lunes, 8 de enero de 2007

Tras la puerta...

Tras la puerta, me han dicho. Me dicen, tras la puerta. Duerme. Los ojos que me hablan, despacio, también me aterran. La boca que me habla, dulce, también me aterra. A veces creo que se matan. Que se dejan matar el uno al otro. Me encierro en mi cuarto y escucho los gritos. No siempre los distingo, aunque a mis años debería. Pero en esta oscuridad en la que me quedo, sólo permito la entrada del miedo y los gritos. Sus ojos en llamas me hacen cerrar la puerta. Aún no gritan. Me hablan despacio, pero cuando yo estoy solo, ellos sí gritan.

Apago la luz y me siento sobre el piso. Bajo los pantalones siento la madera fría y hago rechinar los dientes. Me duelen, pero continúo, los muerdo, los choco unos contra otros hasta lograr que mis oídos . Los hago rechinar dando pequeños chillidos de ratón. Me frota las manos y luego toco la madera fría. El sudor las deja pegadas en el suelo, y las desprendo húmedas y me toco la cara y siento el olor de la cera roja que impregna todo. Me miro las manos, pero no hay manos, sólo oscuridad. Las pongo frente a mi nariz, tocando mis ojos, pero no veo nada. Más lejos está la luz. La luz viene desde allá. Miro a través de la rendija. No he hablado de la rendija. Hablaré luego de la rendija. La rendija por la que se escapa la luz de allá.

A veces me dan ganas de mear. Pero el baño está del otro lado de la puerta. Ella se queja de esta casa. Sólo una puerta. Si no fuera por esa única puerta, dice, ya estaría loca. Él se calla la boca, la mira y sabe que esa puerta ya es algo. En otros días, cuando yo era más chico, no había ni puerta, y ellos me dejaban tapado bajo las sábanas mientras se desnudaban. Yo no sabía aún mirar, pero en alguna parte de mi conservo el recuerdo de los primeros gritos y de los olores. En esa época, ella saltaba más. Mordía más. Chillaba más. Luego resollaba, como una vaca.

Todo está hecho de luz. Eso lo comprendí mucho antes de saberlo. Mis manos no existen cuando la ampolleta se ha apagado. Mis pies no existen, aunque los toque por debajo de los zapatos y los sienta, ahí, fríos y un poco hediondos. Existe el olor de los pies, también existe la humedad de mis manos. Pero nada más. Ni siquiera las manchas azuladas. Ni siquiera mis ojos.

Cuando me quedo quieto, en estas noches de grito, siento como si todo el universo viniera a enseñarme. Tengo miedo, porque los gritos son la verdad. Tócame, dice ella. Suplica ella. EL la toca. A veces lo veo. Otras veces sólo lo intuyo. Poco a poco he comprendido y a veces lo distingo. Un silencio largo. Siempre hay un silencio largo de las bocas. Las manos aparecen en mitad de ese espacio de no palabras. Tócame las tetas dice ella. Él las toca. Muérdemelas, dice ella. Él las muerde.

Sé que las toca y que las muerde, aunque no lo vea. Lo sé porque de otra manera, ella pediría más. El silencio se esparce, y los dientes se escuchan mordiendo la carne. Ella bufa. Se arquea. El la toma por los muslos. Aprieta los muslos por dentro, los rasguña, los abre y lame su sexo. A veces lo he visto, como si fuera una película. Arrodillado junto a la rendija. Luz. La luz me permite ver esa mata de pelos cruzada por una línea roja, espesa. Él se sumerge. La lame. Ella respira y late. Siento como su sexo late. Siento el sonido de los dientes que se restriegan contra el pubis...


A veces musito. Repito en voz baja las palabras que distingo, y las digiero sin agua. Las historias se repiten siempre. Ella se levanta la falda y él la toma por las ancas y se le acerca y le abre el escote y mete las manos hasta agarrar una teta blanca y con la punta rosada y transparente. Yo lo veo desde un rincón, sin que me oigan, y jadeo de miedo y de excitación. Me quedo callado, durante horas, musito. A veces repito las palabras en mi cabeza, o las muerdo, entre los dientes, y las palabras, ya sin sentido, se vuelven ruido. Así lo hago, los contemplo y los oigo. Escucho el sonido de las ropas que se abren y se caen.

Desde la oscuridad en la que me inclino, arrodillado, veo sus cuerpos y creo que se matarán. Una sola palabra de más, pronunciada por cualquiera, y las manos dejarán de buscar carne para buscar cuello, y traquea. Ella se reclina, mirando hacia mi puerta. Mi puerta está semi abierta. Veo sus ojos encandilados y respiro tranquilo porque sé que en esos momentos pierde el sentido. Se inclina y los labios espuman, y la nariz resuena como una vaca en celos, y él la toma por las ancas y levanta la falda y la ataca, la duele, la mata una y otra vez hasta que los latidos de mi corazón se detienen. Ella llora y sonríe y bufa.

Recuerdo las palabras. Odio, celos, lastre. El peso de sus cuerpos, describiendo, sílaba tras sílaba, aquello que no se dice. Me lo han dicho ya. Eso no se dice. Pero ellos lo nombran cada noche. Cada madrugada. Las formas de la piel apenas las conozco. Un pedazo de pierna apenas divisado a través de la rendija oscura que he dibujado con cuchillo en el borde mismo del marco de mi puerta. Eso es una pierna, la única forma de una pierna recortada por la rendija que he preparado para comprender los gritos. Un poco de sangre. Después de darse la mano. Después de morderse las orejas, como dos perros, un poco de sangre que ilumina el hueco delgado a través del cual contemplo el mundo. Su mundo.

La luz me permite saber por qué temo la noche. La noche es la hora del miedo, y de los gritos. Ellos son la luz, yo estoy a oscuras. Sólo hay luz en la noche. Sólo importa la luz en mi noche.

Debiera, tal vez, dejar una pequeña lámpara prendida sobre el piso. Sé que no lo notarían. Cierra la puerta, dicen, y con eso mi existencia también se cierra. Tal vez podría, entonces, dejar caer sobre las ropas de mi cama un brazo, y mirarlo, y luego compararlo con el brazo de él, que es mi padre, y saber que un brazo, desde este lado de la puerta, también puede iluminarse. Pero no lo hago. Tengo miedo de la luz sobre mi cuerpo, porque lo transformaría en algo conocido, y el cuerpo que conozco grita y bufa. Los brazos que conozco, toman y duelen. El espacio a veces se acorta, se desprende de un rincón y se adhiere a mi puerta. En ese instante, no veo nada. No veo la luz, aunque todo está más cerca. A ves se trata de la piel desnuda de ella, arrinconada contra mi puerta, tersa, blanca.

Sin luz, no puedo saber que es piel de hembra, pero lo escucho. Trac, trac, trac... el golpear del culo de mi madre junto a mi puerta. Los oídos se me aguzan, se me parten, lo sé, se exactamente lo que hacen. Lo he visto. Lo he visto cuando la luz y la distancia me permiten dejar el ojo pegado contra la rendija y sus cuerpos, allá, a metros, se preparan para morir, nuevamente.

Has estado con otra, dice mi madre. Y mi padre se ríe y da vuelta la cara y murmura... estás loca... y ella, aun joven, se muerde los labios porque decir aún, nombrar “aún”, es igual a decir antes, es igual a decir nunca.

Te huelo, dice. Hueles a vinagre.

Deja de canturrear, mujer, dice mi padre, y de pronto sus ojos se apagan.

Has estado con otra, repite ella,

Sí, dice él.

Dime quién, dice ella

Quién, dice él.

Eres una mierda, dice

Y él no dice. No dice nada.

Te amo, dice ella.

No ves que te amo.

No veo, dice él.

Mira, dice ella.

Pero el que mira soy yo. EL que siempre mira, aunque no lo sepan. Soy yo.

Has estado con otro, dice él.

Ella sonríe. Se toca las tetas.

¿qué crees tú, dice?

Y él la mira, despacio, cansado.

Has estado con otro.

No, dice ella.

Sí. Dice él.

Ella sube las faldas. Desde aquí, veo su culo. El culo de mi madre, y siento vergüenza.

¿Que crees tú? Dice ella.

Te han tocado, dice él.

Me han tocado, dice ella.

Por qué, dice mi padre. Y sus ojos lloran.

Por qué no, dice mi madre. Es que no me está permitido. Muchas veces, me tocan cada día. Cuando salgo de compras, cuando camino por la calle. Miles me rozan con sus cuerpos y con sus manos.

Eres una imbécil, dice él, ya entre lágrimas.

Tú eres un recuerdo, dice ella.

Él llora, a gritos.

Yo escucho. Me arrincono aún más. Antes no sabía bien lo que decían. Ahora lo sé, y por eso también lloro.

Vete a tu cuarto, me dice mi madre, cuando él llega.

Yo lo miro. Le sonrío.

Él me mira. Me sonríe.

Entro en la noche. Apago la luz. Me dejo caer sobre el piso y comienzo a besar la madera liza. La huelo. Cera, humedad, polvo. Pongo la lengua en las tablas, respiro. Huelo mi aliento. Mis ojos miran hacia la puerta cerrada, mi oreja se posa sobre el suelo. Iggggnnnnnn... una silla se arrastra... igggggnnnnnn...

Me has matado, dice él.

Has muerto, dice ella entre risas...

Sácatelos, dice él.

Ven por ellos, dice ella.

Quítatelos tú, dice mi padre...

Ella se ríe... tac, tac, tac...

Sus pies corren, se alejan...

Sácatelos mierda, quiero olerte...

Encuéntrame, dice ella...

Te dejaré matarme...

Mátame tú, dice él...

Yo no quiero escuchar más. Sé que alguna vez lo harán. Me inclino junto a la madera y continúo. Esta vez sé que lo harán. Han dicho, cierra bien, y yo he cerrado bien. Han dicho matar... y han reído.

Dios. El silencio. Dios.

Yo.

El silencio.

Ya no pueden. Ya no hablan. El se ha quedado bajo las faldas. En sus labios aún queda un rizo de pubis negro. La lengua afuera. Yo afuera.

La luz. Todo es por la luz.

No sé por qué.

Hay sangre en mis manos.

Ellos ya no se matan.

Yo mato.

Y desaparezco.

Los miro al salir. Desnudos. Juntos.

Sé que no hubo tregua.

Eran torpes. Yo no.

La luz, Dios. Como no lo supieron. Los amo. No podía dejarlos. Sonríen. Yo me condeno. Bajo las manos. Bajo las uñas. Somos todos iguales. A veces sólo nos falta luz.

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