lunes, 8 de enero de 2007

¿Estás despierta?...

Esta lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra alejandra no lo niegues.
(La Enamorada, Alejandra Pirzanik)





A veces se sentaba sobre su cama a contemplar despacio la blanca transparencia de su piel. Las manos frías y sudadas. Los labios delgados y el cigarrillo en los labios, como si en él pudiese afirmar la cabeza por un rato lo suficientemente largo como para, finalmente, caer rendida y dormir. Muchas veces se preguntó por qué estas cosas le ocurrían. Se tocaba las piernas blancas, las miraba desde los tobillos hasta la rodilla y soltaba un suspiro que no era de pena o angustia sino más bien de terror. De pánico a las sombras que junto a su muro aparecían por la noche para guardar un sueño que no requería ser guardado. Para obtener un sueño que por las tardes parecía querer consumirla y que, por el contrario, al caer por fin la noche, la dejaba muda, pálida, ojerosa... consumiendo cigarrillos con las manos temblorosas de los Domingos.

Alejandra, no sabes cuidarte sola, le dice alguien apoyado en un muro de su cuarto. Ella da vuelta la cabeza y mira hacia atrás. No hay nadie. Pero ella sabe que fue llamada desde un rincón de su cuarto y desprende los labios del cigarro y vuelve a mirar con desesperación.

No sé cuidarme sola, piensa, y vuelve a dar un sorbo al cigarrillo casi consumido. ¿Por qué los cigarros se apagan? Se pregunta, mientras se quema los dedos en el cenicero. Quisiera tener un cigarrillo eterno, que llegara a mis labios cada vez que muevo las manos.

Alejandra se ha movido hacia a atrás y he podido besarla. Sus labios apenas se abren y acaricio su pelo suave y su mejilla delgada. Mis uñas rascan su cabeza e intento que descanse sobre mi pecho. Pero esas cosas no son para ella. Se defiende. Me besa sin ganas. Apenas abre la boca y mis dedos deambulan entre sus piernas hasta que reacciona. Sus manos se crispan mientras me tocan. Me siento expulsado. Me siento despedido desde su cuerpo, pero logro afirmarme y ella a veces sonríe. No me gusta tener que hacer tanta fuerza, pienso, pero ella se crispa bajo mi lengua. La saboreo, acaricio su pubis negro. Miro su rostro blanco. La guío sobre mi cuerpo, la termino de desnudar, mientras sé que en cualquier momento volveremos al cuento de siempre. No soy cariñosa, me dice, y además mañana no me voy a acordar de nada. La miro triste. Odio que me diga eso, odio que me tome y me deje. Pero odio más el ser yo quien corre hasta su lado para que ella me tome y me deje. Rogando que esta vez me tome. Que por favor no me deje.

Ahora, mucho tiempo después, está tendida de espaldas sobre la cama baja. A su derecha, una ventana deja ver los árboles del parque y las luces amarillas de faroles recién prendidos. La oscuridad poco a poco comienza a entrar por los rincones, y Alejandra se acurruca, desnuda, sobre el cubrecamas rojo para protegerse de algo que aún no entiende.

“Esta lúgubre manía de vivir / esta recóndita humorada de vivir / te arrastra Alejandra no lo niegues. / hoy te miraste en el espejo / y te fue triste, estabas sola / la luz rugía el aire cantaba / pero tu amado no volvió.” Alejandra... recitas sus poemas, los de Alejandra, y sabes que tu nombre está maldito. Sabes que fue recortado de las noticias. ¿Por qué Seconal? Te preguntas, mientras tus dedos se tocan nerviosos el pelo y sientes como el terror te cubre. ¿Por qué Seconal? ; ¿Por qué las llamas? Por qué ese terror de siempre que te deja lívida, que te atrapa y te obliga a permanecer quieta sobre la cama esperando. Esperando un disparo. Esperando que el viento termine de colarse por entre las rendijas de la puerta para golpear sin ritmo las cortinas que se agitan y azotan los muros.

Estás paralizada Alejandra, sudando sobre la cama roja y te miras las manos pálidas y frías y ruegas que nada empiece sin ti. Que no te hayas perdido otra vez la fiesta.

Miras por la ventana con expresión de horror, pero allá no hay nada. Estás desilusionada. Insultas al sol que ya se ha ido. Por tardarse mucho. Por lo que te ha hecho perder. Te preguntas por qué el sol aparece sobre los bandejones agrietados y húmedos. Tampoco sabes. Sólo sabes lo que tú sientes. No te gusta pronunciar las palabras. Apenas pronuncias tu nombre. Estás tan sola. Pero alguna vez supiste lo que era sentirse bien. Una vez miraste por detrás de tu hombro y en lugar de una sombra te encontraste sus ojos. Por eso ahora te odias. Por eso te paseas por este cuarto imbécil, lleno de preguntas, lleno de literatura, y quisieras darle al sol con una bala de plata, para ver si es mejor que un simple hombre lobo.

El viento comienza a atacarte de nuevo. Te mece. Las sábanas se mueven bajo tu cuerpo y miras hacia la pared blanca y te das cuenta que es demasiado blanca. Que su color es un insulto a ti. Que alguien la ha pintado de nuevo, eliminando las manchas, dejándolas como espejos. Pero tu odias los espejos. Ese rostro tuyo es el rostro de la mujer que lo perdió. Es el rostro de la mujer que él ya no ama. Como puedes quererte, Alejandra, cómo puedes quererte... Pero te quieres. Golpeas con la mano tu rodilla. Te la has herido esta mañana. Tiene costras. Te haces doler nuevamente. La aplastas, la refriegas. Tal vez así, luego, ya no duela tanto. Pero el dolor continúa, igual que el insomnio, y la angustia. ¿Quieres venir conmigo? Estas desesperada. Sabes que has borrado su número de la memoria. Que no quieres poder llamarlo con un simple agitar de teclas. Miras el teléfono. Está a nombre de tu madre. ¿Recuerdas que está a nombre de tu madre? Te deberías reír un poco más de ti Alejandra. Podría hacerte bien. Pero es un poco tarde. Escogiste ser un fantasma. Cuidas tu rostro para que el sol no lo alcance. Te pintas los ojos con dos líneas negras y eres tan simple. Tan simple. Tan niña. Tan asustada.

Quédate sobre la cama. Recuerda ese día hace cinco años. Lo miraste y creíste que él también era un fantasma. Pero te equivocaste. En esa época aún no estabas condenada. ¿No lo comprendes? Alejandra... te estoy gritando, te estoy llamando. No lo comprendes. Era tarde me dijiste. Ibas a un lugar. O venías de ese lugar. Eras más joven. Cinco años más joven y sus ojos se clavaron en los tuyos. Me voy dijo él y tu sin pensarlo corriste para salvarte. Porque sí, Alejandra, porque aún entonces querías salvarte.

Luego caminaron por un pasillo. Tu rostro era menos blanco. Tus labios más sanos. Tu mirada, en cambio, ya era la misma que hoy soporto sólo porque aproximarme a tu tristeza me hace sentir bien. Te lanzaste a sus brazos.

Quédate en la cama Alejandra. No te precipites a la locura. Ya llegará Alejandra. Llegará de su mano, o llegará de la mía. Es cosa de tiempo. Los que más sabemos, sobre la verdad fatal... más debemos sufrir... ¿recuerdas? Te lo susurré borracho en un restaurante caro. Que placer. Tus labios volviéndose morados, manchados por el vino tinto y las trufas. Tu mirándome con los ojos cegados y hablándome de tu amor por él.

Pero eres tan frágil que ni siquiera yo soy capaz de salvarte. Te observo. Veo como te derrumbas en mis brazos. Me has hablado de ese pasillo en el que te desnudaste sobre unas macetas, de madrugada. Estabas extasiada. No querías comprender lo que de verdad estaba pasando. Él tomó tu cintura y miró profundo en tus ojos hasta que te traspaso su angustia, su inocencia. ¿Lo comprendiste? No existe la maldad. Sólo existe el miedo. Él estaba aterrado entre tus brazos. Tu aprendiste a temerle a todo. Tus pantalones se bajaron, tus piernas pálidas y amoratadas se abrieron en un rictus. Estás desnuda, en un pasillo, sobre una maceta y sus manos acarician tus pechos blancos. Sus labios muerden despacio tus pezones hasta hacerlos sangrar. Lo miras a los ojos como un desafío. ¡Tiene que quererme! Te dices mientras abres el pubis para aceptar que te visite un pedazo de él, una extensión de sus ojos y sus labios. Su pene es pálido, su cara es pálida, ambos visten de negro. Los labios negros, las uñas negras, los dientes brillantes bajo las encías pálidas, cianóticas.

Te duele mucho, Alejandra, sabes que te duele mucho. Lo tomas por la cintura. Por las caderas desnudas y contemplas su piel transparente. Las venas se traslucen bajo su pecho. Sus ojos están rojos sobre los tuyos y tu pubis se restriega contra su estomago desesperado. Le clavas las uñas en las caderas. Sabes que estás perdida. Caen juntos al piso. Tus piernas se despegan una de otra. Tu mano está en su cuello arañándolo, mordiendo. Él te sostiene firme. Te toma por los muslos y comienza a clavarte con fuerza. Tu ruegas que pare y el te pregunta. ¿Paro? Tu le das una bofetada, lo tomas del cuello y lo obligas a continuar. Sus ojos de miedo te responden con frialdad. Sabes que es él quien manda. Hagas lo que hagas.

Desvístete. Déjame ayudarte. No quiero tocarte mientras estés así de borracha. Mírame Alejandra. Te estoy desvistiendo. No quiero hacer esto sin que estés consciente.

No me voy a acordar de nada. Me dices, mientras te sacas la ropa a tirones. Ya... me dices... mientras te metes a la cama... me acuesto a tu lado y te abrazo. Me das una patada y un codazo. Ya te conozco. No voy a caer en el mismo juego de siempre. Te tomo firme un brazo y las caderas. Te giro y tus piernas se abren. Alejandra! Alejandra! Te remezco. ¿Estás despierta? Si, me respondes. ¿Estás segura? Sí, me repites.

2 comentarios:

Rosa Negra dijo...

Bien, ya pude leerlo... tienes razón me gusto n_n, seguire leyendo por aqui.

a por cierto, esta es la direccion de mi blog de msn que es el q tiene mas cosas:
http://irenechan0.spaces.live.com

Saludos y besos, gracias por el mini-poema de la lagrima ^-^

Nadiezhda dijo...

uff, mal día escojo para leer el cuento que me recomendaste. Día que he pasado con los ojos cerrados para ver sus ojos de vampiro, sus ojos que de día son de muerto y de noche son los más bellos que he visto. Su boca que me dice "creo que estoy un poco enamorado de tí", pero él es cómo Alejandra y no está lúcido, entonces no le puedo creer. Nunca le pude creer.
Me gustó, pero sólo como gusta lo que duele, creo que fue un gesto masoquista leerlo hasta el final.
Un beso.