lunes, 8 de enero de 2007

Parque Lezama...

I

Tengo las manos manchadas y ásperas. El vaso con whisky también está manchado y casi se me resbala de los dedos. Me duele tanto el cuello que por poco me mata y entre los ojos se me ha fijado una luz blanca y redonda que hace rato empecé a usar como teleobjetivo.

No duermo. Ya no duermo desde que partió todo esto. Pero esa no es la peor parte. Miro de nuevo por la ventana y frente a mi el Parque Forestal relata un par de historias conocidas. La mujer del retrato me angustia.

II

Ayer me pasé un par de horas sentado frente a la tela. Puse al lado el dibujo original. El carbón se ha manchado mucho en estos años. Las facciones casi no se distinguen. El pie está. También está la cadena en el tobillo. El pelo largo se distingue entre borrones y de algún modo me permite resituar su rostro completamente desfigurado por el tiempo.

Después salí a caminar por el barrio. Hace frío. No se me ocurrió ponerme algo un poco más grueso.

He dado varias vueltas por el Forestal. Desde Pio IX hasta el Museo. Finalmente me senté en un banco, mirando hacia el río. Deben ser las 7 de la tarde y la gente comienza a sacar a sus perros. Recuerdo los parques de mi infancia y sin darme cuenta eso ordena algunos datos.

III

Soy un niño. Estoy con mi madre sentado en un banco de plaza. Detrás de mí, un hombre hace correr a un perro desde un extremo al otro del parque.

El hombre es viejo, debe tener más de setenta años y cojea del pie izquierdo. Casi no se mueve. Hace pequeños gestos, amagues, pero eso basta para que el perro largue un galope rápido en esa misma dirección.

Mi madre me dice que juegue en los columpios, pero yo estoy fascinado con el viejo que hace correr a su perro desde Defensa hasta casi llegar a Paseo Colón. No me atrevo a dar la vuelta, por eso lo miro de reojo, girando el cuello. El viejo me ve a mí. Sé que me ve cuando me giro para seguir el trote de su perro. No sé si es un vagabundo. Los linyeras no juegan con sus perros. Sólo los tienen. No hay linyera sin perro.

El parque Lezama se llena de viejos a esta hora. Son las cuatro de la tarde. Los viejos toman sol; Leen el diario; Juegan partidos de ajedrez, pero sólo un viejo sucio y medio linyera juega con su perro. Tal vez por eso me lo quedo mirando por tanto rato. Mi madre se enoja. Me dice que juegue en los columpios. Yo le digo que no la molesto en nada, ella me mira, creo que me va a retar, pero no me reta. Sonríe triste. No sé por qué quiere tanto que juegue en los columpios.

El viejo se fue. Caminando lento y con el perro correteando a unos metros de él. Atravesó despacio el Parque Lezama por el medio del pasto y cruzó la calle.

Yo lo miro fijo porque sé que se va a dar vuelta. El viejo cruza la calle. Justo cuando comienza a desaparecer por Caseros se da vuelta. Ya está muy lejos. No sé si me mira a mí o sólo al parque. Pero yo creo que me mira a mí.

IV

Desde que nos cambiamos de la casa de Caseros a Caballitos ya no volví más al Parque Lezama. Tenía diez años y aún no me dejaban tomar el colectivo solo. Ahora pienso que pude haberme escapado mil veces, sabía perfecto donde subir y bajar, pero esas cosas no se me ocurrían en ese tiempo. En cambio, a veces iba solo a Palermo. Me demoraba un par de horas en llegar, pero no tomaba colectivo. Enfilaba desde Goyena y Thompson pasando Nuñez hasta los parques. Me gustaba caminar solo por la orilla de los laguitos. Especialmente en Invierno. A veces, cuando tenía tiempo, llegaba hasta Belgrano. Me iba derecho por Pampa, y si tenía unos pesos me compraba un helado en Tucán. No eran buenos los helados, pero sí muy baratos. La heladería quedaba cerca de la línea del tren, y la línea del tren marcaba la frontera entre Palermo y Belgrano.

Fue en Belgrano cuando me di cuenta de lo del Parque Lezama. En realidad, no importa que sea el parque Lezama. Más bien es la mezcla de mis recuerdos del Parque con las cosas que me pasaron años después.

V

No sé bien por donde partir. Tal vez lo más claro sea continuar cronológicamente, pero si lo hago, me vuelvo a perder.

Hace unas semanas me llamó una galerista conocida para hacerme un encargo rarísimo. Tenía que retratar desnuda a una mujer a quien ni siquiera ella conocía. Era un trabajo para un coleccionista importante. El problema es que la mujer no podía darse cuenta. Debía hacerlo sin que ella lo notara.

¿Por qué acepté? También es largo, pero en ese momento lo principal fue la plata. La oferta era increíble.

VI

A la mujer que me pidieron retratar, la conocí mucho antes, sentado en un banco de Barrancas, en Belgrano. Yo debía tener quince años o algo así. En todo caso no mucho más que eso porque a los dieciséis mis padres decidieron regresar a Chile.

Estaba sentado en un banco, frente a la Iglesia que queda en el extremo de Barrancas, más allá del sector destinado a los perros. A mi derecha está Juramento y los autos se atochan. Deben ser las seis de la tarde. Yo dibujo la iglesia en un block de papel marrón. No sé si ya lo he dicho, pero en esa época quería ser arquitecto y me pasaba horas dibujando casas y edificios. Nunca dibujaba personas, me aterraban.

Salía de mi casa en Caballitos con los lápices y el cuaderno hasta encontrar un edificio que me interesara. Tampoco dibuja lugares conocidos. Me parecía un poco blasfemo. Cuando lo encontraba, me sentaba en un banco o en la misma calle y comenzaba a rayar y rayar, con cuidado. Desde muy chico he sido un obsesivo de las proporciones. En esa época me parecía lógico. No se me ocurría que las líneas hicieran algo distinto que reflejar la realidad como si se tratara de un modelo a escala. Hoy, en cambio, esa obsesión que de algún modo conservo me pesa como un tic.

Entonces estoy yo, el banco de la plaza y los autos del atochamiento. Se me está por ir la luz. También está la iglesia y sobre todo está el recuerdo de un libro. Quizá pocos recuerden este detalle, pero yo acababa de leerlo y no podía sacar de mi cabeza la Iglesia de Juramento. En el libro también está el parque Lezama y por eso lo menciono, sólo como una manera de notar las coincidencias, aunque el hecho de estar frente a la Iglesia no tuviera nada de casual.

Fue cuando me di cuenta que ya no podría seguir dibujando que la vi. Creo haber comentado que nunca había querido dibujar personas. Las cosas se quedan quietas y las personas, en cambio, siempre se están moviendo. Me confunden demasiado, hasta ahora, pero con los años uno aprende a vivir de otro modo con sus fantasmas. Para no joder, quedan sólo dos caminos, o los superas o te vuelves masoquista. En mi caso creo que las dos cosas vinieron juntas.

No hay más luz sobre mi cuaderno. Lo cierro y miro a mi alrededor para ver si encuentro un foco o algo. Me queda muy poco para terminar el dibujo y no sé cuando pueda volver. Podría tratar de inventar el resto, pero ya les dije, soy obsesivo con estas cosas.

A diez metros veo un banco sobre el que cae una luz redonda y amarilla. Camino hacia él pero a los dos pasos me doy cuenta que el banco está ocupado. No distingo muy bien la figura, pero si veo que es una mujer. Está sentada en la esquina, casi cayéndose. No puedo ver su rostro desde aquí, pero lleva una pollera larga y delgada que le cubre las rodillas y deja ver un pie blanco y apenas calzado por unas tiras de cuero. La falda es azul oscuro y lleva un sweater de cachemira crudo. Es otoño y Buenos Aires está húmedo. La mujer lee un libro, concentrada, no se mueve. Yo casi me arrastro hasta un costado. Nos separan unos tres metros. Veo su rostro. Un rostro que no podría haber olvidado.

No tengo ya memoria de cuantas mujeres he retratado, vestidas o desnudas desde ese día. No la volví a ver nunca más. Terminé mi retrato en pocos minutos y con la respiración entrecortada me escapé corriendo.

VII

La llamada fue un martes. Casi todo parte un martes. El lunes es día de muertos, sólo el martes parten las agonías.

Miro por la ventana de mi departamento hacia el Parque Forestal y respiro el aire frío de julio. Tengo en la nariz, pegado, el olor de los pomos de óleo. Estoy agotado. Llevo un mes casi sin salir del departamento, pintando por horas, pero sigo atrasado. Suena el teléfono. No sé si contestar.

- ¿Diga?

- Alberto, como estás, habla Ximena. ¿Cómo va la exposición?

Nos pasamos quince minutos hablando. Yo tratando de tranquilizarla y ella jugando a estar nerviosa. Ximena Cueto es la dueña de la galería en la que expondré mis primeros trabajos desde la vuelta a Chile. Debe andar por los cuarenta y tantos pero se conserva bien. Una vez le propuse pintarla y casi se murió de la risa - ¿Estás loco? Mi marido se separa ese mismo día- me dijo con una cara que duplicó mis ganas de verla desnuda.

- Alberto. Necesito juntarme contigo hoy. Tengo un encargo de un cliente. Es algo un poco rebuscado pero si llegamos a un arreglo los dos podemos ganar mucha plata.

VIII

La galerista acaba de salir por la puerta. Yo tengo en la mano una foto y un cheque. Me acerco a la ventana y la veo caminar hacia su auto estacionado justo bajo mi balcón. Hay gente que tiene suerte para todo, me digo, mientras ella abre la puerta y me hace chao con la mano. Debí bajar hasta el auto, la Ximena es muy fijada en esas cosas, pero yo casi no puedo respirar con la foto en mi mano.

VIII

La cosa después de todo no requiere tantas explicaciones. El coleccionista quiere un desnudo de la mujer de la foto. La mujer en la foto, sin ninguna duda es la mujer de Barrancas de Belgrano. Yo sudo y pienso que todo esto es un mal sueño, pero aquí tengo el cheque. Las instrucciones también son claras. No puedo intentar hacer trampa. No puedo inventar su cuerpo. El coleccionista la conoce muy bien y se daría cuenta de inmediato. Ximena dice que no sabe nada, pero es evidente que se trata de un ex amante.

En la foto ella está sentada en un café y se distingue perfectamente su rostro. Pero eso no importaría, también en la foto lleva una falda y veo su pie blanco a través de unas sandalias delgadas. Creo que es invierno.

Doy vuelta la foto, por instinto, y ahí está. Un nombre y una fecha escritos con letra desordenada. María Ines S. 26 de agosto de 1997. La Recoleta.

Se lo había preguntado a Ximena sin siquiera pensarlo. ¿Vive en Chile? Sí, pero tienes razón. Ella es argentina, lo único que sé es que vive acá desde hace unos 3 años. El cliente me dio una hoja con datos personales de ella, horarios, dirección todo lo que puedas necesitar. Es tan detallado que yo diría que contrató a alguien para que la siguiera. La Ximena estaba nerviosa. Super nerviosa. La hoja me la olvidé en la casa con el apuro, me dijo, mañana te la mando por Fax ¿tienes fax?

IX

Cuando algo me supera me tomo un Whisky. No es muy sano pero funciona. Hoy me he tomado tres.

Esta tarde la seguí. La esperé cerca de la puerta de su departamento desde las 6 hasta las siete y cuarto. Sabía que saldría.

No quiero hablar de ella. Si comienzo a describirla ya no podré hacer nada más. Ella es sólo un objeto. Un animal para el cazador. No me importa si existe o no. Yo tengo un encargo y un cheque que ya cambié. No importa que sea la mujer de Belgrano. Tampoco importa que sus tobillos se asomen bajo las faldas.

La mujer camina unos pasos hasta su estacionamiento. Yo prendo el motor de mi auto. Esto es absurdo. La adrenalina me sale por los poros. Estoy excitado y triste. Nada importa.

XI

La mujer de Belgrano, a quien aún no puedo llamar por su nombre, maneja despacio y con cuidado. Se nota que las calles no le son del todo familiares. Duda en las esquinas, se confunde y por fin estaciona el auto en Andrés de Fuenzalida. Yo me apuro en intentar un espacio, pero todo parece ocupado. Siento en el cuerpo una impotencia sorda. Se va a perder entre las calles. No sabré donde encontrarla.

Los minutos se alargan. Mis manos maniobran torpes. Casi en la esquina veo un auto salir. Ese es mi estacionamiento. Espero. A mi espalda un taxista se pega a la bocina para que avance.

¿Dónde estará?

Intento lo más obvio. El Tavelli del Drugstore. Camino despacio por la calle. Estoy tranquilo, ella estará ahí. Le gusta el café.


XII

Las primeras líneas sólo tratan de capturar lo evidente. Esa es la manera, aunque después todo cambie. Me dejo conducir por las primeras impresiones, los gestos, una mano que se mueve rápido para atrapar un mechón de pelo desde la frente y dejarlo suave tras la oreja. La inclinación del cuello, unos grados a la izquierda para rascar la barbilla contra el hombro.

Pero muy luego, ya todo eso se vuelve desechable. Cuando ya está en mi retina, puedo olvidarlo o recordarlo. Eso depende de muchas cosas. En cambio siempre me quedo en los detalles, los detalles me obsesionan. Una mano toma las hebras de pelo y las deposita leves sobre la oreja derecha. Los dedos, las uñas, los huesos de cada falange cobran vida.

Ella muerde el lápiz y anota datos en una agenda gruesa y forrada en cuero. Frente a sus ojos, un cortado doble y galletas. Está sola.

Yo me he sentado a tres o cuatro mesas de distancia y la repaso con cuidado. Desde aquí, estoy seguro, no me puede ver. Sin embargo no me atrevo a sacar la croquera para intentar algún perfil. Además, no vale la pena.

Al poco rato llega otra mujer a su mesa. Es muy alta. Se sienta dándome casi la espalda por lo que no puedo ver su cara. Tiene el pelo negro y largo, espalda angosta. Piernas extremadamente flacas.

Sin darme cuenta, comienzo a dibujar a la mujer de espaldas. La dibujo sin ropa simplemente como un ejercicio. Sus huesos se distinguen bien a través de la lana delgada. Los brazos, las manos, las piernas. Falsifico gran parte del dibujo, sin embargo mantengo su gesto. Sus dedos enlazados sobre la rodilla izquierda. La mujer tapa casi completamente el cuerpo de su amiga. Tal vez por eso me he dedicado a este ejercicio inútil.

De pronto, la mujer de espalda se da vuelta y me queda mirando directamente. Yo cierro la croquera con el mayor cuidado del que soy capaz y sostengo su mirada en un gesto completamente irresponsable y absurdo. La mujer me sonríe, como si me conociera. Tiene entre los labios un cigarrillo y desde su mesa me hace un gesto para que le preste fuego. Yo tomo el encendedor y me pongo de pie. El corazón me late, siento que es la oportunidad para acercarme a la mujer de Belgrano, para escuchar el timbre de su voz. Pero la mujer de espaldas se pone de pie ella. Avanza hacia mi y con el cigarrillo entre los labios delgados inclina la cabeza hacia la izquierda, se recoge el pelo y recibe con un suspiro lento la llama sobre el tabaco que cruje al prenderse. Yo miro a la mujer de Belgrano. Ella me mira y me sonríe como un gracias. La mujer de espaldas me dice gracias con voz ronca y vuelva a su lugar. Yo me quedo parado como un idiota por unos pocos segundos y vuelvo a mi silla.

Me siento un imbécil. Necesito conocer a esa mujer. Necesito una excusa. Pero no se me ocurre. Sería tan fácil si pudiera sencillamente pedirle que pose para mi. Podría decir que no, y yo podría insistir. Tal vez posaría, tal vez no posaría.

XIII

Aquí estamos. Por la cresta que tengo calor. Es casi las 9, la hora en las invitaciones decía las 7, espero que haya alguien. Entro a mi exposición. En la puerta veo a la Ximena con un vestido negro ajustadísimo. Los huesos de las caderas se le marcan sobre la tela y entre ellos puedo vislumbrar el monte de Venus bajo un vientre apenas agredido por la celulitis. Hay algunas cámaras de fotos. Hay harta gente conocida y otros clásicos desconocidos. La Ximena se me tira al cuellos y me dice al oído, un éxito mi amor, un éxito, tu quédate tranquilo que ya está vendida más de la mitad de la exposición.

Avanzo despacio palmoteando a los conocidos e inclinando la cabeza ante otros personajes, efusivos e ignotos . Frente a mi, junto a un cuadro grande que representa a una mujer vestida, una chica repasa el nombre y toma notas. Miro sus pantorrillas bajo la falda y siento una erección perfecta. Me acerco a ella, la saludo. Ella me reconoce. Yo me siento poderoso. Comenzamos a hablar idioteces. Yo me entero de datos irrelevantes sobre sus estudios mientras tomo notas mentales de su clavícula. De sus hombros. Su nombre es Francisca, lo que me cae bien. Me gusta ponerle a mis cuadros el nombre de la modelo y sólo tengo una Francisca. Ella será Francisca II. Me gusta como suena.
Por supuesto, no me acuesto con todas mis modelos. De hecho, me he acostado con pocas. Pero a veces funciona. Luego de hacer el amor me levanto y las dibujo mientras duermen. Se quedan quietas. Tan quietas.

Le doy a Francisca el brazo y comienzo a recorrer la exposición con ella. Hablo con la gente. Actúo. Me muevo bien. La presento a todo el mundo como si fuera alguien importante. Ella no cave en sí. Saluda. Contesta. Francisca es perfectamente adecuada. Su presencia no incomoda a nadie. Su voz fue ajustada por un maestro de música. Pongo mi mano sobre su cintura y siento en la yema de los dedos la textura de sus caderas. Respiro el aroma de su excitación.

Le pregunto a la Ximena. La Ximena me dice que sí. Que está todo bien. Soberbio. Que me puedo ir, que ya va quedando sólo el grupo de los que vinieron a comer. Que sí, que casi las tres cuartas partes.

Yo le sonrío a la Francisca y le pregunto. ¿Vamos?

Ella, toda perfección, contesta dulce y simple, sin que el aire le falte por un segundo... Claro. Vamos.

Caminamos juntos a través de la calle. Algunos últimos invitados se despiden desde la puerta. Abro la puerta de mi auto, Francisca se sienta. Me subo, prendo el motor y comienzo a moverme. En ese instante la veo. La mujer de Belgrano saliendo de mi exposición tomada del brazo de un hombre joven.

Ya es tarde para cualquier cosa. Simplemente no la vi. Llamo a la Ximena desde el auto. No sabe. Tal vez con alguien. No, no puede sospechar nada. Si, también ella lo encuentra raro. No, ella está completamente segura de no haberla invitado. Revisó personalmente todo. Bueno, tratará de averiguar, pero ella no quiere enredarse mucho en este cuento... Si, hablemos... felicitaciones... felicitaciones a ti, fue un gran éxito... disfruta tu noche... Si claro... un beso.
XIV

La Francisca es una delicia de mujer. Si yo no fuera tan pelotudo debería amarrarla a la pata de mi cama y no dejarla escapar nunca. Pero los fantasmas de cada uno son una carga con la que no queda más alternativa que lidiar.

Me quedé con su retrato en blanco y negro y la promesa de algún otro más sofisticado.

La Francisca sonríe desde el carboncillo con labios perfectos y cuello perfecto y cejas perfectas. A mi me duele la cabeza y me tomo un whisky.

La Francisca se fue temprano. Tenía clases a las 10.

Yo me levanté a las 4 de la tarde y llamé a la Ximena. Le voy a decir que renuncio. Que le voy a devolver la plata. Quiero dormir un año. Quiero retratar a una mesera del café del patio que me trató como las pelotas hace un par de semanas. Quiero dedicar algunas horas al día a mirar el techo y masturbarme con el retrato de la Francisca frente a los ojos.

XVI

Traté, pero no pude. La Ximena me rogó y me rogó que lo intentara. Y yo... que soy un pelotudo masoquista, no supe negarme con convicción, nunca puedo, ni siquiera en casos como este en que de verdad me hace mal comprometerme. No tengo la menor idea de cómo podría lograr ese retrato. Las coincidencias han comenzado a parecerme absurdas. Tal vez ni siquiera es la mujer de Barrancas. Tal vez ni siquiera me interesa el proyecto. Quiero recuperar la razón. Quiero ser el que soy cuando no estoy pensando en ella.

Pero aquí estoy, repasando la hoja que me envió la Ximena por fax para trazar el plan del día. Ella fue a mi exposición. Puedo volver a encontrarla y sencillamente acercarme. Decirle que la vi en la Galería, tratar de buscar una excusa. A estas alturas la única alternativa cuerda es llevármela a la cama. Todas las otras hipótesis implican un nivel de sofisticación que me supera o sencillamente están penadas con cárcel. Pero de verdad no creo que me la pueda. Esas huevas dependen de demasiadas cosas.

XVII

Sábado en la mañana. Poco más de las 9. Gimnasio. ¡¿Gimnasio?! Creo que desde que estaba en el colegio que no piso uno.

Este lugar no parece un gimnasio. Es una mezcla entre club de campo, mall y bar tecno. Nadie puede pagar esta cantidad de plata por hacer abdominales. Menos mal que no ando tan mal vestido. Creo que aquí podrían prohibirme hasta la entrada al edificio.

Desde el comienzo, todo es surrealista. Los muebles son de plástico, las escaleras y los muros son de plástico y las personas, también parecen lacadas, brillosas, untadas en aceites y sudores.

Una perfecta rubia platino me atiende desde un mostrador de diseño. Me explica que más que un gimnasio este lugar es un nuevo concepto integral, en que todo está pensado para incentivar el cuidado del estado físico y mental de los socios. Yo trato de pensar en mi estado físico y mental y se me revuelve la guata al recordar mi whisky al desayuno.

Mientras escucho, miro con recato los pechos de la mujer para sentenciar, luego, que los mismos son más producto de la tecnología médica que de las más avanzadas técnicas en materia de ejercitación de los músculos pectorales.
¿Podría conocer el lugar? Pregunto con aire indiferente.

Por supuesto señor, le pediré a alguien que lo acompañe.

No es necesario, puedo dar una vuelta solo.

No se preocupe señor, es nuestro trabajo. Por favor Ignacia, acompaña al señor a conocer las dependencias.

Las dependencias son metros y metros de salas de ejercicio. Mientras camino me siento en medio de una película de ciencia-ficción rasca. Miro hacia los lados y sólo veo maquinas psicodélicas, aparatos llenos de luces y pitos y miles de selenitas que se turnan respetuosos para usar los artefactos como si se tratara de un ritual milenario. Entre los pisos, rodeadas de espejos, se extienden grandes salas de aeróbica donde decenas de mujeres (y unos pocos hombres) se mueven, más o menos coordinadas, al ritmo de una música afro que por poco me induce a mover el cuello y las piernas hechizado por el compás.

Camino sin pensar. La mujer de Belgrano no calza en este lugar, y sin embargo ahí estaban las instrucciones. Miro, miro a mi alrededor devorando rostros y piernas y brazos, tobillos y pantorrillas, abdómenes lisos y cóncavos hasta que comienzo a marearme por la sobrestimulación de mis sentidos. La música continúa, yo camino.

En una de las vueltas en redondo por el piso, la famosa Ignacia se queda conversando con un tipo cuadrado y ancho. Yo aprovecho de escapar disimuladamente de su presencia. A ella no le parece importar mucho lo que pase conmigo y yo continúo caminando entre murallas redondas hasta que la pierdo de vista.

Doy varias vueltas por todo el lugar, hasta que mis ojos se quedan fijos en unos bíceps femeninos que levantan una pesa pequeña. Es ella. No hay duda. Siento que me falta el aire. Está sentada en una suerte de camilla angosta y negra, con los pies colgando hacia el piso y levanta concentrada una pesa azul de plástico. Su rostro está inclinado hacia el suelo y cada cierto rato sus dedos delgados corrigen mechones de pelo que caen sobre la cara. Toda ella es una persona nueva, aislada de este lugar. Completamente sola consigo misma. Al principio me costó reconocerla, lleva unos pantalones de lycra ajustadísimos y una polera sin mangas que deja al descubierto unos brazos delgados. Sin embargo su gesto es el de antes, el de los parques.

Me alejo un poco para mirarla sin ser visto. Ella continúa con su ritual por varios minutos, cambiado de mano de acuerdo a cierta lógica que no trato de comprender. Concentrada. Finalmente deja la pesa azul sobre la camilla y recoge una toalla blanca y chica que ha mantenido sobre la falda. Se seca el sudor y toma agua desde una botella blanca que dejó en el suelo. Estira las piernas y los brazos y se para. Yo me quedo distraido en su cuerpo. Esta pseudo desnudez de las telas delgadas y ceñidas me develan un cuerpo desconocido. Delicioso.

La sigo con la mirada sin moverme. Me he sentado en otra de estas tablas de ejercicio, tras una columna. Ella continúa su rutina seria. No habla con nadie, casi no se detiene. Pasa de una maquina a otra sin descansar. Yo a ratos creo perderla, pero no. Por ahí me encuentro con que en mi campo visual aún queda un brazo, y observo sus movimientos como si se tratara de una danza, hipnotizado por la precariedad de la imagen, por la infinidad de datos que obtengo de esa observación parcial, mínima, que hacen que por varios minutos toda ella se vuelva brazo. La miro, y mientras lo hago tomo miles de notas sobre cada músculo, sobre cada cambio en la tensión de su piel. Me detengo en sus dedos empuñando una barra, aferrándose. Luego, todo es abdomen, un abdomen que se contrae y relaja despacio, sin esfuerzo. Adivino cada marca en su cuerpo, cada destello. Las caderas se me han vuelto obvias, tengo en la mente un diagrama perfecto de cada curva de su cuerpo y mientras la miro, me miro. No sabe que estoy aquí, sé que no lo sabe. Nada importa. Podría correr al taller y dibujarla de memoria. Los errores serían mínimos. No necesito más para dibujarla, y sin embargo eso no sirve.

XVIII

La esperé tomando un batido de jugo de naranja, piña, plátano y hielo picado. De algún modo sabía que ella me vería. Me vio. Caminó desde un pasillo hacia la cafetería con el pelo mojado y un vestido violeta. Viene sonriendo. En las manos, un bolso de cuero en el que supuse, se escondían los vestigios de la mujer que había visto hacía un rato haciendo ejercicio. Cuesta entender como puede ser la misma. La miro mientras se acerca y mis sentidos logran intuir sus huesos.

Se me acercó y me saludó con un beso. Yo me paré para saludarla. Es esxtraño pero me siento tranquilo.

Estuve en tu exposición.

Sí, me parece haberte visto cuando me iba.

Si, saliste con una chiquilina muy lida.

Sí, Francisca se llama.

Yo me llamo María Inés.

Ya sé.

Un placer María Inés. Yo soy Alberto.

Ya sé.

Alberto el pintor.

Alberto el pintor, repetí.

Me gustan tus pinturas Alberto. Creo que tienen algo, como decirlo, como los indígenas que creían que las fotos les robaban el alma, entendés.

Entiendo.

Bueno, che, venís siempre a este gimnasio, me dice con ironía del plata.

No, es primera vez.

Por ahí te inscribís, me dice riendo.

No lo creo.

Bueno.

Andás en auto.

Sí.

Me podés llevar.

Claro.

El mío cayó al taller.

No hay problema.

Vivo cerca.

Aunque vivieras lejos.

Podría vivir muy lejos.

Ya sé.

¿Vos sabés todo no?

La que parece saber todo eres tú.

¿Me vas a pintas?

No sé si pueda.

Podés. Hoy habrías podido. Dejé abierta la puerta del camerino y estuve sola un buen rato.

No te entiendo, le digo mientras me sudan las manos y comienzo a entender.

Que ya no te queda tiempo y yo quiero mi cuadro, me dice con voz seria.

¿Tiempo?

¿Tiempo para qué?

¿Para pintarme?

Me voy mañana a Buenos Aires.

No te entiendo.

No importa, yo me entiendo. Además, vos también me entendés perfectamente.

Estoy re cansada. Mi idea es dormir un rato. Después podés entregarle el cuadro directamente a Ximena.

Osea,

Claro.

No me gusta estar consciente mientras me roban el alma, pero ya no nos queda tiempo. Por eso. Sos un poco lento.

¿Así que de eso se trata todo?

¿Te parece mal?

Raro

Raro, dice ella como si la palabra le pareciera curiosa. Rr..a..r..o..., raro

Sabés. Tenés que esperar a que me duerma.

Claro. Tu no te preocupes.

(continuará)

No hay comentarios: