lunes, 8 de enero de 2007

Una cierta belleza...

I
Avanza con ese cuerpo tan alto, como si sobrara todo y por todas partes. Nada me sobra digo, aunque sé que miento, y ella se deja mentir con palabras al oído hasta que se enoja o se aburre y me deja con los mismo dedos y la misma boca que han tratado de dejarla a ella, clavada, por un rato más. Se queda quieta, como a veces logra quedarse, así, quieta y lejos y me mira desde esa altura que no es metáfora sino simple consecuencia de las piernas tan largas y el pelo rojo y el cuello largo y las pecas que la inundan desde la frente ancha hasta el pecho. Jirafa, pienso, y me río, pero no le digo jirafa porque supongo que así se debe sentir. Como una jirafa enorme y larga y por eso me lo guardo para mí, aunque sé que debería decirle cosas así, para que aprenda. Pero no importa. No importa lo que le digo al oído ni tampoco lo que a veces le grito o le imploro. Ella no aprende nada y de vez en cuando se muere de la risa en mi cara y me deja sentado con las piernas abiertas y las cosas pendientes.

Pero no es todo. Cuando intento darme cuenta de quién es, o de lo que significa, me mareo como un niño y me duelen los huesos. Comienzo a recordar y luego a olvidar, y todo pasa tan rápido que apenas soy capaz de reproducir las secuencias. El solo de un viento, en el aire, sin armonías ni puntos de apoyo.

II
¿Qué es todo lo que un hombre recuerda? Las palabras son poca cosa para recordar porque, después de todo, no son más que la expresión de algo que pudo existir... ocurrir, o no. Ni siquiera esas palabras que podrían ser recordadas por sí mismas, digamos, un discurso, un poema. Esas palabras, esas otras palabras, también son reflejo de lo que pudo ser y no fue, o lo que sin haber sido nunca nos fue relatado y comienza a existir como algo distinto a lo nombrado. Se me ocurren miles de ejemplos, y los voy guardando para cuando necesite argumentar en mi defensa. Yo Recuerdo que tocaba el violín. La escucho tocar el violín todos los días y por eso lo recuerdo.

III
Este es el dato. Sólo hechos.

Tiene el pelo rojo y las caderas estrechas. Es una niña. Más bien fue una niña. Una mujer delgada y hermosa. ¿No les recuerda algo? Una mujer hermosa y flaca que cuenta cuentos. Me cuenta cuentos. Mentiras, pretextos, y toca el violín, no tan mal.

IV
Que la memoria dice, lo que dice, eso ya no es parte del juego de las palabras. Dice lo que recuerda sin que en eso tengan que ver las letras o las preguntas. Escucho música, y me dejo mentir sin descuidar los oídos, atentos, a lo que escucho o señalo. Mis dedos apuntan hacia el pecho, contemplando con la frente el piso. Luego. Nada. Respiro y escucho una vez más los compases con el aliento retenido. De vez en cuando estoy frente a un tumulto y transpiro mientras soplo y soplo. Eso también es recuerdo. Ese es mi cuento. Mi propio e interminable cuento. Todo eso viene de mi memoria, sonrío y apago un cigarro en el piso. El trapero aparece en silencio y esparce las cenizas por el suelo dejando una línea gris que se va volviendo cada vez más tenue. El trapero vuelve a pasar, y ya no hay más cenizas, ni colilla.

V
La jirafa llega al bar y se deja caer en una silla y pone al lado el estuche y se tapa la cara como si estuviera cansada y revisa los cuadernos y libros con la música. Se arregla el pelo crespo y rojo mientras estira el cuello de jirafa y mira para los lados y a veces me ve y me sonríe. Pero eso es a veces, casi siempre se sienta y no mira nada, ni me ve y se queda ahí revisando los cuadernos con la música, concentrada, y yo que sé que no me mira la dejo y me digo que ya vendrá, que siempre vuelve, y trato de sentarme cerca del banquito que tiene para tocar.

Sé cuando está tocando, aunque no la escuche, porque es una excusa, un cuento repetido, una manera de ganar tiempo y nada más. Se sabe todo de memoria y sin embargo siempre revisa con cuidado cada nota y hace como que estudia pero no estudia nada, simplemente gana tiempo para después poder decir que está muy cansada, que ya es tan tarde, que ha tocado por horas y que le duele el cuello, que la está matando. Y yo la dejo, la dejo que toque y que no me mire porque si no la dejara todo sería peor, mucho peor. Nadie puede pensar que es simple curiosidad, que cada noche la escuche y sepa que está haciendo trampa y la deje. Pero también hay algo ahí ¿o no? Algo como si las notas viejas y repetidas tuvieran cambios en el sabor, casi imperceptibles, tan tenues que faltaría una vida más para descubrirlos. Pero ella no es tan hábil, ni tan buena, ni tan sabia.


VI
Hay tanto humo que casi no se puede respirar. Los ojos arden. Esto empieza tarde, pero la gente se queda, trata de demorar los vasos, pide algo con timidez. Ella finalmente aparece. Se para en el escenario, se arregla el vestido largo y negro que usa cada noche. Estira los dedos y mueve el cuello hacia la derecha y hacia la izquierda. Se queda quieta y con la cabeza bien derecha, para después inclinarla un poco hasta rozar el violín.

VII
De que podría hablar, si la Jirafa es como si no existiera y sólo se dedica a estar ahí con el pelo tan rojo y los brazos casi bronceados por la cantidad de pecas grandes y más chicas que la salpican como si se le hubiera derramado una tasa de café encima. A veces sé que la sueño, pero ella no me deja. Ni siquiera le gusta que me siente tan cerca, cuando toca. Yo me siento igual y sin que se note sigo las notas que también me sé de memoria. Distingo que se equivoca, pero ni siquiera un gesto me sale. Nada. Ni siquiera un respiro para que después no crea que la critico. Pero me doy cuenta, y quiero que lo sepa, cuando se para en el escenario con el vestido y esa cara tan quieta y el pelo rojo y lleno de rulos y el cuello tieso y mira hacia abajo como se mira hacia abajo desde ahí. Yo entonces la miro, y me gustaría gritarle a la cara que ella no sabe. Que alguna vez toqué con Gilbert, y McKenna y los hice temblar con mi solo de Ghost Notes. Que grabé en decenas de estudios gigantes, y rechacé por puro odio a Hampton. Pero qué importa. De verdad ¿qué importa?



VIII
Todo el mundo habla al mismo tiempo y ellos, todos, se cuentan cuentos. Yo los miro y los oigo desde aquí. No es que me importe lo que digan, sólo me importa saber que se pasan las horas diciendo cosas, unas tras otras, sin respirar y dejando en el aire una mezcla de aliento y sudor. Hace calor, pero no hago nada. Nunca he hecho nada por facilitarme las cosas.

IX
La veo a ella llegar, sentarse en una mesa apartada y con algo de luz. Casi nunca me mira. Estudia en silencio las partituras hasta que calcula que es tiempo. Descruza las piernas que a mantenido cruzadas y se para. Yo devoro la memoria de la tela. Su ropa delicada. Me quedo en los pliegues de ropa que marcan su pubis y lentamente voy sintiéndolo todo. La tela del pantalón se ha despegado de la ingle derecha, justo en el instante en que su pierna se mueve...

X
Ella cuando llega no trae puesto el vestido negro. Ese se lo pone acá. Llega elegante, con trajes sastre o faldas largas que la hacen ver aún más alta. Yo pienso siempre que ella es como una jirafa, pero me cuido de decírselo porque pienso que eso podría ofenderla. Ella me recuerda cuando yo también me paraba en un escenario, cuando era capaz de sostenerme en pie por horas y horas soplando un tubo de bronce, transpirando como perro y mirando a la gente sin que me entrara ese terror de madres que me vino un día y no me dejo nunca. Las cosas pasaban de esa manera, yo me paraba y soplaba y la gente aplaudía y yo los miraba desde arriba – siempre se mira desde arriba cuando la gente te escucha – y no me importaban los litros de agua que perdía en unas pocas horas porque sabía que los iba a recuperar en forma de hielo y four roses. Aunque esté lejos, la jirafa me recuerda a mi y por eso la dejo que no me mire, que haga lo que quiera no más mientras no se aleje mucho tiempo, y que por favor me avise, con fechas, fechas, días, horas... Todo está muy lejos, yo hoy ya no sé tocar nada, se me olvidó hace años en un concierto en que las entradas costaban más que mi instrumento. Ese día me quedé en blanco, mientras soplaba a Mangelsdorff. Tomé mis cosas, mientras Joe Pass trataba de silbarme quien sabe que mierda y dejé de vivir en la calle cuarenta y dos - esa llena de nieve- para traerme los ahorros y armar este cuento que sólo tiene sentido por la jirafa. Ella ni siquiera lo sabe, no me atrevo a decirle que sé lo que siente, que tampoco me importan White o Jarret. Que los toque a todos y no me acuerdo de nada. Ni siquiera de la risa enferma del imbecil de Ducret.

Yo en cambio la miro, mientras me trata de explicar y no le digo nada porque sé que no podría entender y me miro las manos y veo el vacío que dejó el tubo y me cayo no más la boca mientras escucho su voz y miro las pecas con ganas de llorar... En ese momento me paro y me voy, no la voy a dejar que me vea así, ella no tiene derecho, con esas piernas tan largas y ese cuello lleno de pecas a mirarme como me deshago y la voy dejando mojada porque cuando me da por llorar es como si se abriera un hoyo en el estanque de un water y salpico lágrimas para todas partes y tampoco quiero mojarla con lágrimas absurdas.

XI
Se para ahí, bien derecha, a pesar de su altura y mira a todos pero yo sé que no mira a nadie, que sólo se ve ella misma y sonríe y pone cara de seria, de saber lo que está haciendo y descansa el violín sobre el hombro, sobre un pañito y lo afina despacio, sabiendo que todos están pendientes de ella y que podrían esperarla por siempre. Los demás también se preparan. Los músicos la miran y la esperan. Algunos ya son viejos, mucho más viejos que yo, y no están para las mañas de una niñita malcriada, pero el trabajo no anda en los árboles y aunque yo casi nunca la nombro, todos saben que las mañas de la jirafa las tienen que aguantar porque después de todo la gente viene a verla a ella con su pelo tan rojo y crespo y su cuello largo y sus dedos que tocan despacio como si rozara las cuerdas.

Por eso, cuando mira hacia el lado los hombres se miran entre ellos con resignación y luego al público y luego a ella y toman posiciones y a veces revisan una partitura. Allá lejos mucho más lejos estoy yo mirando como miran los que están ahí sólo para verla y me dejo mecer por el sonido que parece salir más de su cuerpo que de la madera del violín. Trae el vestido negro, y dentro de él se queda perdida, como flotando, sin mirar más que sus manos y sus dedos largos. Los pies separados un poco, la postura exacta, las piernas cruzadas, cuando se sienta, y ese sabor de blues que aunque yo diga que no, podría repetir en cualquier orden, aunque en fin, digo que no.

XII
Lo que necesitas es comer algo y descansar había dicho el médico cuando llegué balbuceando que no recordaba nada, y como era conocido me trató de animar. Me digo ahora que tal vez debí comer algo, sólo por probar. Pero no, tomé mis cosas y me vine para no vivir más en esa calle cuarenta y dos que se llenaba de nieve en invierno mucho antes de que yo alcanzara a olvidarme del verano pegote y húmedo.

XIII
No digo nada. ¿Para qué? Aquí todos se preocupan de llamar las cosas por su nombre y también por otros inventados para que suenen mejor. Incluso la jirafa que de vez en cuando se queda un rato de más y me trata de explicar que entre mis dedos ella sobra. Yo la miro y la miro y le digo que no, que nada sobra y la trato de tomar y atrapar para que ella sepa, para que ella misma se de cuenta que mis manos alcanzan para que no sobre ni su cuello ni su guata plana ni su pubis rojo y lleno de rulos delgados que perfuma mis dedos. Ella no dice nada y se deja mentir con los ojos cerrados. Yo la molesto, le pego en las nalgas para que diga algo, pero tampoco dice nada y se queda ahí con los ojos cerrados, sin mirar, esperando que termine algo o tal vez que empiece.

XIV
Yo hago todo para que no se vaya, le subo el sueldo sin que me lo pida, le hago regalos, le compro la ropa. Ella a veces me da las gracias y me sonríe, o se queda quieta mientras mis dedos se pierden en su pelo rojo que también está lleno de rulos delgados y si de verdad quiere hacerme sentir tranquilo me da un beso largo y me da las gracias de nuevo tratando de explicarme cosas inexplicables. Yo le digo que ya, que entiendo, que sé que lo dice de verdad, mientras recuerdo que con lo que gana en el teatro no podría pagar tanta ropa cara ni andar por ahí en sus viajes y me da pena porque la plata es demasiado común, cualquiera puede comprar vestidos y relojes y zapatos y pienso que si no se me hubieran olvidado las notas tal vez sería distinto, porque yo era bueno, mucho mejor que ella, y en otra época las mujeres me miraban parado sobre un escenario y se querían acostar conmigo porque yo tocaba notas largas como lamentos, con sabor a lamentos largos, y a las mujeres los lamentos sólo les interesan cuando les llegan así, como si no lo fueran, como si las notas que escuchan no fueran el mismo lloriqueo que se nos sale de los ojos.

XV
Tal vez debió haber sido todo al revés. Así debieron pasar las cosas. La jirafa negándose siempre, buscando excusas y ganando tiempo. Pero las cosas pasaron de otra manera, un día, luego, la tuve entre los brazos sin casi haberlo pedido. Las cosas no debieron ser así, porque ahora no sé nada y ella me mira desde la silla mientras revisa sus notas y me dice, en silencio, que estará cansada y con dolor de cuello y que no la moleste ahora ni después. Así no hay noche, ni hay espera. Ya no espero, todo lo que esperé ya está agotado y lo demás es tiempo. Tiempo para que sepa ella, que no es sabia, que puede ser que yo recuerde sus historias y las repita con mis labios antes que ella termine de inventarlas. Que soy viejo, muy viejo para ella y que me sobra por todas partes.

XVI
El vestido negro no, ese no se lo compré yo. Ese lo tenía el día en que llegó para reemplazar a Jorge Tagle que se fue en una gira de no sé que grupo de cámara. Después supe que Tagle se había acostado con ella y me calló mejor que antes y también me dio más miedo.

La recuerdo caminando despacio y haciendo equilibrio sobre los tacones altos. Parecía una niña enorme. Una niña. Enorme. Sonrió a medias y vi bajo su brazo el estuche del violín y los ojos cubiertos por unas pestañas largas y suaves. Después casi no recuerdo más. Sus palabras no me importaron, como tampoco me importan hoy. Sé que me miente y gana tiempo como si se tratara de las notas que salen de la madera pero que ella vende desde el vientre. No fue un mal trato, pienso ahora, cuando la veo llegar como una trapecista, como sobre zancos, aún más alta que esa noche.

XVII
La primera vez, se sentó en los pies de mi cama, vestida y cruzó las piernas. Comenzó con una letanía sobre su vida y yo hice como si la escuchara. Luego se quitó la ropa y nos metimos entre las sábanas. Eso pudo ser todo. Lo demás, son palabras que describen palabras. Un cuento demasiado largo.

Hoy me dijo que se va.

XVIII
A Certain Beauty, el viejo Mangelsdorff. Para despedirme. Preparo los papeles, se los doy a los muchachos. Ellos se los dan a la jirafa. La jirafa los mira extrañada pero no pregunta nada. El corazón me late y hasta pienso en sentarme ahí y tocarla yo mismo. Pero no lo hago.

Cuando termina, los muchachos me miran y hacen gestos. El público aplaude. Si hubiera palabras, tal vez las usaría ahora. La jirafa no existe. Sí existen los músicos y Mangelsdorff. La veo rabiar. Odiarme. Sin embargo sonríe y aplaude también, con el violín bajo el brazo. La veo bajar. Cambiarse de ropa, ordenar los papeles. La partitura de hoy la deja a un lado. Entonces recuerdo, recuerdo exactamente las palabras. Se para frente a mí, yo miro hacia atrás. Ella mira tras de mí buscando lo que yo busco. Le sonrío. Ella me alarga la partitura y sonríe de nuevo. ¿Preguntas? Digo. Y ella, que no es sabia, responde, pregunto. ¿La conocías?, Digo. Y ella asiente con la cabeza sin decir nada. ¿Te vas? Pregunto. Ella me mira y no contesta.

No hay comentarios: