lunes, 8 de enero de 2007

Primos segundos...

Era una tarde de Septiembre en un amplio departamento de Santiago de Chile. La familia sentada frente a la mesa toma el té. La niña mayor - que ya es mirada por los invitados del padre con ojos oblicuos a través del escote – no ha querido unirse a los hermanos menores que, gimoteando, han ido a parar a la mesa del pellejo...

El padre, hombre aún joven, mira hacia la ventana y respira el aroma verde del pasto mojado. Recuerda a través de ese aroma, el sabor de su tranquilidad. La madre... rubia y hermosa, camina despacio hacia la cocina moviendo con cuidado unas caderas por las que parece imposible imaginar que han pasado ya cinco hijos, gordos y rosados.

En la mesa hay hermanos de la madre, y amigos cercanos del padre. Hay un abuelo y ninguna abuela. Una de ellas está en la playa, visitando a una amiga. Las otras no sabemos.

La hija mayor ha conseguido por primera vez un lugar en la mesa grande y se ha mantenido muda y concentrada para no perder por ningún motivo su calidad de grande. Los tíos y tías le preguntan, y ella sonríe. Todo es perfecto. El padre habla a la madre con voz grave pero dulce, y la madre responde desde la cocina, o el pasillo o el borde mismo de la mesa... te lo traigo...

La sirvienta casi no ha mostrado la nariz. La madre sabe muy bien que este es uno de esos momentos íntimos en que es la dueña de casa quien debe servir la mesa. De pronto encuentra los ojos de su hija. Delgada y rubia, como ella, y le sonríe. La hija responde con los ojos abiertos y una sensación leve de sorpresa. No puede creer que le produzca placer el ser invitada a servir la mesa con su madre, y sin embargo, respira profundo y siente como la delgada piel del pecho se levanta inflamada de sensaciones.

La chica lleva una blusa celeste cerrada con hebras de hilo. La ha abrochado con prudencia, y sin embargo deja ver el nacimiento de dos pechos tiernos. La madre lleva un sweater oscuro, ambas, como si se tratara de un trato, llevan pantalones blancos.

Han comenzado a llegar unos pocos primos. Uno de ellos, de la edad de la hija mayor, viene como anfitrión de los menores. Han venido en busca de sus padres, pero se quedarán un buen rato hasta que estos decidan volver a sus casas. El muchacho mayor se encuentra con los ojos de la chica y sin casi darse cuenta, la recorre de arriba abajo, turbado. La muchachita se da cuenta de la mirada y sonríe con algo de vergüenza. El padre golpea al sobrino en el hombro y lo invita a sentarse en la mesa de los adultos. El chico casi se derrumba, aliviado, y ve cruzarse entre los hombres una mirada llena de orgullo. El muchacho viene de su entrenamiento de Rugby, recién duchado, pero aún con rastros del esfuerzo físico. Los más pequeños también han estado entrenando y se mueven a través de la sala rojos y sonrientes.

La hija mayor es enviada con un vaso de leche para el primo. El primo lo recoje de los dedos de la prima y mira hacia arriba para no encontrarse con esos ojos celestes. El padre sonríe a la madre. Son primos segundos. ¿Quién sabe? Pero es pronto. Por ahora sólo importa que crezcan sanos. Hermosos. Inmaculados.

La madre por fin se sienta. La hija termina de ajetrear hasta que se encuentra con la sirvienta, quien ha puesto una tetera con leche sobre la bandeja y se dirige a la mesa. La chica la toma con dulzura y se dispone a servirla, cuando encuentra gotas de leche en el borde, chorreando. Se da la vuelta, y con voz tranquila y dulce le dice a la sirvienta... Juanita, este jarro está sucio... cambie la leche por favor.

La madre sonríe sin decir palabras... el padre respira de orgullo... la chica no se da por enterada y simplemente espera el nuevo jarro, de pie junto a la cocina. Cuando llega a sus manos, da las gracias... Se devuelve... todo su cuerpo exhala perfume. Los adultos la observan con una mezcla de morbo y deleite... La pequeña, que jugaba hace unas horas con muñecas, comienza una metamorfosis lenta pero implacable frente a la mirada curiosa de los adultos.

Pero ella parece no darse cuenta de nada. Camina de vuelta hacia la mesa y vuelve a ocupar su lugar, junto al primo. Lo mira a los ojos y habla. Su voz se despierta. Canta y simplemente pregunta: ¿Jorge... quieres más té?

El chico se da vuelta y encuentra el rostro perfecto de la muchacha. Sólo en este instante es consciente de la belleza sobre humana de su pariente. Los demás hombres se dan cuenta del instante que está viviendo el chico y lo animan con cuidado... Tomate un té, cabro... Jorge inclina afirmativamente la cabeza y respira el perfume de las briznas doradas de cabello que caen sobre los hombros de la niña... mira de reojo a su propio padre... a su madre... todos hermosos, y piensa en los hermosos hijos que podrían tener juntos...

La chica, en el intertanto, ha vuelto a preocuparse de la cocina, pero esta vez, con gran ternura, ha caminado ella misma a atender a los primos menores... y mientas camina, mueve con prudencia las caderas, extiende los brazos... busca bandejas y escala almohadones...

Todo es hermoso en la tarde de Septiembre. Sin embargo, en medio de la serenidad parece abrirse una grieta enorme. Un movimiento que no dejará nada en su lugar. La madre se para de pronto, su rostro refleja el terror y la vergüenza de quién no sabe de terror ni de vergüenza. Corre al encuentro de la hija, la abraza y la lleva en vilo fuera del alcance de las vistas. El padre se vuelve pálido, y los invitados no saben que hacer. Al principio no lo notan, pero de pronto se vuelve evidente. El primo se para y se aleja de la silla antes usada por la Niña. Los tíos carraspean, las tías medio ríen hasta que una toma el sartén por el mango y exclamando algún rosario estira una servilleta sobre la mancha roja, dejándola yacer como un cadáver sobre el fondo blanco y mullido de una silla de caoba.

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