lunes, 8 de enero de 2007

La puerta... Cierra la Puerta!!!

Sumergida en el tumulto. Los ojos cerrados. El miedo a la oscuridad asfixiante que se confunde con la masa de seres humanos que se mueve como si fuera un líquido. Un plasma pegajoso y tibio que se cuela por entre los flancos del cuerpo. La piel no está. No hay piel bajo las ropas húmedas, todo se ha quedado en otro lugar en el que también se han quedado las palabras. ¿Cómo vivir sin piel, sin tacto, sin palabras?

Un cuerpo es algo parecido a un cuerpo. Depende. ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿A que hora? Se ríe. Ella ha sido algo más. En otro momento. Antes de llegar. Por ejemplo, en el auto de alguien que pasó a recogerla hace algunas horas y que luego la trajo hasta aquí. El auto estaba repleto. Sus piernas habían rozado otras piernas. Había sentido brazos y sudores y palabras.

Entonces sí existían: Piel, tacto, palabras. Y por eso habló. Con la voz ronca heredada de la madre. Con las palabras aprendidas en familia, con amigos, en tardes de cine. Todo eso. De cualquier cosa. De sí misma. De alguien a quien ahora recuerda vagamente y que entonces, en esa época, la inquietaba. Pero eso fue antes. Vuelve a reír. Es demasiado joven y bonita como para saber nada. Por eso, ahora no es antes. Ahora es ruido y cuerpos y todo eso está lejos y siente de pronto como la humedad la invade hasta los ojos. Las pestañas se pegan unas contra otras.

Vuelve a cerrar los párpados, y el miedo confunde sus percepciones. Un poco más. Sólo un momento... se dice, sólo por probar.

Cuenta: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis. Aún oscuridad. Cuerpos que la rozan y la mueven. Los brazos desnudos. Las caderas aprisionadas bajo la tela de su ropa que se clava en una piel que desapareció hace horas. La música que golpea contra su pecho. Paf! Paf! Paf! Entonces, ya no puede más. No puede contar. No puede soportar la falta de equilibrio que la invade en la oscuridad. Abre los párpados aterrada y mira alrededor. Nada. Luz. Ruido. Todo sigue igual, nada se mueve. Tampoco ella, que está quieta. Que lleva demasiado tiempo quieta mientras la fiesta pasa a través de su cuerpo sin rozarla. No. No es eso lo que quiere. No más inmóvil. Tampoco hacia allá, o hacia acá. No se trata de eso sino de lo que siente. De un silencio rasposo en la garganta. De un repentino spasmo de furia que se le atraganta hasta hacerla toser y gemir. Espera. Escucha a los amigos, de nuevo, en el auto … y antes, en una casa que no recuerda … Le hablaron de estar bien. De ser ella misma. Le dieron vasos y vasos de algo dulce que aún tiene metido en el cuerpo. Que le produce mareos. Y calor.

Pero ¿Quién es ella? Intenta recordar y no le gusta. En cambio sí le gusta sentir por todas partes furia y ruido y saber que no es tarde. Por eso, ahora que está sola, que ya nadie la ve, se ha dejado arrastrar por la masa líquida de seres humanos que la rodean. Por eso, para no ser nunca más ella misma, ha dejado que el calor se meta entre las telas delgadas que la cubren y se arrastre por su vientre hasta volverse un cosquilleo lento. ¿Quién me nombra? ¿Quién me dice? De pie, en el tumulto, en lugar de pensar, aprieta las piernas húmedas de sudor y siente como el calor y las cosquillas suben hasta su vientre. Le da órdenes a su cuerpo. Y su cuerpo desconcertado se limita a enviar descargas de electricidad que la enervan. Que la arrastran.

¿Comienza todo como un juego? Eso no me lo pregunten a mi… se responde… yo soy la tonta, ¿recuerdan? Una vez más, piensa. Y otra vez. Y otra vez. Junta con fuerza las piernas, las enreda una contra la otra en medio de la masa de gente hasta que los músculos comienzan a doler. Entonces, traga saliva y por fin se sumerge.

Está de pie, entre todos esos cuerpos empapados de sudor que se mueven y giran frente a ella. Mira sus manos por un instante y comienza a reptar. Se mueve. Siente como sus caderas y su pelvis abren espacio en ese laberinto. Encuentran huecos, pozos, cavernas atravesadas por sus músculos que se contraen uno a uno - temblando bajo la tela de su ropa – Se puede ver. Por primera vez desde que era una niña se contempla. Soy una cobra, ruge. Una cobra gigante que avanza y mira y escupe veneno hacia los costados justo antes de atacar. Atacar. Eso es lo que quiere. Por eso el calor entre las ingles. Por eso esa humedad que la consume hasta hacerla contraer nuevamente las piernas y el vientre. Desesperada. Aterrorizada de la urgencia. Despierta. Atacar. Serpiente. Ojos. No recuerda por qué. ¿No recuerdas?; ¿te explico? Sí. Ya. Ya. Tal vez por ese otro al que recordó horas atrás y cuyo recuerdo quiere borrar de inmediato. Por sus palabras que resuenen en los tímpanos y que le revuelven el estómago. Respira. Respira. ¿Quién? Ya no recuerda el porqué. Tal vez por si misma. Porque tenía tanto miedo de que todo esto pasara. Porque nunca pudo ser una serpiente hambrienta frente a él, y aún así… ¿quién quiere ser conejo asustado?

Yo no.
Tu no.
Ella no.

Nunca más.

Por eso se detiene y se cobija. Quieta, quieta. Shhhh. Sabe que nada de esto puede ser tan difícil. Antes ha sido un conejito asustado. Es cosa de quedarse inmóvil y todo lo demás ocurre solo. Pronto escuchará un sonido distinto al estruendo. Alguien a su lado. Un ser humano que dirá una frase. Que lastima que no pueda verte. Y repetirá, en voz más alta, a sus espaldas, cerca de su cuello. Que lastima que no pueda verte.

El sonido de los bajos se mete bajo su ropa y se pierde. Lo siente ir y venir por sus sentidos. Sus sentidos también vienen y van, hasta que por fin algo ocurre ¿Una mano? Ella quiere que se trate de la misma mano y por eso no se mueve. También quisiera que algo dejara de cambiar por un instante, pero eso no puede saberlo. ¿Cómo podría? La mano es una mano. La mira, extendida frente a su rostro, aferrando una botella de color café oscuro. Está demasiado lejos de si misma como para hacerse preguntas. Algo es algo, ríe. Toma la botella entre los dedos. La botella vibra. Todo lo que toca vibra con el mismo ritmo. Aún la mano que se aleja, sólo un poco. No tanto. Ella mira. Mira hacia el costado. Ahí está, puede verla a un metro de distancia. La botella está fría y se la lleva a los labios. Siente como a través del cuello pasa un chorro amargo. Luego otro. Y otro. No puede detenerse. Está avergonzada. La mano espera. Devuelve la botella casi vacía. La mano desaparece de su vista, ella se siente empujada por la espalda. Zapatos grandes empujan sus zapatos. Pantorrillas delgadas se clavan en sus piernas para hacerla caer. No hay nada que hacer. Se mueve. Está bien, piensa y camina hacia delante sin rumbo. Quizás la mano la siga. No le importa. Claro que le importa. Una boca aparece a su izquierda. Intenta hablar. Intenta hablarle. A ella. Lo sabe. Eso se sabe, piensa. Aún así. Y luego se imagina que es cierto, aunque no sea posible. Qué quizás diga lo que ella espera escuchar. Que lastima que no pueda verte.

Pero nunca hay tiempo. La masa la lleva a otra parte, a una distancia indefinible en la que ya no hay manos que la tomen ni labios que le hablen. Siente desesperación. Nada está resultando, y en cambio el calor en su cuerpo vuelve con cada roce. Con cada espalda que se agita por la música frente a sus pechos. Respira profundo. Ya está mejor. Cierra una vez más los ojos, para tentar a la suerte. Pero el terror la cubre de inmediato mientras todo comienza a desaparecer. No podrías caerte, tonta. No hay espacio. Aún así los párpados se desprenden asfixiados de negro. Despierta. La luz la encandila. Sonríe. Ha encontrado un pequeño espacio en el que puede respirar. Un foco cae justo sobre su cuerpo. Se mira. Primero las piernas mudas. Luego el escote y la piel empapada. Con la mano izquierda se seca la frente repleta de sudor y palpa la camiseta y el cuello y los hombros. Todo está mojado. Ríe a gritos, aunque nadie la escucha. Ya no le importa. Camina unos metros. Vuelve a la masa y se deja arrastrar por el suero pegajoso y caliente. Está rodeada de cuerpos, pero esta vez es distinto. Se detiene y se suelta. No cae. Miles de manos la rozan despacio. Se mueve lentamente para dejarse cubrir completa. Todo se ha detenido. Mira hacia abajo. Su pelo largo y lacio cae y cubre su rostro. Ahora lo acomoda detrás de la oreja y al hacerlo siente como las yemas de sus dedos reaccionan. Su pelo vibra, al igual que sus mejillas. Bam! Bam! Bam! Sonríe. Descubre un juego. Toca su nariz. Bam! Bam! Bam! Luego el cuello. Luego una cadera. Se queda quieta. Se le ocurre, aunque no está segura. Mira hacia los costados. Nadie existe. Nadie la mira. Tal vez se arrepienta. Algún recuerdo de algo que alguna vez le importó la podría hacer dudar, pero las dudas se apagan pronto. Es demasiado fácil. La mano derecha sobre el pubis, aprieta despacio. Siente el relieve de sus labios contra la tela. Palpa. Leve. Siente como el calor sube nuevamente. Piensa en él. En el que ha olvidado. Se ríe. ¿Qué pensaría de ella? Sus dedos están perdidos entre las piernas. Ahora se muerde los labios y aprieta con fuerza. Bam! Bam! Bam! Bam! Bam! Bam! Una vez. Otra vez. Hay espacio a su alrededor. No lo hay, es cierto, pero eso no importa ahora. Bam! Bam! Bam! Sus labios sangran. Vuelve a reír al sentir como la mano vibra y se moja. Le duelen las yemas de los dedos al clavarse en la tela rígida que rebota contra los bajos y las baterías. Nuevamente ha cerrado los ojos. Sólo queda un sentido. Todo se estremece bajo sus pies.

Silencio. Separa los dedos entumecidos y siente su corazón latiendo con fuerza bajo la camiseta. Mira despacio su propio cuerpo, tenso. Nada se ha calmado. Sólo la mano que no basta. Mira sus dedos. Están húmedos y arrugados. Se los lleva a la boca y siente como arden. La música no le permite oír nada. Ni siquiera su propia respiración. Mueve el pelo hacia un lado y hacia el otro. Respira apresurada. Pensando en algo. Pensando demasiado. No quiere pensar. Le hace mal. Junta una vez más las piernas y se mira a si misma. Ahí están los huesos de sus caderas, puntiagudos. Sobresaliendo por el borde de los jeans que descansan a un milímetro del pubis. Nunca más será así de joven. Nunca más su vientre dibujará de esa manera el ángulo de sus caderas. Su mano baja hacia el hueco imperceptible que se dibuja entre el abdomen y su cadera. Siente la tersura de su propia piel. La juventud de sus manos. Se enoja. Una furia delgada le sube por la garganta hasta los ojos. No puede. Ese rostro la sigue más y más. Quisiera tenerlo ahí, de rodillas, hundido entre sus piernas, lamiendo la piel de su abdomen liso, bajando por su carne hasta inundarla de saliva. Aprieta. Cuenta las fricciones. Despacio: uno, dos, tres… Se toma el pelo con los dedos largos y luego el cuello. Su cuerpo nuevamente arde. Su respiración diagrama compases sin freno. Se concentra en las texturas e imagina desesperadamente su cuerpo liberado de ese rostro hasta que por fin se esfuma de su mente. ¡Ahora! Piensa desfalleciendo. Mira a su alrededor. Sabe que no es posible. Que si espera un segundo ya no podrá hacer nada más. Que si espera un segundo, el ardor de su cuerpo se convertirá en llanto y en lagrimas y en ruidos y palabras. Traga saliva y retrocede bruscamente hacia un cuerpo cualquiera. Lo ha visto de reojo. Casi no le importa. Sólo que esté cerca. Sólo que no la rechace.

Se encuentran. Ella de espaldas. Una sola pierna que cruza despacio detrás de su rodilla. Era tan simple, piensa. Ahora sólo es ella quien sabe cómo y cuánto. No más palabras. Ni una sola, le dice. Shhhhto. Piensa. Tal vez no sea el mismo cuerpo. Ningún cuerpo es distinto, se responde agitada. Eso lo ha comprendido hace horas y ya no le importa. Sólo le importa lo que siente, y por eso puede percibir como lentamente el cuerpo que ha escogido se transforma en mano. Shhhhto. Shhhtoo. En dedos. En huesos. Se acerca más. Lo ha decidido en un instante. Separa las piernas. Se queda quieta y espera aferrada a sí misma. Sabe que su espalda roza el pecho de ese cuerpo. Sabe que su pelo largo y lacio acaricia ese rostro. Ya está. Lo siente. La mano cobra vida entre su piernas y una boca aparece tras su oreja para decir palabras que ella no entiende. Por eso gira a medias el cuello y responde con sonidos incoherentes. Desppsss. Desspp. Las voces se confunden. Son sólo ruido. Aire. Abajo, muy abajo siente las yemas de unos dedos gruesos. Son dos. Está segura ¿Como puede saberlo? Retrocede una vez más. Desafiando cualquier duda. Respira ruidosamente. El otro ser contesta con los dedos que se clavan hacia delante, moviéndola de su centro. Los labios rozan nuevamente su oreja y ya no es solo una mano. Junto a los labios, siente un cuerpo completo que se pega a su espalda; Un calor intenso que la aprieta y un brazo oscuro que aferra su cintura para impedirla que se mueva. No sabe si es eso lo que quiere. Se lo pregunta. Se lo responde. Y aún así no lo sabe. ¿Qué es una mano clavada entre las piernas en medio del tumulto? Sólo ella puede saberlo y no lo sabe. El otro cuerpo avanza, su cuerpo retrocede. El otro cuerpo empuja hacia arriba. Con las manos aferradas a su cuerpo. Eso está bien, piensa ella. Lo demás también. Aunque no sepa. Cualquiera, se dice entre dientes sin decir nada. Porque ella sabe que no dirá nada. Que pase lo que pase no puede decir. Y cierra los ojos y piensa en el sudor que cae por su frente. No puede sentirlo. Sólo lo piensa. También piensa que sus propias manos están libres. Las mueve. Sí, aquí. Toma con cuidado el borde de la camiseta y lo levanta. Se seca la cara. Siente el placer de su rostro seco. Su vientre ha quedado a medias descubierto y la la piel se le eriza por el aire que de pronto la cubre y la seca. Acomoda el pelo y deja el cuello libre. Inclina la cabeza. Casi puede verse. Lo sabe. ¿Cómo se ve la piel del cuello pegajosa bajo el lóbulo? El otro comprende y clava los labios sobre la piel salada. Ahora, sólo ahora, sabemos – es posible - que hay piel salada en el cuello. Muerde. Piensa ella. Y muerde. Retrocede unos centímetros. Sus caderas son un timón. Hacia un lado. Y hacia un lado. Arriba y abajo. Y arriba y abajo. Muerde la oreja. Muerde y se acerca… dice algo coherente. Demasiado coherente. Sus labios no pueden con algo así. No ahora, que la mano que antes fueron dos dedos está abriéndose paso bajo la tela rígida y todo vibra dentro. Bam! Grññññ! Bam! Grññññ! Bam! Grññññ! ¿Qué dice? Para eso. ¿Todo para eso? Pregunta. Sí, tal vez. Junta las piernas y cierra los ojos. Quiere. No sabe por qué. Por eso.

Él.
¿Quién?
Él.
¿Para qué discutir?

Que tan solo no deje de tocar. Piensa. No dice. Sólo piensa. Si es así. Ya no piensa. Ni dice. ¿Para qué? Algunas cosas no vale la pena que se piensen. No decir. Nunca, nunca decir. Por eso acepta. Todos aceptan. Un paso. Manos. No sueltes. ¿Entiendes? Y no suelta. Manos, piernas. Telas. Más y más pasos. Grñññ! Grñññ! Grññññ! Bamp! Bamp! Suelta un poco. No, no sueltes. Sólo para dar un paso. No dice. Recuerda no decir. No soltar. Ahora no sabe. Pero el otro sabe. Cuerpo volteado. Terror. No. No quiere estar de frente. La mano se aleja. Frío. Sólo un segundo. Cierra los ojos. Dos dedos fuertes se hunden nuevamente en la tela. Ella aprieta los muslos con toda su fuerza… Calor. Nuevamente las cosquillas justo entre las piernas, una sensación húmeda y tibia que aumenta. Que sube hacia el estomago, que la obliga a moverse. Hacia arriba… despacio. Hacia abajo. Rotando las caderas sin poder parar. Buscando que nada de eso se acabe nunca. Sabiendo demasiado bien que todo se acaba.

No sabes quien. Sólo sabes de ti. Antes te habría importado. Pero ahora sólo puedes escuchar los latidos de tu propio vientre y el terror de que esas manos dejen de tocarte. Por eso acepta labios salados. A cambio de la mano. Tal vez para que no se acabe la mano. Por eso aceptas ir. Donde sea. Avanzas. Juntas. Un… Dos. Puerta. El otro empuja con la mano libre. Pero no suelta. No hay espera. Sólo puerta. También gente. Liquida. Gente como líquido. No te importa. Otra puerta. Suerte. Mucha suerte. Un espacio vacío. Una tasa blanca. Un espejo. Justo uno. Vacío. Dedos. No. No. No. Mientras no dejes de tocar. No los dices. Pero lo piensas. El otro entiende. Sonido. Grrrrr. Miedo. Mucho miedo. La tela se abre. Estás mojada. Se abre y se baja. Si. Muy bien. Mejor. Mucho mejor. Esta otra tela. Los dedos vuelven ahora, leves sobre la tela, suave, blanca, empapada. ¿Cómo? Dices, porque no escuchas. Tu pelo detrás de la oreja repite: ¿Cómo? Tu dices algo pero no lo dices. Miras hacia la puerta. Espejo a medias. Sus manos que buscan. Pelos. Dedos. Escuchas. De pronto están tus sentidos, por un espacio de tiempo impredecible han vuelto. Es el miedo, sabes. No puedes recordar. No quieres recordar quien eras. Por qué estás ahora en este lugar. Te apuras. Ya no hay tela. Ninguna tela. Lo piensas y está bien. No lo piensas, y está bien. Tu cabeza late de recuerdos, pero todo lo demás también late. Hay algo. Sabes que no importa, ¿qué podría importar? Muerdes una hebra de tu pelo cuando sientes entre las piernas algo que late húmedo y se abre espacio. Una sola vez, piensas. Puedo una sola vez. Pruebas tu garganta. Por fin sí. Por fin nada es absoluto. No sabes si reír cuando escuchas que alguien … que también eres tú, en otro tiempo, aparece por un solo segundo para pronunciar con voz ronca… una sola frase: “La puerta. Cierra la puerta”.

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