz de comprenderla. Algunos pueden creer que eso no es posible, pues de algún modo es cierto que ya he vivido esta vida cientos de veces antes. Claro, claro… digo a quienes preguntan por mi falta de memoria, y después les recito el Quitab Alif Laila Una Laila… tal y como lo aprendí… se los suelto de un tirón y sonrío mucho. Me limito a las primeras frases, tal vez una media cuartilla… pues no hace falta más para que la gran mayoría me mire en un cuasi trance, sin comprender una sola palabra, pero confiados en la sabiduría de cualquier cosa que diga… entonces doy inicio a la misma cantinela, pero ahora hago uso de la famosa traducción de Richard F. Burton. Declamo lentamente, (lo he practicado durante años), permitiendo que mi fuerte acento los inunde. Hay quienes reconocen las palabras, y se sorprenden, hay quienes no entienden nada, y se sorprenden aún más. Entonces los miro con los párpados semiabiertos, y les hablo…<br /><br />¿Existe algo en común entre mis dos citas? Les digo, sonriendo y tal vez – en el mejor de los casos - aquellos más rápidos de mente me contestarán en voz muy baja… se trata de la misma obra, señor, es el original y su traducción… y yo sonreiré aún más, con esa sonrisa mil veces repetida, y afirmaré… solemne: esta obra, y su traducción, tienen tanto en común como cada una de mis vidas entre sí… que son lo mismo, y algo totalmente distinto…<br /><br />Eso es lo que hago, y casi siempre funciona. Después, a veces, si estoy de humor, puedo insistir, y hablarles largamente sobre la importancia de las lenguas y de los sonidos… y de cómo quienes hablamos muchas lenguas en ocasiones también soñamos en cada una de ellas, y entonces nuestros recuerdos y las imágenes se convierten en espejos que se ahogan a si mismas… unas a otras, como las del propio Mr. Burton… el Consul Inglés en Trieste, quien afirmaba comprender treinta y cinco lenguas y soñar en más de quince… yo me imagino en la oscuridad de esa ciudad de la frontera y también quisiera soñar de todos los modos posibles para no morir por la falta de luz…<br /><br />¿Pero, por qué citar el Quitab Alif Laila Una Laila, y no, por ejemplo, el Anattalakkhana-Sutta?… bueno, eso depende… si estuviera frente a algunos de mis monjes entonces ellos no me preguntarían cuánta memoria conservo de mis otras vidas, ni si soy el mismo que mis antecesores… ¡qué mal gusto! Entonces, no me haría falta hablar de esa clase de sandeces - para las que he terminado por prepararme simplemente por obligaciones de cortesía – y podría hablar a los monjes sobre mis sueños de manera muy diferente. Si así fuera, entonces sí podría recitar el Anattalakkhana-Sutta – en sánscrito - que es como mejor se me da eso de la impermanencia del alma.<br /><br />¿Qué es lo que ustedes piensan, oh monjes? Dice el maestro ¿Es la materia permanente o impermanente? Impermanente, Venerable Señor. Responden al unísono, con voz apagada y rítmica, como a mí me gusta oírlos … ¿Y aquello que es impermanente, es insatisfactorio o satisfactorio? Insatisfactorio, Venerable Señor, responden a coro ¿Y aquello que es impermanente, insatisfactorio, transitorio, es correcto considerarlo: esto es mío, esto soy yo, esto es mi alma? No, Venerable Señor. Las voces en este momento, siempre, se volverán como un murmullo… y así comienza nuevamente el rollo…<br />¿Es la sensación permanente o impermanente? Impermanente, Venerable Señor. ¿Y aquello que es impermanente, es insatisfactorio o satisfactorio? Insatisfactorio, Venerable Señor. ¿Y aquello que es impermanente, insatisfactorio, transitorio, es correcto considerarlo: esto es mío, esto soy yo, esto es mi alma? No, Venerable Señor.<br /><br />¿Y la percepción? Impermantente venerable maestro.<br /><br />¿Y la conciencia? Impermantente señor…<br /><br />Oh monjes, digo - cito - recito -, (o diré, citaré, recitaré) tal vez con carraspera… Cualquier materia pasada, futura o presente, interna o externa, vasta o sutil, inferior o superior, distante o cercana, toda la materia debe ser considerada con recto entendimiento de acuerdo con la realidad: Esto no es mío, esto no soy yo, esto no es mi alma. Vamos… que ya se lo saben…<br /><br />Y entonces… cualquier sensación pasada, futura o presente, interna o externa, vasta o sutil, inferior o superior, distante o cercana, toda la sensación debe ser considerada con recto entendimiento de acuerdo con la realidad: (los miro y les indico que contesten y ellos ahora se hacen oír maravillosamente, dándome la idea de un rugido):<br /><br />Esto no es mío, esto no soy yo, esto no es mi alma.<br /><br />No vamos a decir que todo esto es una fiesta de la diversión, pero a los monjes y a mí nos gusta, y podemos hacerlo durante horas sin aburrirnos… lo que tiene la ventaja de que en el intertanto nadie hace preguntas.<br /><br />Lo he intentado en algunas de estas jornadas de difusión a las que me fuerzo para entrenar mi propia compasión… e intento con algo clásico … Pero… quienes aún tienen curiosidad- es decir- los curiosos impúdicos… se preguntan - y con razón – luego de escuchar y repetir tooooda la lata…<br /><br />Es cierto que la comprensión de la verdad permanente no es ni más ni menos que la conciencia acerca de aquello que no existe… sin importar si eso es dicho en Inglés Shakespeareano o en lenguas semitas, dravídicas o centroeuropeas…Pero entonces, aún si eso es cierto, nada has dicho, maestro, acerca de los motivos…<br /><br />¡Ahhh! La ignorancia no es más que un mal remedo del verdadero calvario… la imposibilidad de comprender…. Y por eso nunca faltará quien, tras mi agotador intento, hará como un hombre joven de Memphis - Tenesee… quien luego de dormitar durante todo mi discurso y al despertar de un sueño… quizá en Arameo… me miró a los ojos fijamente (lo que comprenderán no es tan fácil) y con una sonrisa preguntó:<br /><br />Pero, entonces, maestro, por fin… ¿Por qué diste el salto?<br /><br />En aquella ocasión lo miré con acopio de fuerzas… después de todo soy un santo… y le dije con voz dulce y modesta… ¿es que nada comprendes?<br /><br />Considerando detenidamente su origen me pareció bien citar algo que le fuera más conocido… y dado que tengo también mis gustos… entoné, medio recitando medio cantando … “Long, Long Time ago”…Eso ocurrió hace doscientos ochenta años… joven amigo… ¿cómo pretendes que lo recuerde?<br />II<br /><br />¿Otro Salto?<br /><br />Tal vez debiera comenzar todo esto de nuevo. De otra manera completamente distinta. Había un niño en mi barrio… - Ya todos saben que yo era un chico latino de unos cinco años, que vivía acomodadamente en la vieja ciudad de Nueva York – Comenzaban los años setenta. Ese niño de mi barrio podría haber sido yo mismo, sólo que no lo era. Él era un chico oriental que vivía, como nosotros, en el Upper East Side. Solíamos salir a jugar juntos, y su casa se fue convirtiendo en mi hogar. Por esa época mi padre daba clases de Literatura Hispana en la Universidad de Columbia, donde conoció a mi hermosa madre. Ella estudiaba algún PhD en historia de la cultura pero en realidad era una fanática de los idiomas y dialectos. Nunca estaban conmigo, pero cuando me prestaban alguna atención solían hablarme en cualquier lenguaje que se les viniera a la cabeza. Mi padre dominaba sólo siete, todos indoeuropeos, si se descuenta, claro está… el chino mandarín que no tiene mayor gracia. Mi madre en cambio le daba mucho a la lengua en todas las derivaciones lingüísticas, (oficiales o no), conocidas y por conocer de sus ancestros de Asia, aunque en verdad sólo tenía una bisabuela vietnamita y ella, en cambio, era una rubia casi completamente danesa, como su padre…<br /><br />Pude haberme dado cuenta así, y tal vez de alguna manera lo hice… tampoco era tan normal que un chico medio latino del Upper East Side se dedicara a parlotear en koreano con el dueño de la lavandería de la esquina o que soñara ¡siempre! en la lengua del tibet… pero ya saben, a los cinco años nadie tiene más que una conciencia reducida acerca de si mismo, y yo, la verdad…iba por ahí considerando todo eso de lo más normal…<br /><br />Pero he vuelto a partir de mala manera… Decía que en mi barrio había un extraño chico oriental y que sus padres casi me educaron… El chico se llamaba Ole, y su padre se llamaba Ole, lo que me causaba mucha gracia. Fue al pequeño Ole a quien se me ocurrió contarle lo del salto en mi sueño. Yo estaba en una pequeña choza en las montañas y veía un gato negro y raquítico caer desde un muro, entonces me arrojaba al suelo para atraparlo antes de que cayera… mi cuerpo se azotaba contra el suelo de piedras y mi cabeza rebotaba varias veces… pero al despertar, el gato estaba ahí, entre mis brazos… sano y salvo… Ole se lo contó a su padre y su padre se lo contó a la madre de Ole… entonces me llamaron y me hicieron muchas preguntas… que por qué yo creía que debía saltar, y que si no había tenido miedo, y que si no sabía que al gato probablemente no le habría pasado nada al caer de un par de metros … y que yo en cambio me había azotado contra las piedras… yo les contestaba en tibetano sin saber mucho que decir, pues en esa época no sabía bien la importancia de los sueños y me parecía algo ñoño esto de buscarle tanta y tanta vuelta… pero ya se ha visto… al parecer fue mi compasión la que me hizo saltar entonces y en cada una de mis vidas pasadas…<br /><br />Después la cosa se puso fea… mi madre gritaba - también en tibetano - que todo aquello era una locura, mientras el padre de Ole intentaba contestar con la mayor calma y hacerle ver que era del todo necesario hacer las pruebas…<br /><br />Como mi padre no entendía una palabra intentó cambiar el idioma al Inglés, pero no había manera de convencer al señor Ole, ni a mi madre ni a mí mismo… hay cosas que sólo se pueden decir en un idioma y no en otro, explicaba el señor Ole a mi madre y ella lo traducía de mala gana a mi padre, hasta que este se largó a gritar en su chino mandarín del sur hasta hacerse oír. Creo que finalmente todos entendimos que algo había que conceder y nos entregamos a esa alternativa intermedia que, después de todo, es el idioma más común del mundo…<br /><br />Pero ni el chino mandarín de mi padre ni la dulce voz de mi madre pudieron con el empecinamiento del señor Ole, quien he de decir, no sólo era dueño de un enorme domo de artes marciales y práctica de yoga en el Village, sino que reunía en sí mismo más sabiduría en una palabra que la de mi progenitor en sus varios libros publicados… Así, luego de explicarle, nuevamente, los motivos por los que sería necesario probarme y – de resultar todo bien – llevarme bastante lejos para ser educado… le palmoteó la espalda y logró largarle una frase entera en el más perfecto español de Santiago de Chile… algo que hoy recuerdo como … quédese tranquilo mi amigo… su chiquillo va a estar de lo más bien…<br />III<br /><br />Un salto mortal<br /><br />No fue para nada tan fácil he de decir. A las semanas de haber aceptado mis padres las pruebas, llegó al barrio una comitiva de por lo menos diez curiosos viejecitos vestidos a la manera tradicional… cualquiera que no se haya criado en Manhattan pensará que eso generó algún alboroto entre los vecinos, pero lo cierto es que a nadie le interesó nada, ni los motivos ni los detalles de tan bizarra aparición…<br /><br />Tocaron varias veces la puerta de mi casa, mas, como solía ocurrir, no encontraron a nadie y a punto estuvieron de tomar sus trastos y volverse a los Himalayas por donde mismo habían llegado. Sin embargo, el señor Ole estaba bien pendiente y los salió a buscar a la carrera y haciendo toda clase de genuflexiones y reverencias que a punto estuvieron de tirarlo boca abajo sobre el pasto de su propio jardín delantero… <br /><br />Los ancianos lo miraron con amabilidad, pero aún algo perdidos frente a la mole que se inclinaba junto a ellos… creo que he olvidado decir que el señor Ole era un luchador de Sumo retirado, que medía más de dos metros y pesaba unos doscientos kilos… por lo que los pequeños hombres de túnicas anaranjadas y pies descalzos bien podían parecer niños frente a un gigante…<br /><br />Aún así, mi vecino se las arregló para hacerlos pasar a su hogar y sonriente les presentó a los miembros de la familia… cuando llegó a mí, bajó el rostro y cambió bastante el tono de la voz. Me hizo acercar a los hombres y les fue contando despacio todo aquello que le hacía pensar en la necesidad de hacer las pruebas.<br /><br />A mí me sorprendió bastante escucharlo, pues hasta ese momento siempre pensé que la única cosa que lo hacía dar la lata era el famoso sueño con gatos, sin embargo les relató un montón de cosas que a mí nunca me habían parecido raras, como mis otros sueños y el hecho que hablara en tantos idiomas a mi edad… y también, y ahí si que me quedé mudo… de mi gran bondad…<br /><br />Los hombres tomaban notas apresuradas y me miraban fijamente. Yo los miraba a ellos y trataba de morderme la lengua, pues estaba a punto de largarme a reír de sus miles de arrugas y de la manera cómo se les movían los huecos de la nariz mientras me tomaban la mano y hablaban de mí en voz baja, sin decidirse aún a preguntar nada.<br /><br />Por fin el más anciano de todos me pidió que me sentara y comenzamos a hablar… me hacía preguntas raras, y yo le contestaba lo más raro que se me ocurriera… y él vuelve a preguntar y yo vuelve a contestar… el viejito me sonreía y yo me daba cuenta que mientras más raras mis respuestas más complacido se mostraba, y comenzaba a mirar a sus colegas y asentir con la cabeza, arrugando a un más la piel del cuello que le colgaba por debajo de la pera… hasta que de pronto me quedó mirando y con los ojos brillantes me dijo que si yo creía en algo…<br /><br />Yo lo miré tratando de saber la respuesta, pero me di cuenta que ya no serviría mi imaginación, por lo que no me quedó más remedio que decirle que no lo sabía, que cómo iba a saber algo así, que nunca había escuchado hablar mucho de esas cosas en mi casa y que en la del señor Ole se meditaba mucho pero se hablaba poco…<br /><br />Todos los ancianos dieron una carcajada al unísono y yo me quedé pensando que me gustaba el buen humor de esta gente que siempre estaba sonriendo… y el señor viejo entonces me dijo… ¿y? Por qué no nos hablas a nosotros de aquello que te hace pensar, en lo que tú crees que podría ser algo bueno para todos los hombres…<br /><br />Lo contemplé desconcertado. En esa época - eso que llaman la más tierna infancia - casi nunca tenía muchas dudas sobre nada… y sólo sentía profunda curiosidad por la letra de una canción que ya estaba sonando fuerte en las radios FM... pero me pareció que estos viejecitos no estaban preparados para el country, por lo que me guardé mi comentario y pensé que ya habría oportunidad para hablar acerca de los recovecos poéticos de American Pie…<br /><br />Tres días después estaba haciendo mis maletas… tenía ya seis años y un par de discos del viejo Don… que por entonces no era nada viejo…<br />IV<br /><br />Saltos y tropiezos<br /><br />No se vaya a creer que por aquel entonces fuera fácil el ir venir con una comitiva de ancianos con los ojos rasgados y las ropas más extrañas… Llegamos al aeropuerto y no faltó trasto que no revisaran ni papel que no requiriera al menos treinta confirmaciones antes de que dejaran pasar a estos diez aspirantes al nirvana con un chico que, a pesar de su cara latina y su pelo pajizo y amarillo, tenía un pasaporte emitido por los Estados Unidos que decía bien claro que se trataba de un hijo de la libertad. Pero por fin los agentes de inmigración, aduana y la policía federal debieron someterse a la realidad. Los locos no eran los viejos lamas sino mis padres que me habían dejado partir con ellos.<br /><br />La primera parte de nuestro camino fue bastante normal, si se me permite. Fuimos cambiando de avión en avión hasta completar unos seis en total. Pasamos por Miami, luego por Berlín, para finalmente dar varios periplos desde Calcuta a nuestro destino final, el cual, aún hoy no me es posible revelar.<br /><br />Demás está decir, ahora, que dentro de nuestra filosofía existe una gran variedad de linajes, y que unos y otros, si bien debieran llevarse de lo más bien, no siempre son capaces de abstraerse de los conflictos políticos superiores. Ya se conoce bien las diferencias que algunas de nuestras autoridades religiosas mantuvieron, en su tiempo, con ese señor tan alto llamado Mao Tse Tung. Pues bien, mi caso, aunque no lo sabía, no era tan distinto… Pero ya hablaré de eso y por ahora, me limitaré a ir paso a paso… aunque a veces me tropiece…<br /><br />Llegamos a nuestro destino unos veinte días después de la partida. Eso no tanto por las demoras propias del viaje, como por cierto empecinamiento de mis escoltas de viajar sólo de noche y muy lentamente, intentando la más de las veces que nadie me viera… Al entrar en el último pueblito de los que nos tocó recorrer, la gente se abalanzó a mi comitiva bramando y dando pequeños gritos en un ruido que, estoy seguro, no correspondía a ninguna lengua humana. Todo era bastante confuso salvo el que la población, obviamente, quería enterarse de la suerte de los sabios en su búsqueda. Ellos gritaban para sacarse de encima a los ruidosos, y así los ruidos se volvían más ruidosos y yo de pronto recordé que esto ya me había ocurrido antes, mucho antes, cuando me llamaban Bhagavat y aún así quienes tan respetuosamente me trataban solían discutir entre ellos sin siquiera recordar que yo estaba ahí mismo y que difícilmente podía alguno de ellos estar en la razón acerca de lo que yo habría pensado, si se consideraba que nada había dicho jamás sobre gran parte de las letanías sobre las que ellos solían disertar… y como el ruido me tenía harto y los amables viejecitos nada lograban para ordenar a esa turba que, todo así lo indicaba, quería verme, saqué la cabeza por la ventana y les dije amablemente… querida gente, podríais guardar más silencio que trato de dormir…<br /><br />No debí hacerlo, es cierto, pero por aquel entonces mi sentido de la oportunidad no se encontraba aún muy desarrollado, y estaba lejos de comprender el efecto que desde entonces tendría cada palabra que saliera de mis labios. El pueblo se quedó mudo y no volvieron hablar por más de una década, limitándose a la comunicación gestual que, como bien se sabe, tienen sus pros y sus contras…<br /><br />Finalmente penetramos en un templo de piedra que, se notaba a lo lejos, tenía más años que el propio Matusalem. En él fui, finalmente, reconocido como la última encarnación de quien soy… y luego de estudiar como un verdadero mico, fui ordenado sacerdote en medio de cánticos tan hermosos que casi me hicieron olvidar mi preferencia por los Beatles…<br /><br />Todo iba de lo más bien para mí y para los monjes, hasta que el mismo día en que cumplí la mayoría de edad, y en lugar de las fiestas que se me había preparado… yo y todos mis compañeros debimos salir del lugar a los tropezones… pues el típico gobierno vecino que nunca falta, acababa de invadir varios pueblos a pocos kilómetros y en cualquier momento podía descubrir el santo lugar en el que se me había ocultado.<br /><br />Logré sin embargo pasar, antes de la fuga, por el pequeño pueblito a la orilla del templo, y una vez más descolgué la cabeza por la ventana y les hice un gesto para que supieran que si era por mí, ellos podían hablar hasta por los codos. Tardaron pero entendieron, y así, cuando ya había avanzado un kilómetro comencé a escuchar el ronroneo de sus voces. En el fondo de mí di gracias por haberme alejado a tiempo… y continué el camino.<br /><br />Se podrá pensar que siendo yo quien soy, las cosas serían más sencillas, sin embargo ya les he dicho que entre unos y otros linajes no siempre existe gran armonía, y a pesar de que afirmo que todo mi pueblo es movido por una gran compasión, eso no siempre llega tan lejos como para ir reconociendo por ahí que los vecinos del lado se sacaron el premio gordo y lo andan paseando en un carro de tracción humana.<br /><br />Así las cosas, debimos dar varias vueltas hasta encontrar un templo en el que se nos admitiera con todas las de la ley y aún así, en él no era posible nombrarme por ninguno de mis títulos ancestrales, ni dar a conocer mi verdadera identidad, por lo que acordamos que al menos en público se me trataría con toda la soltura que la buena educación permitiera. Sólo los más ancianos a cargo del edificio sabían todo, y por lo demás fui yo quien insistí en que se me diera alojamiento como a cualquier joven monje, pues para ser bien claro, desde el punto de vista estrictamente administrativo, eso es lo que soy, ni más ni menos.<br /><br />Aunque la historia escrita da a este tiempo variadas interpretaciones, e intentan encontrar en cada segundo de mi vida algún mensaje, sé que no hace falta tanta reflexión, pues el sentido más profundo de las cosas suele estar en los eventos más sencillos. Esos fueron días alegres en mi existencia, y en los que pude practicar grandemente mi humildad, pues, de un momento para otro pasé a compartir, por primera vez en mi vida, el cuarto con otros chicos más o menos de mi edad, lo que supuso un cambio revolucionario en mi formación. Recordarán que fui hijo único de una familia de clase media intelectual, es decir, todo un tirano infantil.<br /><br />Corrían ya los años ochenta, y ni toda la distancia de occidente me habían limpiado de ciertas manías propias de mi primera educación, por lo que me las ingenié del modo más rebuscado para hacerme de una pequeña radio de onda corta que introduje en nuestro cuarto sin preguntar, mayormente, a nadie. A través de ella me enteré de la muerte de John Lennon y también supe con gran alegría sobre la buena fortuna de mi estimadísimo Don McLean, quien luego de casi quince años, seguía en los primeros lugares de las radios, aunque por desgracia, con la misma y única canción.<br /><br />Así pasó casi un lustro, hasta que las mismas autoridades que nos habían hecho salir a la carrera la última vez, llegaron a pedir una entrevista conmigo. Yo, claro, no me enteré de la amable solicitud hasta que me encontré a mí mismo, séquito incluido, caminando a la carrera por las montañas, sin detenernos ni siquiera para dormir o comer pues, sabíamos, que en casos como éste, camarón que se duerme…<br /><br />No vamos a decir que pasar por los Himalayas sea precisamente un paseo de día domingo, pero lo logramos en mucho menos tiempo de lo previsto, lo que alentó vivamente mi espíritu deportivo. Llegamos a la India el 26 de mayo de 1990, era la segunda vez en mi vida en que pisaba esta tierra, es decir, hablo de esta última vida, obviamente. Tenía 24 años y aún amaba el Rock & Roll, aunque por ese entonces, ya conocía muy bien la importancia de no hacer notar este pequeño desliz, y en el intertanto ir muy despacio con cualquier cosa que dijera, pues como se cuenta en las historias de Bagdad, para cierta gente, mis ideas se volvían, si no órdenes, al menos verdades de las que era difícil, luego, abdicar. <br /><br />V<br /><br />Salto ornamental<br /><br />¿Sé, por fin, algo más hoy, que lo que sabía a los cinco años?<br /><br />Es difícil de decir, pues existen profundas diferencias entre la sabiduría y la instrucción. Sin embargo, hay ciertos detalles de los que puedo estar seguro y que me acompañan cuando las esperanzas parecen abandonarme.<br /><br />Por ejemplo, la certeza de ser un ser humano como cualquier otro, y la esperanza de que alguna vez así seré considerado.<br /><br />Pero entre saltos y saltos, quien sabe si el hombre, animal de costumbre, culmina aprendiendo algo más, también, acerca de la belleza que puede encerrar hasta el más mínimo gesto.<br /><br />Debo decir que al cumplir los 29 años, mi vida había sido ya mucho más difícil que la de mis antecesores, y sin embargo, sabía que era necesario que así fuera. Yo no habría podido, en estos días, soportar el encierro en un palacio, rodeado de lujos y placeres… mucho menos la compañía mítica de las quinientas doncellas más hermosas de mi pueblo… pues el hecho de mi encarnación occidental, desde ya supone una tentación demasiado grande, aún para aquella parte de mí que me acompaña desde siempre.<br /><br />La tarde del 3 de junio de 1995, me encontraba junto a algunos de mis discípulos conversando acerca de uno de esos temas que nos gustan… en esa oportunidad, como tantas, se trataba de la vacuidad, tema que no por repetido deja de ser fundamental, considerando que todas las visiones que nos rodean nos hacen pensar en que estamos lejos de ser vacuos, y sin embargo, que le vamos a hacer… lo somos… De pronto, uno de mis ministros se me acercó respetuosamente, y me advirtió, al oído, que una vez más los aburridos soldados vecinos iban por ahí en mi búsqueda…<br /><br />Miré a mis monjes y una parte muy humana en mí sintió ganas de echarse a dar insultos por mi mala pata y la tozudez de estos enemigos a los que yo jamás había ofendido, pero como es previsible, contuve adecuadamente la ira y con mi mejor sonrisa me puse de pie, dando toda clase de disculpas por tener que dejar, a tanta gente, con las ganas de más enseñanzas…<br /><br />Yo ya estaba más que frustrado por la falta de reglas claras sobre procesos internacionales que se aplican en este lado del mundo, y de que a nadie, mucho menos a mi país natal, se le pasara por la mente defender mi integridad… ya no de encarnación de aquel quien soy, sino simplemente de ser humano con derechos inalienables garantizados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros cientos de Tratados sobre el tema.<br /><br />Es por eso, señores, que estoy aquí frente a ustedes y que he estado más que dispuesto, encantado, de contestar a cada uno de vuestras preguntas, pues, a pesar de tantos años de no darle a la lengua, ni una sola vez, en el idioma de mi padre, me gustaría ser acogido en la tierra que lo vio nacer, y en la que, según sé, las instituciones realmente funcionan. Esta solicitud la hago, no en calidad de asilado político ni jefe de estado en el exilio, sino como un simple y sencillo ciudadano…<br /><br />Y pido me disculpéis si he sido un tanto extenso, Señor Embajador González, o si mi español es algo rudo… pero no lo hablo desde los seis años… y reconozco que me ha fascinado este delicado cantito en mis propios oídos…<br /><br />Pues bien, vos me habéis pedido alguna prueba acerca de ser quien soy, como condición previa para mi visa en esta bendita República, y si bien, por lo que entiendo de vuestras preguntas, ambos conocemos mi historia al revés y al derecho, os puedo decir, sin lugar a dudas, que tengo dicha prueba… que es de lo más sencilla…<br /><br />Créalo usted o no, jamás he causado daño a nadie…Unknownnoreply@blogger.com1