lunes, 8 de enero de 2007

Lecciones de Ballet

Camilo y Sara se sentaban una vez a la semana a conversar. Generalmente él partía con un comentario cotidiano. ¿Cómo ha estado tu semana Sara? Y ella, dependiendo del estado de ánimo, se inclinaba un poco hacía adelante o se quedaba con la espalda recta en el respaldo antes de abrir la boca. A Camilo ese primer gesto ya le daba cuenta de cómo vendría la tarde, y se acomodaba él mismo sobre su lugar, tomando nota mental de cada movimiento, para luego dejar que la mujer iniciara su parte de la plática, libremente, sin tener que apurarla más que lo indispensable.

Esa tarde, ella hizo un gesto ambiguo. Se irguió a medias del respaldo y luego acomodó la espalda con cierto cansancio. Suspiró levemente y comenzó a hablar.

Para una mujer como yo, a veces las cosas se ponen difíciles ¿sabes? – le dice Sara, cuidando las palabras y dejando largos intervalos entre cada pausa. Camilo la mira interesado, con una media sonrisa que la invita a continuar, pero Sara calla, y dobla el cuello y mira al hombre como si ya no supiera que más decir. Él la contempla algo sorprendido, y ella se complica. Tal vez pensó que esas primeras sílabas serían suficientes para que él le diera una mano, para que con valentía recogiera el guante, o por último, con gentileza, le alcanzara con los dedos el pañuelo a una dama. Pero en cambio, y desconociendo completamente su tímida invitación, el tipo se echa hacia atrás, con los brazos semi cruzados y una mano acariciando lentamente la barbilla. Él, inmutable, la contempla desde su abismo, y ella lo mira de vuelta, de reojo, muerta de rabia, subiendo y bajando sin ritmo los ojos, mientras poco a poco comienza a percibir una distancia creciente, una apartarse que no sabe a que atribuir. Pasan varios segundos. Nadie dice nada. Él parece dueño de sí, o al menos así parece creerlo Sara, pero eso no es del todo cierto. El hombre lleva tiempo soportando estas situaciones, algunas casi idénticas, otras marginalmente diferentes, y cree que hay pocas cosas que, a estas altura, lleguen a sorprenderlo. Sin casi mover los ojos, desplaza su mirada por el cuerpo de la mujer. No tiene un juicio acabado, aunque debe reconocer que la chica es bonita. Pero no se trata de eso. No es nada de eso. Él hombre se mira rápidamente hacia adentro, respira y repasa los ejercicios necesarios para comprender, de una manera – digamos - analítica, qué es lo diferente. ¿Por qué hoy las cosas no están saliendo bien? ¿Cual es la razón por la qué, a pesar de todo, no todos los casos como éste pueden resolverse de un modo idéntico?

Despeja la cabeza, y percibe que las cosas también para él se han puesto difíciles, que tal vez tendrá que entregarse, un poco obligado, a un campo de juegos peligroso. Que alguna frontera, sin querer, se le quedó abierta y que es esa mujer, con su sencilla manía de mirarlo, lo tiene a punto de sucumbir.

Ella en cambio se deja mirar y es como si su cuerpo y sus ojos se fueran a negro. Oculta toda expresión, cierra las válvulas de salida y lo hace notar. Tal vez simplemente ha percibido que el tipo flaquea, y esa sola intuición le ha dado una fuerza desconocida, una leve y mortal estrategia que necesita llevar adelante, aunque le cueste una hora, aunque le cueste todas las palabras que ya no dirá. Pero quizás, no, quizás no es eso lo que pasa por la mente de la mujer. Puede que todo sea más simple. Quizás al mirarlo y ver que por un instante él ha dudado, ella ha decidido, sin pensarlo, dejar realmente la mente en blanco, a penas mantener un sentido abierto… cualquiera, casi al azar... digamos - tal vez- el olfato… y esperar a que él se despierte de ese letargo en el que lo sumió la duda, para así, confundido, sacarle, por una vez... de una buena vez, algo tan simple como una respuesta.

Él ha bajado la vista, e intenta parecer ocupado en la punta del bolígrafo. Sabe que está perdido, que ese gesto sólo le permitirá ganar unos pocos segundos, y que cuando levante la mirada no tendrá escapatoria. Pero eso, tal vez, ella no lo sabe. La imagina en su cabeza, repite mentalmente los gestos que ha grabado en su memoria. La comisura de sus labios al abrirse, la levedad de sus piernas delgadas que se entrecruzan nerviosas bajo la ropa de otoño recién entrado... el pelo desarreglado pero sano y sedoso que se le cae frecuentemente sobre los ojos y que ella necesita corregir, casi maquinalmente, antes de iniciar una frase nueva, una idea nueva. Piensa que tal vez tenga una escapatoria, que quizás ella está demasiado pendiente de su propio plan, de su propia inercia. Tal vez sea ella quien al volver en sí, desde ese transe artificial no podrá continuar tironeando y se dará por vencida frente a la evidente necesidad de que alguien ceda. Camilo junta toda la voluntad que lo rodea para tomar una decisión inmediata. Flecta imperceptible el cuello, amparado en la esperanza de una tregua. Se da un instante, mínimo, justo antes de subir los ojos hasta el recuerdo aún fijo de la mirada de Sara. La imagina nuevamente en su mente, apuesta en su favor, cree que saldrá victorioso pero se arrepiente. Ya es tarde, su rostro está de frente al de la mujer. Toma aire para darse por vencido y reprime un suspiro que lo delataría, mucho más allá de lo que se ha permitido... pero entonces, sin aviso, la boca de Sara se abre a penas y continúa…

¿Me entiendes, Camilo? ¿Sabes de qué te hablo?

Él la vuelve a mirar, dichoso, evitando que en su expresión pueda ella leer como en una naipe cuan encantado está. Intentando que sus ojos la cubran, pero sin delatar más de lo que ya daba por vencido... En fin, intentando que su expresión le de confianza para decir lo que quiera, lo que le nazca, para que ella por fin entienda que de eso justamente se trata, que no hace falta que le conteste, que si ella comprendiera no tendría que formularle preguntas, o más bien que da igual, que puede preguntar lo que quiera, pero que no hace falta esperar respuestas, pues todas ellas están ahí dentro, que diga lo que diga él sabrá como tratarlo, que en ese espacio no hay lugar para juicios. Sin embargo, contra todo pronóstico, la mirada protectora no cumple su evidente cometido. El silencio de Camilo, tan lleno de empatía y significado, ahora sí, parece desesperarla. Ahí, acurrucada en su lugar, se echa hacia atrás con brusquedad, desahogando en el respaldo una pequeña rabieta incontrolable y desde la más profunda frustración, mira nuevamente, casi de lado, al hombre sentado que no es capaz de enfrentar esa mínima suplica, esa expresión del más desgarrador y, al mismo tiempo levísimo, martirio.

Camilo se mira a sí mismo, da vueltas y vueltas el mismo lápiz entre los dedos. Contempla con frialdad la escena de la mujer y carraspea como si fuera a decir algo. Ella lo mira, y la expresión le vuelve a los ojos con una rapidez de la que el hombre se ve obligado a reparar con ojo clínico. Ella se ha incorporado, su cuerpo avanza hacia delante e intenta que su mirada diga lo que sus palabras se niegan a expresar si no recibe de parte del hombre una simple respuesta. Camilo se da cuenta que de que tendrá que practicar más, que el carraspeo, que pareció suficiente hace un instante, le ha jugado una mala pasada, que ella se ha vuelto hábil en advertir sus tímidas y cuidadosas trampas.

La mujer, de inmediato, gira sobre si misma, como si la constatación de esa burla le hubiera electrizado la cintura y él hombre sonríe dando cuenta de un leve triunfo. Ella se muerde los labios, resuella despacio, lo mira con ojos de furia y vuelve a insistir… ahora ya completamente desesperada, sin frases, pero ya casi sin ojos, en la urgencia de una respuesta, en la necesidad imperiosa de las palabras. Se mira a si misma, mira sus piernas, su larga falda, contempla sus manos y al mismo tiempo, de tanto en tanto, entre una uña y un tobillo, envuelve con un rabillo al hombre que sigue jugando, lentamente, con el lápiz entre los dedos.

Él se encoge de hombros. Siente que es suficiente. Mira de reojo el reloj pequeño al costado del sofá de su paciente y constata que, esta vez, han sido casi 3 minutos. Abre la boca y se toca los labios con el lápiz, mientras observa atento a la mujer. A ver, Sara, sólo te puedo decir que... no sé aún si te entiendo. Hasta ahora no me has dicho nada.

2 comentarios:

Nadiezhda dijo...

Otra vez soy desobediente y me vine a leer esto y no lo que me dices que lea.
La danza en el silencio me invade, la ansiedad no me deja tranquila. Creo que saldré a buscar nada en alguna parte que desconozco. O que tal vez de tan conocida me hace perderme otra vez en rincones de mí misma. Hoy no quiero entender nada, no quiero encontrar, no quiero sentir, no quiero hablar, sólo dejar de estar intranquila esperando lo que no va a pasar.
Las cosas que extraño dan vueltas en mi habitación y cierro la puerta para que no se escapen, cierro por fuera. Soy yo la que escapa otra vez.
Me voy antes de que "alguien" se vaya.

Julián Sorel dijo...

Nadiezhda:

Te mando un gran beso...

uno muy grande!

Julián